El repartidor, un hombre mayor que llegó en un pequeño utilitario, me cuenta que desde el momento en que entró al vacunatorio se sintió fortalecido. “Tal vez sea psicosomático”, me dijo tratando de racionalizar una alegría que por el tono del relato y la sonrisa superaba la voluntad de ser sobrio. En algún sentido tenía razón: la vacunación fortalece “psicosomáticamente” un arco que va del cuerpo de cada sujeto al cuerpo social entero. El espíritu individual y social también reacciona a la inmunización.
La vacuna previene el contagio o mitiga los efectos de la infección. Pero además sana tres heridas. La primera es la del temor viviendo en el cuerpo desde hace meses. La representación de los casos agudos de la dolencia como dependientes de la asignación de una bolilla negra en la lotería de babilonia de los azares de la vida hace del contagio posible una espada de Damocles que cada ciudadano siente pendiendo sobre su cabeza, cuando no es posible quedarse en casa para ganarse la diaria. Es el caso de este repartidor que sabe de los peligros del virus, pero no puede dejar de arriesgarse. Y en ese plano, que no solo es individual, el aumento de inmunidad sana del miedo a transmitir el virus a un mayor y también de algo que se invoca y se siente más allá de las probabilidades: del espanto de contagiar a un niño de la familia.
Hace unos meses vi un joven repartidor que se desplazaba en su moto de baja cilindrada portando en el costado derecho un par de muletas que debía usar cuando se bajaba para entregar las pizzas. La luxofractura de tobillo que se había hecho unas semanas atrás no podía convertirse, so pena de hambre o desalojo, en un obstáculo para desempeñar su ocupación. Y con esa imagen recuerdo un segundo motivo de alivio tan vivo y tan válido como el que ataca al sujeto con el fantasma de una muerte cruel. Si no hay otra que salir a ganarse la diaria que sea menos riesgoso, que deje de estar en juego la dicotomía salud/economía en el cálculo de cada uno en cada momento. Así la vacuna no sólo protege al individuo abstracto, sino también a las personas que consumen, pagan impuestos y servicios o abastecen un hogar. Este es el segundo alivio. Pocas cosas han atacado tanto la autoimagen de aquellos que deben paralizarse obligatoriamente y ven su casa caerse a pedazos o a sus hijos con hambre. Pocas cosas pueden amargar tanto a la gente como tener necesidades y deseos y tener que obedecer el lógico mandato sanitario de no hacer lo necesario para satisfacerlas y realizarlos.
No sé si han vivido un terremoto. Es impresionante. La fuerza de lo inevitable amenazando todo bajo tus propios pies. La tierra se abre y uno se siente definitivamente superado mientras sólo atina a tratar de cubrirse y a pedirle a Dios que el fenómeno cese. Uno no imagina qué cosa le puede poner freno a ese temblor.
El terremoto es menos cruel y menos crítico que la pandemia. Sucede como una irrupción momentánea en lugares donde los hombres los esperan sin saber cuándo sucederán. La pandemia, en cambio, es un terremoto largo y lento en el que todo lugar y todo el tiempo están habitados por la amenaza y por un derrumbe constante. El futuro se vuelve una imprevisible amenaza. Cómo dicen en México: lo malo no es lo duro sino lo tupido. Durante este terremoto hemos vivido con nuevas olas, nuevas cepas y diagnósticos provisorios. Todas frustraciones que acentúan la impotencia con que que se vive el momento. Por todo eso con la pandemia empezamos a desconfiar, y cada vez más, de aquello que habitualmente se toma por dado: se activa un nivel de prevención y alerta que se instala en el tejido que une cada cada sujeto al universo humano, económico, biológico y mineral en un sentido tan profundo que implica una transformación radical de las expectativas. Luego de esto podremos creer que cualquier catástrofe es posible. Y la vacuna viene aquí a cumplir un papel que excede la biología y la economía al apuntar a un efecto que solo podrá lograr a medias: recuperar la confianza que han perdido los humanos entre si y de los humanos con la materia del mundo. Así el tercer alivio que provee la vacuna, de forma indirecta y no planeada, atañe a un plano fundante de las existencias humanas al que el galope global del virus ha hecho visible justo en el momento en que, también, lo hizo trizas. Alivio ontológico, digamos.
La vacunación creciente y realmente masiva comenzó, como todo en esta tierra, enferma de grieta. Las vacunas fueron despreciadas por los opositores y sobreofertadas por el oficialismo, que estuvo obligado a jugar a ciegas en el mercado internacional de las vacunas. Al principio, y todavía sucede, las imágenes públicas eran de personas que reivindicaban su vacunación como un acto político. Los dedos en v de la foto en Instagram se mimetizaban con un voto o con la asistencia a un acto. Pocos al principio, cada vez más ahora, manifiestan en redes sociales su alegría existencial exhibiendo su potencial sanitario, su vuelta a las canchas de la vida. La vacunación ya no solo es parte del círculo rojo y sus dialécticas anti o pro vacuna, anti o pro Pfizer. Los más amplios públicos, los que no pueden sino ver la ventaja de un cierto arreglo del mundo, de sus perspectivas de trabajo y de su seguridad sanitaria comienzan a dar muestras de su alegría con símbolos que se distancian de las ortodoxias. El gobierno debería valorar esto más que agua en un incendio. No es un ejército de agradecidos al líder y al proyecto. Es la gente común que con más dolores que nunca vuelve a la vida y recupera tímidamente algo de confianza. Las vacunas son el combustible espiritual de una nación rota. No hay mejor intento de “capitalizar” que no intentar hacerlo y dejar que fluya el aire nuevo.
PS