Opinión Ensayo general

La vergüenza justa

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No se me ocurre nada más aburrido para contar que una feria de literatura. En el último tomo de la trilogía A contraluz, Rachel Cusk muestra a la narradora, una escritora relativamente reconocida, en múltiples viajes a festivales de libros por el mundo; mi teoría es que si ese hubiera sido el primer tomo nadie habría seguido leyendo, que ella sabe que le tenemos que haber tomado afecto a un personaje para que nos interesen todas esas historias de hoteles anodinos y convivencias con personas que te preguntan quién es tu agente, si te consigue suficientes traducciones o si no te gustaría más tener una entrevista con no sé cuál otro, cómo está el desayuno donde vos te quedás, si te trajo la feria o tu editorial o quién, si escuchaste que la chica que presentó libro ayer anda con el que presenta libro hoy, si te invitaron al almuerzo oficial o si te incluyeron en la lista de las promesas o la de las realidades. Todos interrogantes orientados mitad a pasar el tiempo sin crear intimidad y mitad a analizar tu status dentro de la presente convocatoria. Lo mismo pasa con las entrevistas, en las que una se ve obligada a mistificar su propia cotidianidad seis o siete veces al día hasta que te da vergüenza mirarte al espejo y agradeces que no te esté escuchando ni te vaya a leer realmente demasiada gente que te conozca. No es culpa de nadie: la mayoría de las personas tenemos vidas grises, y si cuando escribimos podemos hacerlas parecer interesantes es justamente a costa de un trabajo consciente, aunque tratemos de esconderles las costuras: cuando las cuento, en cambio, tal como me vienen a la cabeza y sin tiempo para organizar el orden ni la calidad de las palabras, mis historias son chistes sin gracia, anécdotas a las que les falta el remate. Uno se queda preguntándose qué puede tener para decir esta chica que es tan cualquier chica. La magia de escribir es esa, hacer algo que seduce a partir de polvo de nada. Por eso a veces me dan tanta vergüenza las charlas y las entrevistas, andar vendiendo mi polvo como si significara algo.

Lo bueno, lo mejor, siempre son los amigos. Hay que tratar siempre de presentar libros de amigos y compartir mesas redondas con amigos; no sé si a alguien más le puede interesar lo que pasa ahí, pero de esas conversaciones con mis amigos yo siempre saco algo y son charlas un poco rimbombantes sobre nuestras obras que seguramente no tendríamos jamás si las circunstancias no nos obligaran. Venía enroscada con esto de la vergüenza, la vergüenza justa, esa que una siente haciéndose la piola; yo tengo muchos vicios de ese tipo que van más allá de dar entrevistas. La gente se da cuenta: digo “sí, claro” aunque no necesariamente sepa de qué me hablan, pretendo entender expresiones (expresiones mexicanas, esta semana en la feria de Guadalajara) que jamás escuché en mi vida y cuando me preguntan si las entiendo tengo que ponerme violeta y confesar que no y preguntar. Tengo una explicación genealógica para este defecto: mi adolescencia consistió fundamentalmente en pretender que compartía los hábitos y los consumos de mis amigas laicas de clase media, hacer como que sabía lo que era una morcilla o una tanga o Vivitos y coleando, pero ya soy grande y tengo que hacerme cargo de esa voluntad infinita de fingir para agradar, venga de donde venga.

Cuestión que en esto estaba pensando cuando, en la presentación de su libro Aviones sobrevolando un monstruo, mi amigo Daniel Saldaña París comentó casi al pasar que había dejado afuera algunas crónicas que perfectamente podrían haber entrado en ese libro. Las crónicas que pueblan el libro hablan de ciudades en las que Daniel ha vivido, pero parece que había algunas otras que se centraban en casas y departamentos y finalmente no entraron. Uno de los que escuchaban preguntó sobre ese comentario, el porqué de esa decisión, y Daniel ensayó una respuesta que me gustó: no tuvo que ver (como creo que alguien insinuó) con un tema de género, con evitar los lugares domésticos e íntimos por femeninos, sino más bien con un tema de clase, y más específicamente con una falta de recursos narrativos. No sabía realmente cómo hablar de esos departamentos de clase media sin que fuera poco interesante; no creo que no se pueda, dijo Daniel, digo que yo no tengo los recursos. Recordó entonces un capítulo de El nervio óptico, el libro de María Gainza, en el que ella habla muy bien de la destrucción de una casa. Y entonces sugerí, más por enroscada en mis propios pensamientos que por otra cosa, seguramente, que uno de los grandes logros literarios de El nervio óptico era la posibilidad de hablar sin pudor de la clase alta y lo que significa pertenecer a ella: sin pudor, sin pedir disculpas, sin subrayar el rol de oveja negra aunque aparezca narrado, porque aparece como parte de la historia y no como un disclaimer moral. No es una disposición psicológica, pensé, esa manera de evitar la cuestión del pudor, no de ser impúdica sino de sencillamente esquivar esa pregunta y caminar por otro lado: es, como insinuó Daniel, un trabajo literario, un trabajo formal, vocal incluso, un trabajo de la voz. Lo que a veces llamamos corrección política en la literatura termina siendo falta de trabajo, la falta de una búsqueda o la imposibilidad de un hallazgo sobre cómo contar sin pedirse disculpas sobre todo a una misma. No es miedo a los demás, no siempre es eso, miedo a la cancelación: a veces es simplemente no saber contar.

Lo que a veces llamamos corrección política en la literatura termina siendo falta de trabajo, la falta de una búsqueda o la imposibilidad de un hallazgo sobre cómo contar sin pedirse disculpas sobre todo a una misma

En los ratos que tuve leí Oslo, de Martín Caamaño, y nunca sé, otra vez, si las cosas que encuentro en los libros son las obsesiones de esa semana o si realmente pertenecen a la obra, pero no pude dejar de pensar en la cuestión del pudor. Oslo se mete con vidas grises, que encima, a diferencia de las vidas de los escritores o los artistas, no tienen ninguna pretensión de ser otra cosa que eso: y de lo que se trata, creo, el mecanismo que en este caso encuentra Caamaño para darle volumen a esas vidas grises, es de escudriñarlas muy de cerca, sin ninguna clase de pudor. Hay autores que, para engrandecer a sus personajes, abren el lente: los sitúan en un contexto, los hacen pertenecer a algo más grande que ellos, una historia, una clase, un colectivo. Mi sensación es que Caamaño pertenece al grupo de autores que hacen lo contrario: el mecanismo es cerrar el lente, acercarse para encontrar algunas imágenes preciosas (una chica fumando en la bañera, mi favorita) pero no solamente eso, no principalmente eso. Es cerrar el lente para encontrar momentos de verdad, sobre todo, los momentos en los cuales las vidas más corrientes se vuelven grandes melodramas, historias de amores imposibles, de deseos desenfrenados que laten en vidas corrientes y cuerpos corrientes, en personajes cuya presencia y conversación no tienen nada con que deslumbrarnos. Me hizo bien, en el medio de las charlas sobre derechos de autor y las frases insoportables que empiezan con “mi literatura” (“la literatura ya está hecha”, contestaría parafraseando a Charly), meterme en la posibilidad de engolosinarme con una narración que está viva, que respira y late en personajes cuyas vidas, si las contáramos en una entrevista o en un café, no nos entretendrían ni por quince minutos.

TT