Un fantasma recorre la política argentina: el fantasma de la antipolítica. Cada vez que surge el debate en torno de la desconfianza ciudadana aparece un primer abordaje según el cual la desconfianza debe ser leída como una reacción de la sociedad por el desempeño de los Estados, gobiernos o funcionarios. Esta interpretación concibe a la desconfianza como una especie de castigo vigilante de la sociedad civil frente a la “mala política”. Desde nuestra perspectiva, esta lectura padece de varias debilidades.
No todos pierden con la desconfianza: los “políticos” no solo son objetos de la desconfianza, son también sujetos productores de ese sentimiento.
En primer lugar, resulta equivocado pensar la desconfianza como si se tratara de una fuerza exterior a la política, dado que la desconfianza es una recurrente y potente herramienta política. La desconfianza posee una estructuración ideológica y en consecuencia admite diferentes usos. No todos pierden con la desconfianza: los “políticos” no solo son objetos de la desconfianza, son también sujetos productores de ese sentimiento. Por ejemplo, desde sus orígenes la filosofía liberal - y sus descendientes conceptuales y políticos - es una filosofía de la desconfianza hacia el Estado.
Para comprender el significado que asume para nosotros esta palabra resulta necesario rebobinar algunos años y revisar algunos episodios de nuestra historia reciente.
A lo largo de la década del ´90, la sociedad argentina experimentó un proceso de creciente desafección política que, envuelta por un proceso de destrucción socioeconómica, desembocó en la crisis de diciembre de 2001 y en el colapso parcial del sistema de partidos. Aquella gran crisis fue conceptualizada como una crisis de representación política, cuyo espíritu y lenguaje recordaremos siempre a través de la consigna “Que se vayan todos”.
Más adelante vendrían los años kirchneristas, en el que se iría configurando un ecosistema cultural muy diferente: un período de sostenida repolitización de la sociedad, por izquierda y por derecha. La política volvía a estar en el centro de la esfera pública siendo capaz de producir pertenencias e identidades colectivas, un fenómeno que para muchos pertenecía a los libros de historia. La política pasó de los movimientos sociales nuevamente al (siempre frágil) sistema de partidos. Durante esos años se vivió un ciclo de efervescente activación política, muy contrastante con los años de anemia participativa de las juventudes y privatización de las ilusiones que había signado al ambiente discursivo de los ‘90. Los análisis sobre militancia y participación juvenil dejaban de ser un material de estudio arqueológico de las décadas del 70 y de los 80; eran ahora un fenómeno del presente. La plaza pública se llenaba nuevamente de consignas, símbolos y cánticos vinculados a proyectos políticos y dejaban de ser rabiosas erupciones de ira e indignación.
La polarización política, cristalizada sobre el subyacente desacuerdo social y no capricho discursivo o cuestión de modales, consolidó al kirchnerismo y a Cambiemos como los grandes protagonistas de la escena política argentina.
Avanzando en este itinerario, la crisis del campo de 2008 acentuará la conflictividad política, y su impacto movilizador, pero alentaría también lo que un tiempo después se llamaría “grieta”, y que alude a un proceso de polarización política por el que las divergencias ideológicas que existen en la sociedad tienden a articularse políticamente en una competencia simplificada y binaria. Esta marca persiste hasta nuestros días.
La polarización política, cristalizada sobre el subyacente desacuerdo social y no capricho discursivo o cuestión de modales, consolidó al kirchnerismo y a Cambiemos como los grandes protagonistas de la escena política argentina. Ambas coaliciones lograron encarnar las visiones, las preocupaciones, los rechazos y los intereses de una porción mayoritaria de la opinión pública. Pero la representación política no es pasivo espejo o reflejo del desacuerdo social, es también productor y organizador de ese desacuerdo. En efecto, la polarización política (fuertemente alimentada por los medios de comunicación) es causa y consecuencia de la polarización ideológica que se da en el seno de la sociedad civil: mapa y territorio se confunden.
Bajo esta atmósfera de movilización y politización, en el año 2010 comenzamos un trabajo sistemático de medición de estas representaciones ideológicas en la cabeza de las/os ciudadanos. Nos propusimos medir emociones y retratar fragmentos de ese sistema de creencias, saberes y representaciones al que llamamos opinión pública argentina.
En su edición de 2013, obtuvimos un hallazgo algo contraintuitivo: casi un 60% de las y los argentinos rechazó la idea de vestigios dosmilunescos según la cual “todos los políticos son iguales” (Gráfico 1)
En el mismo año en que se generalizaba su uso en los discursos mediáticos, la tan criticada grieta mostraba una dimensión virtuosa al permitirle a la sociedad distinguir contrastes marcados en la oferta política/electoral. Se empezaban a dibujar dos proyectos enfrentados (en lo político pero también en los imaginarios sociales) cuya evidente alteridad actuaba como inhibidor de nihilismo.
