¿Aumentó la violencia durante la pandemia? Esta pregunta, en apariencia sencilla, nos convoca desde hace meses. Diremos, para cubrirnos, que es un interrogante imposible de responder en pocas páginas. Trataremos, por el contrario, de trazar un mapa preliminar de lo que sucedió con ciertas violencias en poblaciones vulnerables en el devenir de la pandemia.
En primer lugar, en las entrevistas que realizamos se manifiesta una coincidencia sobre el incremento de las violencias de género e intrafamiliares desde el comienzo de la pandemia. Aquí cabe señalar que aún no contamos con datos certeros disponibles que nos permitan confirmar este incremento. Sin embargo, esta idea surge con recurrencia entre nuestros interlocutores. Una suerte de verdad sin discusión en donde coinciden actores sociales diversos (policías, funcionarios, militantes sociales, vecinos, entre otros). Sobre este punto aparece algo interesante para el análisis: ¿Hay más violencias de género o cambió la sensibilidad para con prácticas recurrentes? Nos animamos a sostener que la construcción de una categoría moldea sensibilidades y que, sin duda, formatea la interpretación de prácticas que siempre existieron pero que antes no eran interpretadas en esa categoría.
En esta línea, es muy sugerente considerar las explicaciones sobre este incremento. Sin justificar las violencias, los entrevistados sostienen como argumento central que las convivencias obligatorias agudizaron los conflictos existentes y, con ello, resoluciones muchas veces violentas. Aquí entonces cabe preguntarse por la intensidad de las violencias: si bien no resultan novedosas, se identifica un cambio en su intensidad y recurrencia y nos obliga a pensar no sólo nuevas preguntas, sino también en otras formas de intervención y prevención.
Por el otro, cabe decir que el accionar de las fuerzas de seguridad para con estas poblaciones - en su mayoría pobres, migrantes, trabajadores informales, trabajadores sexuales- no cambió sustancialmente con el devenir de la pandemia. Las rutinas policiales con las poblaciones vulnerables, que a riesgo de simplificar, podemos sintetizar en una combinación de prácticas de ausencia/hostigamiento, continuaron patrones preexistentes a la pandemia. Nuestros interlocutores sostienen que las fuerzas de seguridad no están cuando se las necesita, que no acuden a los llamados del 911 y que no intervienen para prevenir los delitos que sufren en abundancia. Por el contrario, algunos de nuestros interlocutores, los más jóvenes, dicen que la “gorra” está solo para maltratarlos, “verduguearlos”.
Respecto al accionar de las fuerzas de seguridad es importante mencionar las temporalidades que la pandemia impuso. Un primer momento, entre abril y mayo del 2020, donde las fuerzas de seguridad fueron, en palabras de los entrevistados, celosas de las aplicación de las medidas de aislamiento y otro momento, que algunos identifican desde mediados del 2020, cuando regresaron a sus rutinas de ausencia/hostigamiento. Cabe decir que por diferentes razones las medidas de aislamiento eran de muy difícil aplicación para las poblaciones vulnerables; el “quédate en casa” es casi imposible cuando la informalidad laboral y déficit habitacional ordenan la vida cotidiana. Una vecina nos decía, para dar cuenta de la inviabilidad del aislamiento, “la vereda es mi patio”.
Para dar cuenta de las continuidades de los patrones de policiamiento, y sin la intención de justificar y/o naturalizar prácticas abusivas, diremos que, según los datos analizados, no se identifica un incremento de la violencia policial para con los habitantes de barrios vulnerables desde el comienzo de la pandemia. Allí las prácticas de policiamiento, por momentos más intensas y ciertamente dirigidas especialmente a los jóvenes varones, mostraron también patrones de continuidad (que incluso podemos observar en casos recientes como el asesinato de Lucas González, de 17 años, por parte de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires en noviembre 2021).
Para finalizar, cabe una reflexión. Las violencias interpersonales se mantuvieron relativamente estables en la pandemia -en el 2020, respecto al 2019, aumentaron un 3,8% los homicidios dolosos en el país y disminuyeron un 7,7% las lesiones dolosas-. La estabilidad, en un contexto de deterioro extremo de las condiciones de vida que supuso la pandemia, y las medidas de aislamiento nos obligan a repensar las relaciones que tantas veces se conjugan prejuiciosamente entre pobreza y violencia. Pero, más allá de la necesidad de desmontar prejuicios, se vuelve, también, necesario analizar los vínculos entre la emergencia de diferentes tipos de violencias y las condiciones sociales que la moldean.
En esa línea, señalamos que las formas de organización comunitaria - redes que es importante destacar son en muchos casos previas a la pandemia- permitieron montar en tiempo récord una red de distribución de alimentos y de bienes básicos para la reproducción de la vida cotidiana. Articuladas mayoritariamente por mujeres, la red de distribución de alimentos y de elementos de higiene resultó central en los barrios para sobrellevar los aspectos más duros de la pandemia (literalmente, pusieron comida en los platos). Con un espíritu similar, se destacan en las entrevistas menciones a redes de solidaridad y cuidado de mujeres en situación de violencia de género. Las redes comunitarias, a las apuradas, conservaron el tejido social que se degradó a pasos agigantados con la pandemia. Para las poblaciones vulnerables la mayor parte de las instituciones del Estado perdieron protagonismo durante la pandemia y la estabilidad -del plato de comida y de la regulación de las violencias- se forjó gracias al trabajo de las organizaciones y redes comunitarias. Concluimos, entonces: en la pandemia las manifestaciones de las violencias fueron las mismas que antaño, pero se reforzó la intervención policial como la cara más visible del Estado entre las poblaciones vulnerables.
EC/JG/IM