Cuando los únicos privilegiados son los viejos

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El covid puso de relieve, otra vez, la desproporcionada atención y asistencia que reciben los ancianos. En las democracias modernas, especialmente en sistemas electorales de sufragio universal pero voluntario, el sector de la población de mayor edad ejerce una influencia política inconmensurable con su figuración en el padrón. Los viejos votan y su bienestar estatal orienta el voto de sus hijos. 

El virus del covid tiene mayor impacto en organismos gastados y con enfermedades preexistentes: la mayoría de los muertos son gerontes. El personal que los cuida registra un alto índice de contagios pero su cuidado no figura como absoluta prioridad a la hora de las decisiones. En el civilizado Norte del hemisferio norte, son inmigrantes que no votan -y no sólo allí. 

En la mayoría de los países, la vacuna será administrada con prioridad a los viejos y en especial a los pasajeros, nómades y sedentarios, de geriátricos y psiquiátricos.

Es absurdo.

Este proceder solamente disminuirá la cantidad de muertos pero desde el punto de vista sanitario solo implica una falacia estadística.

La cuenta relevante no es salvar vidas. Porque la cuenta relevante es la de salvar años de vida, no existencias individuales.

La métrica importante es la expectativa de vida de la población. Ese amperímetro equivale a, y crece, con la cantidad de años de vida promedio ganados por el acierto de una medida sanitaria. No la cantidad de vidas. Este maquillaje de las estadísticas no mejora en absoluto el bienestar de la población en general.

La distorsión resulta aún mayor y peor si tomamos en cuenta años activos de vida a defender. La población trabajadora con potencial productivo, cuyo esfuerzo permite que el mundo siga funcionando, los investigadores y profesionales desarrolladores de la vacuna, quedan últimos a la hora de la aplicación de la vacuna.

Los que pagarán la vacuna, financiada con deuda, son los niños, que ni contagian ni padecen, sufren del abandono por parte de sus cuidadores naturales, los docentes, y fueron víctimas del consiguiente e inútil cierre de sus escuelas y de sus clubesAgregando insulto a la injuria, el aislamiento de los mayores lo paga el Estado y su abstinencia laboral no supone ninguna pérdida para la sociedad ya que no trabajan.

No es la primera vez que las generaciones mayores mandan al muere a sus hijos. Valgan como ejemplo nuestras guerras civiles. En la Argentina, los revolucionarios sesentistas redimíamos, con anuencia paterna, la vergüenza de su complicidad con la destrucción gorila de la democracia. Todas las guerras registran el mismo fenómeno. “Animémonos y vayan”, gritan los adultos desde los balcones, vitoreando a los hijos que, presuntamente, morirán para defenderlos.

Sería óptimo que la civilización moderna se saque de encima la atávica culpa que reverencia a la senectud por encima de toda lógica.