Durante el momento del aislamiento más estricto por el COVID, en 2020 algunos comentaristas hablaron de una “malvinización” de la sociedad debido al espíritu colaborativo de la primera etapa del ASPO y a un supuesto avance del control estatal sobre nuestra vida cotidiana. Cuidarnos entre todos evocó, para estas voces, la gran movilización popular que se había producido durante la guerra de Malvinas.
Las palabras y los conceptos tienen historia. Es muy importante recordarlo cuando se cumplirán cuarenta años de la guerra de 1982, porque desde hace tiempo hay quienes plantean la necesidad de una remalvinización de la Argentina. El concepto tiene su opuesto: la desmalvinización: el abandono de la causa nacional, el olvido de sus protagonistas, o políticas denunciadas como contrarias a los intereses nacionales. De más está decir que quienes sostienen la necesidad de malvinizar se consideran los más idóneos para desempeñar esa tarea, así como poseedores de la verdad con la que cumplirían ese objetivo.
En su origen, el significado de la desmalvinización fue completamente diferente. En marzo de 1983, durante el último año de la dictadura militar, la revista “Humor” publicó una entrevista realizada por el escritor Osvaldo Soriano al sociólogo francés Alain Rouquié, que afirmó: “Quienes no quieren que las Fuerzas Armadas vuelvan al poder, tienen que dedicarse a ‘desmalvinizar’ la vida argentina. Eso es muy importante: desmalvinizar. Porque para los militares las Malvinas serán siempre la oportunidad de recordar su existencia, su función y, un día, de rehabilitarse. Intentarán hacer olvidar la ‘guerra sucia’ contra la subversión y harán saber que ellos tuvieron una función evidente y manifiesta que es la defensa de la soberanía nacional”.
Para Rouquié “Malvinas” iba a ser un Caballo de Troya mediante el cual los acusados por violaciones a los derechos humanos enfrentarían las críticas y, también, señalarían el acompañamiento social que el desembarco en las islas había tenido (y, por extensión, un apoyo social a la dictadura). En consecuencia, el gobierno democrático debía evitar que unas Fuerzas Armadas aún poderosas usaran dicha legitimidad y condicionaran al gobierno constitucional, sin renunciar al reclamo de soberanía que la guerra había comprometido.
Desmalvinizar, en su origen, significaba sencillamente quitarle un símbolo a los militares golpistas y a sus defensores. Pero esa idea circuló durante una transición en la que la dictadura reivindicó la gesta militar pero ninguneó o directamente persiguió a sus protagonistas conscriptos, mientras que el gobierno de Alfonsín relegó la visibilidad del tema ante las urgencias que la política del juzgamiento a los terroristas de Estado le imponía.
Así, las políticas de ocultamiento y persecución hacia los ex combatientes se prolongaron en la desatención de sus demandas más básicas durante los primeros años de la democracia, y la desmalvinización incorporó otros significados. Acallar la voz de las Fuerzas Armadas produjo la negación de la experiencia de guerra de los ex combatientes y el olvido de la guerra misma. Pero más profundamente, debido a su arraigada presencia en la cultura política argentina, la desmalvinización pasó a significar el abandono o la claudicación en la causa nacional de la recuperación de las Islas Malvinas.
La idea del abandono de la causa es el significado más fuerte en el presente, y lleva a formular la necesidad de una remalvinización. Desde 1982 las Malvinas pasaron de ser uno más entre otros símbolos nacionales a ser un sinónimo de la patria, casi la nación misma. Con la desagradable consecuencia de que ofrecen la posibilidad de trazar una línea entre quienes defienden los intereses nacionales y los que no. Y de manera medir quiénes son más o menos argentinos.
A cuarenta años de la guerra, ¿podemos hablar de desmalvinización? Sin duda que los primeros años de la posguerra fueron durísimos para los ex combatientes y sus familias. Pero algunas investigaciones, como la de Daniel Chao, muestran la variedad y cantidad de reconocimientos materiales y simbólicos nacionales, provinciales y municipales que acumulan desde el final de la guerra.
La reparación material y económica es tan importante como la llamada “reparación histórica”: el reconocimiento simbólico a la participación en la guerra. Los mismos ex combatientes y sus familiares señalan que de forma muy temprana, a escala local, los veteranos de guerra recibieron el reconocimiento de su pueblo. No faltaron tampoco gestos nacionales: el feriado del 2 de abril (vigente desde 2001); la presencia en la Ley de Educación de 2006 de la obligatoriedad de la enseñanza de Malvinas… todas señales de que la desmalvinización es más retórica que real. Más aún: la primera disposición transitoria de la Constitución Nacional, establece: “la Nación Argentina ratifica su legítima e imprescriptible soberanía sobre las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes (…) La recuperación de dichos territorios y el ejercicio pleno de la soberanía, respetando el modo de vida de sus habitantes, y conforme a los principios del derecho internacional, constituyen un objetivo permanente e irrenunciable del pueblo argentino”.