Sin embargo, y de un modo casi paradójico, desde aquél año se observa en las mediciones un lento pero sostenido ascenso del nihilismo político. ¿De qué se trata? La fatiga social por la recesión económica que empezó con el gobierno de Macri y se extendió con la pandemia, multiplicadora de incertidumbres, el desgaste de la polarización eterna y la apuesta del ala radicalizada de Cambiemos por exacerbar las pasiones y los odios de parte de la población parecen ser signos de un nuevo ambiente político. ¿Asistimos a una nueva etapa de desafección ciudadana por la política? ¿Estamos ante un “Que se vayan todos” recargado?
Como dijimos, desde 2013 comenzamos a medir el “share social” que tenía el nihilismo político. En 2013 sólo un minoritario 36% suscribió a la idea de que “todos los políticos son iguales” pero en la última medición ese valor escaló hasta el 45%.
El sentimiento nihilista no se distribuye homogéneamente en la sociedad. Segmentado por voto de 2019,: el 50% de los votantes de Juntos por el Cambio respalda la postura de escepticismo político, contra solo un 34% de votantes del Frente de Todos
Los datos provocan una tentación interpretativa difícil de resistir: vuelve y crece la “antipolítica”. Desde nuestra perspectiva leer estos datos, y el actual escenario sociopolítico con las categorías del 2001, es un grave error conceptual.
En aquella crisis se registraron los clásicos signos de anomia electoral y desencantamiento del voto: alta abstención, extendido voto en blanco, “caótica” dispersión del voto y una oferta política astillada. Revisemos la reciente experiencia electoral argentina de 2019: el 90% de las preferencias electorales se distribuyeron en dos alternativas, entre las cuales se reconocen contrastes muy pronunciados. Asimismo, y pese a sus tensiones interiores, tales coaliciones no entraron en diáspora lo cual estabiliza el vínculo entre sociedad y política.
Podemos afirmar que uno de los efectos positivos de la grieta o polarización radica en restaurar el sentido del voto al ofrecer claras alternativas -a veces con el costo de cierto maniqueísmo y a veces empobrecimiento del debate-. Votar es elegir y elegir tiene sentido cuando se perciben opciones genuinamente diferentes. Cuando la sociedad percibe la competencia política en clave de espectáculo o simulación de diferencias, cuando en el fondo no las hay, eso genera las condiciones para la expansión de actitudes cínicas y nihilistas, antesala del repliegue ciudadano.
Ahora bien, al profundizar la lectura de los datos se advierte que este sentimiento nihilista no se distribuye homogéneamente en la sociedad. Segmentado por el voto de 2019, se observa un desnivel importante: el 50% de los votantes de Juntos por el Cambio respalda esta postura de escepticismo político, contra solo un 34% de votantes del Frente de Todos. Entonces, el nihilismo política se reparte de manera muy asimétrica en los dos lados de la “grieta”, lo cual aporta algunas pistas que nos interesa seguir.
Hipótesis
¿Cómo se explica la paradoja de que la mitad de los votantes de Cambiemos sean nihilistas políticos? En otras palabras, ¿por qué la expansión de la creencia de que todos los políticos son iguales es más acentuada entre los seguidores cambiemitas que entre los kirchneristas? Ingresamos en el terreno de la interpretación. Arrojamos aquí tres hipótesis sobre el avance del nihilismo político en la base electoral de Cambiemos. Las dos primeras son endógenas; la tercera es exógena a la política argentina.
La primera explicación de esta tendencia en la opinión pública es la más intuitiva: el fracaso del gobierno de Mauricio Macri se tradujo en desencanto en parte de su base de votantes. Juan Carlos Torre definió al segmento no peronista de fines de los ´90 y principios de los ´2000 como “los huérfanos de la política de partidos”. Con la conformación de Cambiemos y en la figura de Mauricio Macri este electorado había encontrado una renovada representación política, pero su decepcionante paso por el poder puede haber reimplantado cierta apatía ciudadana respecto a la política en general.
Pero más allá del fracaso de la gestión de Cambiemos, lo que debemos considerar en el visible giro en el mood afectivo de su discursividad. Desde 2018 en adelante Cambiemos adopta abiertamente la estructura de un partidismo negativo, es decir articula una identidad fundada únicamente en el rechazo al Otro. Su liderazgo “emocional” (originalmente asociado con la “alegría pacificadora” y con una forma desapasionada de hacer política) comienza a derramar sobre su electorado otro tipo de afectos políticos.
La identidad política del electorado cambiemita está fundada en la diferencia, en el rechazo al otro. En cambio, la identidad kirchnerista se estructura fundamentalmente sobre una liturgia propia.
Sobre este punto es muy importante corregir algunos efectos de la imagen de grieta o incluso de la categoría de polarización. Tales imágenes suscitan, inevitablemente, la imagen de un enfrentamiento simétrico. Lo cierto es que la polarización política argentina - al igual que la polarización que enfrenta a demócratas y republicanos - es profundamente asimétrica. Además de orientaciones ideológicas muy divergentes, los electorados de las dos grandes coaliciones tienen estructuras sentimentales muy desniveladas.
