Había leído muchos comentarios, todos elogiosos, acerca de Drive my car (2021), de Rysusuke Hamaguchi. A veces no es a favor del objeto que venga con tanta expectativa. Igual, para compensar, leo también que fue la ganadora a mejor película extranjera en los Oscars de este año, una de cal, una de arena, pero esto no lo sé hasta después de haberla visto. También es cierto que no son tanto los buenos comentarios lo que me llevan a verla, sino la trama japonesa.
Dice, desde los títulos, que está basada en un relato de Haruki Murakami, que se llama igual que la película. Leo el cuento después y todo lo que está en él está en la película, pero en la película hay mucho más, cosa que me sorprende porque suele ser al revés. Pero, claro, lo de Murakami es un cuento de un par de páginas mientras que la película de Hamaguchi dura la friolera de tres horas que, sin embargo, acumulan.
Tanto en el cuento como en la película, los personajes están ensayando la obra Tío Vania, de Chéjov. En el cuento el protagonista, el señor Kafuku, es sólo el intérprete de la obra, en la película también la dirige. Se ha hecho famoso interpretando el rol de Vania y ahora lo convocan para hacer un montaje de la obra en otra ciudad, con actrices y actores japoneses, coreanos y filipinos. En su versión del Tío Vania entonces, cada unx habla en su lengua madre y el texto va escrito en japonés sobre una pantalla al fondo del escenario. Incluso contrata a una actriz coreana que es sordomuda para interpretar a Sonia, la sobrina del tío Vania en la obra, así que el monólogo final del “¡Hay que vivir!” es dicho en lenguaje de señas y es hipnótico porque entonces Hamaguchi le agrega una capa más a la obra al dejar a Vania sumido en el silencio, por más mucho que le estén diciendo que sólo se trata de vivir.
Es difícil, acaso imposible, sin duda infructuoso intentar contar la película acá, sobre todo en sus detalles o complejidad. Pero hay una escena en particular que a mi entender es la escena epifánica de la película, en la que todo se abisma, que quiero mencionar, de cuando la ficción o la representación dejan de serlo y atraviesan todo y están sucediendo en todos los tiempos y planos posibles, acaso así se sienta la catarsis, acaso sea algo así.
El protagonista, Kafuku, un hombre de alrededor de 50 años y la mujer que le conduce el auto que -sabemos- tiene 24, en la película llegaron hasta las montañas en alguna zona rural de HokkaidÅ. Ella le contó que es ahí donde dejó morir a su madre alcohólica y maltratadora al no rescatarla de los escombros de la casa de ambas cuando una avalancha las sorprendió. Esa historia no está en el cuento de Murakami. La escena es patética, en su sentido positivo, aquel vinculado al pathos del “empleo de recursos o temas destinados a emocionar fuertemente”; patética así. Está la conductora Misaki de pie en la nieve y mientras arroja flores hacia unos escombros de lo que habría sido su casa familiar, cuenta una historia rebuscadísima acerca de que ahí yace no sólo su mamá sino también su mejor amiga de la infancia que era un personaje entrañable que hacía su madre, que convivía en ella con la madre violenta y golpeadora. La historia es larga y bastante absurda, tiene algo de kitsch ese momento, esa historia ahí, ese hombre oyéndola. Pero al cabo de eso, el hombre la abraza, y es ese el momento transversal: se abrazan y dicen los textos del Vania, de la escena del Vania y Sonia. Kafuku tiene que decidir si también va a actuar la obra o si se va a suspender el montaje de la obra, él se estaba resistiendo a volver a interpretarlo. Así que son Vania y Sonia, al mismo tiempo que son Kafuku y Misaki, al mismo tiempo que son un padre y una hija que no fueron, porque a él se le murió la suya de pequeña, porque ella nunca conoció al suyo. Son, en la película, todos esos. Probablemente también sean, ya saliendo de la pantalla, la Misaki y el Kafuku del relato de Murakami. Y pero son, sobre todo, cualquier persona que se haya abrazado con amor y necesidad alguna vez. Son todxs, son cualquiera, son nadie. Son toda la gente del mundo, la que ya estuvo, lxs que estamos, lxs que vendrán alguna vez.