El panorama es más complejo en cuanto a las políticas concretas para la recuperación de Malvinas. Por eso es importante distinguir el uso de la idea de malvinización en la política interna, y pensar de otra manera y menos sectaria la tarea pendiente. Si pensamos en la política exterior, la urgencia de la política interna no permitió a Alfonsín mucho más que reparar el retroceso que la guerra produjo. Menem restableció relaciones con el Reino Unido e inició la llamada “política de seducción”. Los gobiernos kirchneristas pasaron de una relativa inercia inicial a transformar Malvinas en una bandera nacional, sobre todo desde 2012: abandonaron algunos de los acuerdos firmados en la década del noventa, y endurecieron el discurso sobre los isleños. El macrismo, con su vocación de “reinserción” en el mundo, subestimó el peso simbólico interno de la causa nacional. Sostuvo la identificación de los caídos enterrados en Darwin iniciada en la segunda presidencia de CFK pero otras medidas, como habilitar un vuelo a Malvinas desde Brasil con escala en Córdoba fueron vistas como “desmalvinizadoras” y entreguistas, en el marco de una política general de ajuste y endeudamiento.
La idea de la desmalvinización es tan eficaz como peligrosa en la política interna. En agosto de 2021 un grupo de diputados del Frente de Todos presentó un proyecto de ley para aplicar sanciones civiles y penales a los negadores y reivindicadores de la dictadura militar, los que menosprecien las medidas de salud pública por la pandemia o la perjudiquen con sus conductas, o desconozcan la soberanía argentina sobre las Malvinas. Que para los autores de la propuesta el pensamiento crítico sobre Malvinas sea equiparable a la negación de los crímenes de la dictadura evidencia tanto el peso del símbolo como la superficialidad del pensamiento político, siempre a la caza de efectos inmediatos.
A cuarenta años de la guerra de Malvinas el país está malvinizado: nadie se ha olvidado del reclamo, ni de los muertos, ni de los veteranos. ¿Qué es entonces esta alegada necesidad de remalvinización? Sencillo: la autopostulación de algunos actores políticos y sociales como custodios de la verdad y garantes de un argentinómetro a partir del cual medir el patriotismo y el compromiso de los demás. La búsqueda de una patente para ocupar espacios de poder en el Estado y desde allí condicionar y dirigir políticas. Un púlpito desde el cual predicar una religión nacional.
Si hay malvinizadores y desmalvinizadores, recibir uno u otro calificativo instala una peligrosa y excluyente división, sobre todo en el actual clima de intolerancia, la folklórica y funcional grieta para la que Malvinas tiene un enorme potencial polarizador. Una causa nacional, en un país en crisis y carente de referentes, refuerza los esencialismos. Por ejemplo, el hecho de que para algunos recuperar las islas funciona como el paso previo necesario para recuperar el país: una esencialización del territorio y del pasado que crea la ilusión de una “Argentina histórica” que puede ser reconstruida. Pero si esto fuera así, ¿para qué pensar una nueva? No obstante, malvinizar es un verbo que implica una acción, orientada por una idea de nación y de sociedad. ¿Qué Malvinas, para qué Argentina?
La advertencia temprana de Alain Rouquié a Osvaldo Soriano ya es irrelevante: los militares no son una amenaza. Pero sigue vigente en cuanto a una matriz de pensamiento nacionalista y excluyente que llevó no solo a la guerra en 1982, sino que había alimentado la matanza interna previa. A cuarenta años de la Guerra de Malvinas, un país que hizo de la memoria y la justicia los ejes de la reconstrucción democrática debería estar atento a los peligros de discursos esencialistas y estigmatizadores que construyen una idea de pertenencia basada no en la apropiación crítica del pasado, sino en la obligatoriedad de un dogma de la argentinidad, del que no es posible apartarse so pena de sanción. Nada hay más colonial que imponerle el pensamiento propio a otro.
Lamentablemente, con el paso del tiempo el incipiente proceso de introspección moral y autocrítica social y política que fue visible en la inmediata posguerra fue desplazado por los relatos simplistas y maniqueos que no permiten la reflexión sobre cómo seguir adelante en la reivindicación de la soberanía argentina sobre las islas.
FL