Estoy releyendo un libro de Vivian Gornick que se llama, valga la redundancia, Unfinished Business. Notes of a Chronic Re-reader (algo así como “asuntos inconclusos: notas de una relectora crónica”). Es una colección de ensayos dedicados a libros que, por una razón o por otra, Gornick ha leído varias veces a lo largo de su vida. Terminan siendo, entonces, ensayos sobre la experiencia de releer, volver a pasar por el mismo lugar siendo una persona distinta. Algunos de estos textos hablan de libros que le gustaron mucho siendo adolescente y le resultado un poco más huecos leyéndolos de adulta; otros, de identificarse a cada lectura con un personaje distinto. Algunos más, de volver y una otra vez a un libro porque las preguntas que allí viven nunca dejan de persistir.
Pero lo que quería decir es que releer Unfinished Business es releer a Gornick en más de un sentido porque, como ella misma aclara en el prólogo, el libro contiene frases y párrafos enteros copiados de otros libros suyos (lógico: si una se mete con las lecturas que la han acompañado a lo largo de la vida es perfectamente natural encontrarse con que una ya ha dicho lo más importante que tenía para decir sobre ese libro en otro momento, y no vale la pena intentar inventarlo de nuevo). Y me encontré, entonces, con una idea que ella desarrolla en su libro El fin de la novela de amor.
Ese libro era una despedida a las grandes novelas de amor: no porque el amor ya no existiera; ni siquiera porque la experiencia del amor hubiera cambiado sustancialmente. Gornick despide en 1997, a pasitos del fin del siglo pasado, a las grandes novelas de amor, porque lo que cree es que el amor deja de funcionar como metáfora de la trascendencia. En Romeo y Julieta, pongamos, o en Ana Karenina, el amor no se trata solo del amor: se trata de conectar con la verdad de la vida en un mundo de gente preocupada por la convención y la apariencia.
En las grandes historias de amor de la modernidad enamorarse implica un compromiso con lo verdadero y lo necesario; un encuentro, además, que tiene un carácter final, la sensación de que se ha llegado a desentrañar el misterio y no hay una vuelta atrás de eso. Las grandes historias de amor del siglo XIX no hablan del desconcierto que deja el amor cuando se termina: ese es el gran tema del siglo XXI. Tampoco hablan de que una puede estar perdidamente enamorada y sin embargo no tener ningún secreto: ninguna idea de qué debería hacer con el mundo, o más humildemente, con su vida. La conciencia del siglo XXI de que el amor no termina para siempre con todos los problemas hace casi imposible, para Gornick, que volvamos a leer una novela de amor como las leía la gente hace 100 años: el amor, hoy, es solamente amor.
¿Cómo se narra entonces ese amor que es solamente amor? Se narra menos, eso es seguro: el amor como tema predomina mucho menos en la literatura y en el cine, por poner dos ejemplos que más o menos sigo, de lo que predominaba hace unas décadas. Sin embargo, nos sigue interesando, nos sigue importando, nos sigue fascinando; y entonces hace falta inventar las maneras; o reinventarlas; o tratar de que no se note que ya no se puede.
En la trilogía de Richard Linklater que empieza con Antes del atardecer se puede leer este cambio a lo largo de las entregas. En la primera, efectivamente, descubrir el amor es descubrir la vida; en la segunda, cuando Jesse y Celine se reencuentran, los obstáculos externos (las vidas de cada uno, las parejas que han formado) parecen interponerse en su amor, igual que en las grandes historias románticas. Es en la tercera, con dos protagonistas grandes, casados y cansados, que el siglo XXI irrumpe. Lo que se interpone ya no es el afuera sino el adentro: la sensación de que el amor no resolvió todos los problemas de la vida, o peor todavía, que los ha causado; o que el amor que todo lo daba y todo lo podía era ese de la primera película, y más valdría mandar todo el diablo y apostar a enamorarse locamente de vuelta que intentar sostener prendida una llama que ya no puede arder como el primer día. Hay gente que piensa que esta última película sobre un matrimonio agotado es una traición al espíritu de la primera. Para mí, en cambio, es un final perfecto.
Las dos series de mujeres millennials que marcaron el tono de las últimas décadas (Girls, de Lena Dunham, y Fleabag, de Phoebe Waller Bridges) resolvieron este tema de maneras diferentes. Girls intentó contar historias de amor que solo tenían en el centro a la neurosis: fueron honestas y sensibles, sí, pero menos épicas. Fleabag hizo algo de eso en su primera temporada, pero la que pasó a la historia fue la segunda, con la aventura amorosa más clásica de todas: el amor auténticamente imposible entre una chica y un cura, como Camila y Ladislao. Más viejo que la escarapela, que también te puede hacer llorar en el contexto adecuado.
En las últimas semanas vi dos comedias románticas que se enfrentaron a ese desafío: Envidiosa, por un lado, con el protagónico de Griselda Siciliani, y Nobody Wants This, con Adam Brody y Kristen Bell.
Nobody Wants This cuenta la historia de amor entre un rabino y una gentil. Es una comedia bárbara, fresca y efectiva: igual que la temporada del cura de Fleabag, no se siente vieja, porque está llena de encanto, y entonces el atajo de armar la imposibilidad a través de uno de los pocos sectores del mundo que mantienen trabas premodernas (la religión organizada) se siente más como un chistecito que como una reliquia venerable.
Envidiosa, por su parte, hace algo inteligente: inventa, de alguna manera, un amor imposible entre el personaje de Griselda Siciliani y el muchacho humilde que encarna Esteban Lamothe, pero no porque efectivamente hoy haya algo prohibido en salir con un tipo que no tiene plata. De hecho, todas las amigas de Vicky (Siciliani) le dicen que le dé una chance: es ella la que tiene en la cabeza la imagen de un marido acomodado que puede acomodarla a ella en una casa de country, y es esa imagen la que conspira contra su propia felicidad. Me parece una buena transa, un buen cálculo: vestir de externo un obstáculo interno para hacerlo más fácil de contar sin perder del todo el verosímil.
Me sigo preguntando, igual, sobre cómo narrar esos problemas de amor contemporáneo que no tienen nombres propios ni explicaciones claras; si se puede armar algo que nos divierta con esos problemas intangibles; si nos cuesta hacer entrar a la masividad esos problemas intangibles por una cuestión narrativa o si realmente son demasiado aburridos y exasperantes para hacerlos entrar en algo que nos tiene que dar alguna suerte de satisfacción; algo que termine bien o que termine mal, pero que termine, y que para eso tiene que haber empezado; algo que se sienta verdadero, como se sentía el Amor con mayúsculas de las historias de otra época (o de las películas de otra época, más bien), y no un borrador en lápiz cobarde como a veces pueden sentirse las historias que sí nos toca atravesar en nuestras vidas chiquitas.
TT/MF