Las encuestas son como los programas de chimentos, muchos las critican, pero pocos dejan de consumirlas. Comenzó el 2021, año de pandemia, de vacunas y también de elecciones legislativas. Por ende, ¡año de encuestas!
Es lógico suponer que si el COVID-19 no logró frenarlas y, por el contrario, no cesaron de llegar a los medios datos sobre el humor social, imágenes de dirigentes, y largo etc, mucho más se va a intensificar este flujo de aquí en más.
De hecho, ya se ha comenzado a preguntar sobre la intención de voto en octubre, sin candidatos ni coaliciones políticas definitivas a la vista, y con la cabeza de la gente en su salud y, los que pueden, en sus vacaciones.
La pregunta correspondiente en estos casos suele ser: ‘Si las elecciones fueran el próximo domingo, ¿usted a quién votaría?’. Lo más probable es que hoy el entrevistado no sepa siquiera qué va a comer el próximo domingo, pero ya que hay que algo, pulsa en el teclado de su teléfono el número de la opción que mejor le parece en ese responder momento. O, si la pregunta le llegó en un cuestionario vía internet, pondrá una cruz en el casillero correspondiente. En el mejor de los casos se atreverá a un ‘No sé’.
Y aquí ya se me escapó - sin querer queriendo- un tema no menor: ‘Pulsar en el teléfono’ o ‘Poner una cruz en el casillero’. Puede ser un teléfono de línea fija o un celular, pero un teléfono al fin. Y si es por internet, puede haber recibido la encuesta -en el mejor de los casos- en forma aleatoria o -en el peor- porque lo reclutaron en algún foro o red social.
Claro, después dicen que las encuestas se equivocan. Pero veamos el origen de algunas equivocaciones.
El principio rector de una encuesta es que toda la población en estudio debe tener la misma probabilidad de ser entrevistada. En general, cuando se habla de estudios de opinión pública, dicho universo lo constituyen las personas de los diversos géneros, del segmento etario de 16 a 70 años, residentes en las ciudades o provincias en las que estos se desarrollen.
Si la encuesta es telefónica u online, la persona que no tenga un teléfono fijo o un celular en un caso, o acceso a internet en el otro, quedará afuera de dicho universo. De modo que, a simple vista, resulta claro que no todos tienen la misma probabilidad de ser encuestados y de participar en el estudio.
En la página del Ente Nacional de Comunicaciones (ENACOM) se pueden verificar los porcentajes de penetración en los hogares a nivel nacional de telefonía fija, celulares e internet, correspondientes al 3er. trimestre del 2020.
El 53,04% de las viviendas tienen hoy teléfono de línea, con diferencias muy importantes según la provincia que consideremos.
El 54,6% cuenta con teléfonos celulares, pero el 49% ha contratado abonos pre-pagos, por lo cual difícilmente acceden a gastar sus minutos o megas en responder una encuesta.
Finalmente, el 66,3% tiene acceso a internet, nuevamente con asimetrías según provincia, y seguramente según nivel socioeconómico.
Entonces, los resultados obtenidos con estas técnicas de relevamiento ¿son extrapolables a ‘la opinión pública’?
La mejor encuesta, la que mejor cumple con el principio madre de la representatividad, es la que se realiza en forma presencial tocando el timbre de una vivienda o encontrando al entrevistado en puntos de afluencia de público. Es verdad que tiene un costo mucho más elevado, ya que implica emplear fuerza de trabajo y, además, movilizarla a las zonas en estudio. Pero, como en tantas otras cosas, lo barato sale caro.
En términos de calidad y precisión le siguen las encuestas telefónicas hechas con encuestadores ‘de carne y hueso’, que guían al entrevistado. Y, por último, las telefónicas llevadas a cabo con una máquina que indica pulsar distintas opciones, y que se entienda lo que se entienda.
No entran en mi órbita, al menos por ahora y en nuestro país, las que se realizan en forma on line, y mucho menos cuando se contacta a los entrevistados a través de Facebook, Twitter, etc, ya que en estos casos se acotan aún más los límites del universo no solo a los que poseen internet sino a los usuarios de estas redes sociales.
Tanto las encuestas telefónicas como las realizadas por internet tienen, además, la dificultad de llegar al segmento socioeconómico medio-bajo y bajo. Adicionalmente, en el caso de las primeras, hay déficit de entrevistados jóvenes. Existen recursos metodológicos para compensar estas dificultades, ajustando a posteriori la muestra según la realidad poblacional. El punto es que para ello se requiere partir de una cantidad de casos apreciable y, aunque parezca una rareza, dominar estas técnicas “de ajuste”.
Es una realidad que las personas cada vez están más agotadas de ser abordadas para responder estos cuestionarios, hecho que se verifica tanto en nuestro país como en el resto del mundo. Pero, si a esto se le suma desconocimiento o errores metodológicos, el resultado, obviamente, estará aún más sesgado.
Un tema no menos importante es la forma en que se pregunta: muchas veces las preguntas no son neutras, en otros casos encierran ya una valoración sobre lo que se está preguntando, y en otras oportunidades se pide opinión o acuerdo sobre alguna medida que se acaba de tomar bajo el supuesto de que todos la conocen, por lo cual ni siquiera se la explicita previamente. Recuerdo una serie de encuestas publicadas a posteriori del último debate presidencial en el 2019 que pedían al entrevistado su evaluación sobre el mismo sin preguntar previamente si lo había visto o no.
Escapa a la extensión de esta columna incluir todos los pecados que contribuyen a que se desconfíe cada vez más de las encuestas. Pero no quisiera dejar de referirme a las conclusiones y títulos con que se las acompaña.
En el sitio Sputnikvaccine.com se observa el siguiente encabezado: “Según una encuesta realizada por Yougov, Rusia goza de un gran prestigio como fabricante de vacunas. Casi la mitad de los encuestados en 11 países conocen Sputnik”. La veracidad del estudio está asegurada ya que lo realizó una institución de renombre, pero el título es muy pícaro. ¿Rusia goza de un gran prestigio? Sí, pero la afirmación debe limitarse a los 11 países donde se realizó la encuesta. Y “casi la mitad” conocen la vacuna - siendo que solo es el 44% - es una argucia muy habitual para evitar decir que, en realidad, una porción mayor (56%) no la conoce.
Aunque en este caso les perdonamos las picardías siempre que nos envíen pronto la vacuna.