Hay cadáveres. La genialidad de Néstor Perlongher centró en esa reiteración la cifra de una época que siempre amenaza con volver. Y no solo en Argentina. Para un reciente viaje a Italia llevé el libro Arboleda, de Esther Kinsky, publicado en alemán en 1918 y traducido al castellano en 2021. Me pareció que al viajar tendría tiempo de sobra para encarar un libro cuyo ritmo lento y sus largas descripciones de pueblos y cementerios italianos lo harían apto para acompañarme, pero en realidad lo terminé antes de llegar a destino. Luego comprendí mejor este relato del atípico periplo de alguien a quien recientemente se le ha muerto su pareja, designado solo con la inicial M., y que viaja a los lugares que planeaban recorrer juntos, lugares en los que además ella había estado también en la infancia junto a su padre, un hombre que tenía una afición por los vestigios y ruinas etruscas, sus ciudades mortuorias, sus ofrendas sepulcrales.
La narradora, una alemana amante de Italia, alquila una casa en las afueras del pueblo de Oledano y camina cada día hacia el cementerio. Mira a las personas que traen flores frescas para reemplazar a las marchitas, se detiene ante fotos y nombres de difuntas, conjetura a partir de las fechas de nacimiento y muerte qué pudo haberles pasado, imagina las vidas de esas desconocidas, luego viaja en ómnibus a otros pueblos y pequeñas ciudades y casi en todas partes hace lo mismo: visita cementerios y observa la vida cotidiana, los mercados, los quehaceres de sus habitantes, italianos y africanos.
Claro que es difícil transitar este país sin pisar el suelo de antiguas tumbas sobre las que se construyeron iglesias, museos, sitios de atracción turística. La presencia de un pasado mortuorio se impone a cada paso. Será por la sentida cercanía de guerras y genocidios que se repiten, tanto en el tiempo como en el espacio, desde Ucrania hasta Palestina. O será por el arte que se erige sobre la memoria de los que pasaron sobre esta tierra. En el cementerio monumental de Bolonia, entre espléndidas estatuas de ricos y famosos y humildes tumbas de ignotos ciudadanos, también me sentí tentado a imaginar las historias detrás de los nombres, las fotos y las fechas de nacimiento y muerte. Dos mujeres del mismo apellido, una de nueve años y otra de treinta al momento de morir, en 1943, ¿serían hermanas o madre e hija que cayeron bajo un bombardeo durante la guerra? Ese aviador muerto un año antes ¿habrá caído en una misión del gobierno fascista o habrá sido fusilado por colaborar con los partisanos? Las familias más ricas erigen allí sus monumentos, sus bustos, sus nombres grabados en piedra, como si sus muertos tuvieran más derecho a la duración que los ciudadanos más pobres. Pero tarde o temprano también terminarán siendo olvidados. Y los intentos de mantener viva la memoria de los seres queridos se fundirán en el subsuelo común que funde y mezcla los restos de todos los mortales.
El de Kinsky es un relato de duelo, pero en cierto sentido nos distrae del duelo, al perderse en descripciones del paisaje que atraviesan el dolor a color puro, como si fuese un diario de viaje escrito por una pintora paisajista: la tierra marrón claro y el azul fluvial contra el celeste sutil de las colinas, los verdes sauces y zarzas que según la caída de la luz o de la sombra hacen dibujos violáceos, balbuceantes en el horizonte. Una distracción a la que cada tanto se acoplan recuerdos y sueños del compañero perdido. Cada mañana la narradora se despierta y mientras espera a que el agua en la cafetera empiece a hervir, apoya las manos sobre el alféizar de la ventana y contempla ese paisaje que esperaba haber contemplado de a dos pero que la muerte había decidido que sería solo de una. Y cuando sus ojos se posan sobre las manos apoyadas en el alféizar, cree ver debajo de ellas las manos de su compañero, luciendo debajo de las suyas como una imagen de doble exposición. Luego sisea la cafetera, el café se derrama y sus manos vivas tienen que zafarse de esas manos fantasmales para apagar la cocina y retirar la cafetera del fuego, pero al quemarse cada vez de forma invariable comprende, a través del dolor, que no ha aprendido nada.
Sin embargo, algo ha aprendido. Ante el cadáver de un pájaro que le recuerda la imagen final de la cabeza de su pareja, escribe: “Qué minúsculos, qué inverosímilmente menudos parecen los seres cuando la vida los ha abandonado”.
Es un libro melancólico, pero no quise huir hacia adelante ni retroceder ante este humor, quizá porque me atrajo su comparación entre los lugares por los que uno pasó con las personas que uno amó y preguntarse si en ellas quedaron rastros de uno, así como en uno quedaron rastros de ellas. Porque hay una relación asimétrica entre ese afuera y este adentro.
Kinsky, traductora del polaco, el ruso y el inglés, reproduce un poema de Pasolini escrito en friulano:
“Lloro un mundo muerto.
Pero yo, que lloro, no estoy muerto“.
De todas maneras, hoy Pier Paolo Pasolini también es el nombre de un muerto. Está grabado en una placa sobre la calle Platina, en Cremona, ciudad en la que pasó algunos años del fin de su infancia. El nombre de un muerto y de un viviente, en poema e imagen. ¿Será que siempre estamos un poco vivos y un poco muertos? Hacemos el esfuerzo por recordar a quienes se fueron mediante palabras, sonidos o imágenes grabadas en piedra porque no sabemos hacer otra cosa con las personas que amamos, que admiramos, que respetamos. Para que sus nombres resuenen el máximo tiempo posible en la memoria. Pero también, como cantó Javier Martínez, de Manal, sabemos que “mi nombre no soy yo”.
Y cuando la extranjera que narra Arboleda se va de cada lugar, se siente aliviada de no tener nadie a quien le deba una despedida. Así evoca la condición en la que todos somos extranjeros –como reza la temática de este año en la Bienal de Venecia–, extranjeros en todas partes, extranjeros que pasan por el mundo como testimonios singulares de un inexorable destino colectivo de seguir viaje.
OB/DTC