Dos bastidores con sus telas en blanco. Uno está en la casa de alguien que estudia Bellas Artes. Acaba de comprarlo. Nunca hasta el momento ha pintado al óleo. El otro cuelga en una galería de arte. Es la última obra de una celebridad. Alguien que ha pintado durante años. Y está rodeado por los complejísimos, casi barrocos, cuadros creados en el último quinquenio. Los dos bastidores son iguales. Hasta podrían ser intercambiados. Y, sin embargo, no son lo mismo. Uno es una obra de arte. Expresa algo sobre el arte –la negativa a pintar, un posible vacío existencial, el eventual hartazgo de quien ha pintado–. El otro no. Y lo que diferencia a esos dos objetos aparentemente iguales es algo que no está en los objetos mismos sino en aquello que se sabe de ellos.
En un sentido similar, el célebre pianista Glenn Gould, en uno de sus breves films documentales, habla del hipotético descubrimiento de un manuscrito con la partitura de una obra en estilo mozartiano. Si el hallazgo llevara a la conclusión de que se trata de una composición perdida de Mozart no tendría la misma importancia que si se comprobara que no fue escrita por el bueno de Wolfgang. Si, por otra parte, las investigaciones llevaran a la conclusión de que la obra antecede a Mozart en cien años se trataría de la revelación de un genio. Y si, por el contrario, se constatara que el manuscrito en cuestión es actual, posiblemente un ejercicio de composición de alguien que estudia esa materia, el hallazgo no significaría nada de nada. Obviamente la partitura, al ser tocada, sonaría exactamente igual en todos los casos. Pero tampoco en este caso sería la misma obra. Y lo que la haría distinta sería, como en el caso de los bastidores, algo que se sitúa afuera del objeto en sí –las telas en blanco, las notas en estilo mozartiano– pero que es lo que acaba confiriéndole su esencia y su valor.
Una muy linda canción pop, de estilo indudablemente Beatle, cantada por una voz juvenil, tan parecida a la de John Lennon aunque más delgada –¿será un imitador? ¿Uno de sus hijos?– podría no ser nada más que eso: una canción más, destinada en el mejor de los casos, como tantas, a algún éxito fugaz y un duradero olvido. Pero, claro, no lo es. Y es que se trata, ni más ni menos, que de una canción Beatle. Fantasmal, extraña, lograda en parte gracias a la Inteligencia Artificial y elaborada en una suerte de viaje temporal de más de cuatro décadas entre una grabación casera de Lennon y su versión final, publicada ayer con el título de “Now and Then”. El demo de Lennon era de fines de los setenta. En 1995, época de las Anthology, McCartney, Harrison y Starr ya le habían dado vueltas a ese registro en casette. Voz y piano, latosos ambos, más un zumbido inevitable. George llegó a grabar algunas partes de guitarra pero el proyecto fue abandonado por imposible hasta la aparición, ayer nomás, del programa MAL, el mismo con el que se logró aislar las voces con las que se construyó el monumental documental Get Back. Paul, Ringo y MAL se juntaron y, Abracadabra, hay una nueva canción de The Beatles.
La cuestión no es tan nueva. Al fin y al cabo nadie conoce el Requiem de Mozart sin lo que Franz Xaver Süssmayr (el MAL de su época) le agregó a partir de los apuntes del compositor (los demos, podría pensarse) una vez que este ya había muerto. Y los propios Beatles ya habían dejado jurisprudencia, a partir de Revolver y con toda claridad en Abbey Road, acerca de que una canción podía componerse en el laboratorio –el estudio de grabación– a partir de fuentes y materiales múltiples. Las Anthology y las distintas versiones de Leti t Be / Get Back (desnudo o re vestido) no hicieron otra cosa que refrendar esa idea y ya “Free as a Bird”, hace casi treinta años, se había tratado de un experimento post mortem. Tal vez Umberto Eco se refiriera a esto al hablar de la “obra abierta”. Algo que termina de conformarse con todo lo que la cultura elabora con ella.
“Now and Then” no sería nada más que una canción bonita si no supiéramos que es de los Beatles. Pero es de los Beatles. Un caso testigo es el del disco del sexteto de Miles Davis, con John Coltrane, Bill Evans, Cannonball Adderley, Paul Chambers y Jimmy Cobb –el mismo del canónico Kind of Blue– en vivo en Newport en 1958 y de cómo se convirtió del peor disco imaginable –de hecho su publicación se demoró seis años–, con el registro de una actuación que en su momento se consideró simplemente mala, en uno de los mejores discos de la historia. No hay ningún secreto.
En esa ocasión, Coltrane no escuchó a nadie, Evans tocó a solas, Adderley ni se inmutó e hizo de cuenta que estaba en cualquier banda de hard bop y Davis estuvo audiblemente malhumorado. Faltaba la pieza clave del jazz: la interacción. Cada uno estuvo por su lado. Un verdadero fracaso. Salvo que se sepa –algo imposible en ese momento– adónde fue estilísticamente cada uno de ellos a partir de allí. A menos que la historia convierta –como lo hizo– a ese disco en un Big Bang del jazz por venir.
Ninguna obra está totalmente cerrada. La Pasión según San Mateo o las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach no sonarían igual sin la mitología que existe a su alrededor. Y, en particular, las canciones populares, como demuestra el brillante Las mil y una vida de las canciones, compilado por Abel Gilbert y Martín Liut y publicado por Gourmet Musical con un notable prólogo de Pablo Semán, son indivisibles de sus funcionamientos culturales. Una canción casi improvisada por una joven compositora y cantante, junto con amigos es algo totalmente diferente cuando se conoce esa canción en su versión final y cuando la joven artista es Joni Mitchell y sus amigos se llaman David Crosby, James Tylor, Graham Nash y Neil Young. Como en el Borges de Bioy Casares, aunque sin maledicencias, o en los estudios de Rembradt, en los geniales Archives con los que Mitchell está curando su propia memoria –acaba de publicarse el tercer volumen, dedicado al período 1972-1975, en que grabó para el sello Asylum los discos For The Roses, Court and Spark, Miles of Aisles y The Hissing of Summer Lawns– se asiste a un Lado B de las cosas que es mucho más que eso. En este caso se trata de otra cosa. No es solo la historia y lo que se sabe acerca de la obra y del artista lo que convierte en joyas a esas 50 piezas que la componen, entre demos, versiones primitivas de canciones e interpretaciones en vivo. Son joyas.
Diego Fischerman es autor del blog El sonido de los sueños: https://xn--sonidodesueos-skb.com/