Una digresión para ilustrar la asimétrica central: toda identidad política se apoya sobre la afirmación y sobre la diferencia, es decir conjuga un elemento negativo con uno positivo. Lo cierto es que la identidad política del electorado cambiemita está mucho más fundada en la diferencia, en el rechazo al otro. En cambio, la identidad kirchnerista se estructura fundamentalmente sobre una liturgia propia, no tan dependiente del contraste con los votantes de otras fuerzas. Sociológicamente podemos decir que si bien el macrismo ocupó el lugar identitario que había dejado vacante el radicalismo, desarrollará esa función pero sin la fuerza histórica e ideológica que ligaba al radicalismo con las formas tradicionales de hacer política. De hecho, la UCR fue el primer partido político moderno de la Argentina y se forjó en las calles y las pasiones políticas que dieron forma al fin del siglo XIX y comienzos del XX. Queremos decir que el electorado no peronista de la sociedad argentina cambió un liderazgo político por otro, y en ese tránsito se experimentó una metamorfosis de la piel ideológica de ese sector de la sociedad y de su “estructura de sentimientos”. Los liderazgos importan.
Al respecto, la segunda explicación sobre el avance del nihilismo político se vincula precisamente con los modos, el estilo y las formas de hacer política del macrismo. Desde su fundación, el Pro -alma máter de Juntos por el Cambio- se presentó en público como el partido de la antipolítica. Para ser más exactos, como un grupo político que rechazaba la forma de hacer política en base a las pasiones que caracterizó al siglo XX. Esta política de la desafección ciudadana se alteró a partir de 2018, cuando ante el fracaso en la gestión económica, Macri inició un giro discursivo centrado en una apelación identitaria orientada a reforzar la fibra emocional antiperonista/antikirchnerista.
El nihilismo actual convive con la participación ciudadana, la movilización social y el activismo callejero. Esa es justamente la paradoja: es un nihilismo estimulado, en parte, desde la propia política
Como Trump en Estados Unidos y Bolsonaro en Brasil, Cambiemos -o, diríamos, el macrismo- tiene hoy una estrategia de acumulación política basada únicamente en el refuerzo de la identidad política negativa, es decir, en la noción de que el peronismo/kirchnerismo es la clave de bóveda de todos los problemas del país. En parte por esto, la desconfianza ciudadana actual no es comparable con la del 2001. Hace dos décadas había un divorcio claro entre política y sociedad; hoy hay un sector de la política que agita los rencores, la indignación y el resentimiento de la sociedad -lo que el sociólogo francés François Dubet denomina las pasiones tristes- contra la propia clase política. Ubicamos al nihilismo político, en su versión actual, en este repertorio de pasiones tristes.
Pasamos de la desconfianza en la política a la política de la desconfianza. El nihilismo actual convive con la participación ciudadana, la movilización social y el activismo callejero. Esa es justamente la paradoja: es un nihilismo estimulado, en parte, desde la propia política. Es un nihilismo productivo, que no desconecta al ciudadano de la escena pública sino que le propone sumarse desde la desconfianza, el odio y el rechazo antes que a las propuestas positivas.
Hasta aquí presentamos dos posibles explicaciones inherentes a la política local. La tercera es exógena. El avance del nihilismo político en la opinión pública se ensambla con un clima de época más general signado por un escepticismo radical que se extiende a nivel global y que tiñe los debates públicos en todo el mundo occidental. Este terraplanismo ideológico se vio exacerbado por la pandemia, un hecho social total que afectó todas las relaciones y representaciones sociales.
En todas las encuestas de opinión, un porcentaje considerable manifiesta no creer en las vacunas, en los expertos ni en el conocimiento científico, ni en la OMS, ni en las políticas de cuidado que desarrollan los estados, ni en la valoración de la salud sobre la economía, entre otras desconfianzas. El sentimiento nihilista y sus fenómenos asociados -el avance de la anomia social y el debilitamiento de los lazos de solidaridad- exceden las fronteras nacionales y sus causas profundas están por fuera de los actores políticos argentinos.
Al respecto, un segundo indicador ilustra lo que venimos abordando: la desconfianza como política. Mientras que el 75% de los votantes del FdT confía en la vacuna Sputnik, esa confianza se reduce al 29% entre los votantes de Cambiemos. Desde ya, no se trata de una desconfianza “natural o espontánea”. Esto es, el nihilismo político es también signo de una política nihilista, es decir: destructora de confianza y de capital social. La desconfianza en la política debe ser analizada a la luz de las políticas de la desconfianza.
Frente a este escenario, gobierno y oficialismo tienen desafíos diferentes. La oposición seguirá explotando esta corrosiva emoción política. Por lo tanto es principalmente el gobierno el que tiene el desafío de no intentar satisfacer estas (cultivadas) pulsiones sociales, muy difíciles de representar, a través de discursos o medidas. Con la antipolítica debe tenerse mucho cuidado, porque acaba devorando a sus padres y a sus hijos.
PI