En un taller que doy está apareciendo mucho ese tema, en los materiales de la gente: la presencia de lxs muertxs, la convivencia con lxs muertxs de cada une, pero no en términos de duelo sino más bien todo lo contrario, en términos de integrar. A menos que duelo signifique integrar, que entonces sí. Pero como casi siempre duelo significa más combate que cualquier otra cosa, entonces no. Y sobre todo cuando escriben, una película, un libro, comienza a aparecer este diálogo con los que ya no están en el plano físico, como si se entrara en una dimensión mediúmnica sin nada de trance ni fantasía, tan sólo de convocar. Algo se desplaza y todo eso empieza a aparecer. De hecho, ni siquiera hace falta que el vínculo sea familiar: esxs que acuden pueden sencillamente acudir, por necesidad, por afinidad.
En el teatro es más vívido y más evidente en todo momento esto de la invocación. En cine a veces también, sólo que el cine padece casi siempre tener que parecerse demasiado a la realidad, a ese otro juego de roles y representación que llamamos realidad.
¿Qué es eso que se hace al representar? ¿Y qué al mirar, al ver representar, qué es eso que se hace, que se consigue? Entiendo que en la explicitación de las reglas, del acuerdo del ‘como si’ es que unx baja la guardia, el que encarna, el que observa, y entonces ahí se origina, se le da lugar al infinito, a la eternidad, en esa repetición de la repetición: esto está sucediendo una y otra vez, una y otra vez, este movimiento, este ritual, una y otra vez. Porque sino, ¿cómo se explica que sea tan implacablemente universal, lo de mirar vivir?
Hace muchos años leí algunos libros de Banana Yoshimoto. Había un relato que tomé de ella para que lo dijera un personaje en una obra de teatro, no recuerdo de dónde lo saqué, es probable que haya sido de su hermosísima novela Kitchen. En la historia, una chica moría en un accidente de auto. Y el novio, no pudiendo hacerse a la idea de su desaparición, comenzaba a vestirse con la ropa de ella y una amiga se enamoraba de él y de su dolor, de él vestido de mujer, aunque es probable que no la esté recordando bien, pero sí existía el accidente de auto y el muchacho dragueado y alguien que se enamoraba de su dolor y de él. Como para la obra había modificado el relato, entonces ahora se me mezclan todas las versiones. Pero la cosa es que en todas esas versiones estaba esto de la representación, del juego de roles, de ser varies al mismo tiempo, en superposición, como en el cuento de Murakami, y mucho más, como en la película de Hamaguchi. No tengo la menor idea de cómo se vinculan los japoneses con la representación, sé, sí, por lo que veo y leí, que muchas veces o casi siempre hay belleza, hay crueldad, hay disciplina, hay naturaleza, hay mucho mucho silencio, hay deseo, hay rigor. Hay presencia del pasado en el presente, de hecho, sólo hay pasado y presente, el japonés no conjuga verbos en el futuro, hay que agregarle una marca de tiempo a la acción para que quede claro que se está hablando de algo que -acaso- sucederá. ¿Qué dice de la mirada sobre el mundo, no conjugar verbos en tiempo futuro?
Los que vivimos, los que sobrevivimos, tenemos la obligación de hacerlo, la carga, el don, la posibilidad. De eso también habla Chéjov en Tío Vania, y Hamaguchi en su película, ni qué hablar.
En el monólogo final de la obra de Chéjov, la joven sobrina Sonia le dice a su tío “¿Qué se puede hacer? ¡Hay que vivir! Nosotros vamos a vivir, tío Vania. Viviremos una larga, larga fila de días, de prolongadas noches; soportaremos con paciencia las pruebas que nos envíe el destino y trabajaremos para otros ahora y en nuestra vejez, sin conocer el descanso. Cuando nos llegue la hora, moriremos sumisamente y allá, en el otro mundo, diremos que sufrimos, lloramos, que la vida fue amarga y Dios se apiadará de nosotros.”
Cuando Kafuku y Misaki se abrazan en la nieve, en la película de Hamaguchi, Kafuku dice:
“Los que sobreviven siempre piensan en los que han muerto, eso seguirá siendo así. Nosotros dos debemos vivir así. Y viviremos.”
Quién esté vivo, sobrevive y puede abrazar y estar triste, o amar y sonreir, esa es nuestra carga, ese es nuestro don, deber y poder vivir.
RP