Análisis

Alberto, un presidente que se quitó la palabra y quedó como testigo de su propio mandato

11 de septiembre de 2022 00:01 h

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Alberto Fernández había cumplido funciones en los tres gobiernos de mayor peso de la democracia (Alfonsín, Menem y Kirchner), cuando se vio a sí mismo, inesperadamente, al frente de la boleta presidencial del Frente de Todos, en 2019. Pese a su largo trajinar por los despachos de Casa Rosada y su carta credencial como articulador de protagonismos ajenos, este porteño peronista progre encontró oxígeno en un sistema más bien sofocante.

Los años precedentes ayudaron a la reinvención de Alberto. Las enormes dificultades de Cristina para administrar la “década ganada” y el lacerante terraplanismo tomador de deuda externa con Macri dieron paso a un abogado de la UBA, nacido y criado en Paternal, hincha de Argentinos Juniors, no cheto, no arrebatado, sin vínculo conocido con mesas de dinero ni revoleadores de bolsos en conventos, ni offshores en Panamá, amigo de Héctor, enemigo de Mauricio, oído atento de Paolo, afectuoso con Estela y Taty, admirador de Alfonsín, oyente de Aliverti, solidario con Milagro, interlocutor de Gildo, visitante de la Embajada, lector de Página 12, conversador con Van der Kooy, guitarrista, dueño de Dylan y padre de Dizy. Podía salir bien.

Nadie debería asumir las encuestas como predictoras del futuro, pero el cuadro que describe a Alberto con una debilidad irremontable es coincidente en casi todos los estudios de opinión. El tiempo dirá si vuelven a desacertar. Por lo pronto, parece nítido que la suerte electoral de cualquier opción asociada al oficialismo peronista está atada a que Sergio Massa alcance a construir un puente hasta 2024, cuando se supone que la potencialidad exportadora de los recursos energéticos calmará la saciedad de dólares de la economía.

La vicepresidenta reina en la cima del Monte Peronista y tiene la calle. El ministro de Economía plenipotenciario se reconstruye como Mostaza, paso a paso, y cuenta con el arco de respaldo que va del trumpista del BID Mauricio Claver-Carone al Cuervo Larroque. El diálogo entre la vice y el ministro poda las tendencias naturales de una y otro. En ese escenario, el Presidente quedó con un timón en la mano desconectado del mecanismo de rotación.

Traspiés lapidarios, logros sin relato

¿Alberto hizo todo mal? ¿Es el peor presidente de la historia, como tuitean en mayúscula los cambiemitas atormentados o adoctrinados por Bullrich y Milei? ¿Hay que arreglar el “desastre” de los primeros dos años, como sentenció Máximo Kirchner?

Existe una trama no pública, alejada de la desmesura del on the record, en la que políticos y funcionarios de distinta procedencia dialogan y se permiten ponderaciones razonadas: “Con estos mismos resultados económicos y otra conducción política, la candidatura a la reelección del presidente estaría fuera de duda”. La reflexión pertenece a una fuente de diálogo cotidiano con Horacio Rodríguez Larreta. “La inflación es la primera preocupación en todo el país y un enorme condicionante para el Gobierno, pero es evidente que la economía se está moviendo”, dijo esta semana la voz que trabaja para un Ejecutivo de Juntos por el Cambio en 2023.

La recuperación de la caída económica de la pandemia e, incluso, el crecimiento con respecto a 2019 no tuvieron lugar en muchos países. Algunos gobiernos prevén revertir el retroceso de los años del coronavirus en un bienio o un trienio, si es que la guerra de Ucrania no agrava la recesión. Pero es un dato estadístico que las predicciones de los economistas, bancos y consultoras omnipresentes en los medios subestimaron los números macro de la Argentina desde fines de 2020. Alberto se lleva la marca del récord inflacionario que lima los salarios y del abismo que implica la endémica escasez de dólares en el Banco Central. Del alto crecimiento del PBI, que Néstor Kirchner definía en 2003 y 2004, en un contexto internacional mucho más favorable, como la “salida del infierno”, el Presidente no capitaliza nada.

Alberto se lleva la marca del récord inflacionario que lima los salarios y del abismo de la endémica escasez de dólares. Del crecimiento del PBI, que Néstor Kirchner definía en 2003 y 2004 como la “salida del infierno”, el Presidente no capitaliza nada

Alberto Fernández lidió con la deuda externa, una pandemia colosal y una guerra en el centro de Europa. Tiene que convivir con pantallas televisivas que atinan a justificar o a negar un intento de magnicidio filmado. ¿Emisoras de grupos de comunicación marginales? No, de los dos conglomerados con más audiencia, tradición y poder económico de la Argentina, que a su vez marcan la cancha y el tono de la oposición de derecha. Tres meses después de desatada la pandemia, la rebeldía conservadora organizó marchas contra la “infectadura” en rechazo a restricciones de movimiento más leves que las implementadas en otros países de América Latina y Europa. Intelectuales y otros personajes, algunos de ellos vistos como liberales de izquierda, denunciaron que una victoria peronista en 2021 “vaciaría la última gota de democracia”. Y durante todo este tiempo, las noches de Olivos transcurrieron con el sobrevuelo de la desquiciante oposición de Cristina, Máximo y La Cámpora. Del terraplanismo de la deuda y la fuga especulativa al terraplanismo del gasto sin control “porque la inflación es un fenómeno multicausal”.  

De error en error

¿Había margen para que, ante tamaños dislates, el abogado nacido y criado en La Paternal construyera su propio liderazgo sobre la base de un desarrollo sustentable con capacidad redistributiva? La sucesión de tormentas que enfrentó es excepcional para un solo período de Gobierno, pero el Presidente se encontró con un obstáculo determinante para afrontar el desafío: él mismo.

De Alberto hablan mal funcionarios y dirigentes de todo el arco político, con mayor o menor desprecio, frustración o comprensión del momento. Entre los críticos se encuentran —a veces con una enjundia poco elegante— los propios: denominados “albertistas” o peronistas que se habían entusiasmado con la idea de que el porteño progre con miles de cafés compartidos con el círculo rojo se las ingeniaría para dar vuelta la página.

Algunos de los caídos por el bullying del cristinismo se refieren con más inquina al Presidente que a la vicepresidenta. Perciben que la procrastinación superó todo límite y que, a la hora de la verdad, su jefe los abandonó. No sobraron arrojo y brillantez en las mesas chicas albertistas. Un comprensible desánimo se apropió de aquéllos que hoy se rinden ante la evidencia de que la máxima del Alberto precandidato sigue vigente: sin Cristina no se puede. En el equipo decisorio del albertismo sobraron, eso sí, arribistas que hoy son peronistas y mañana pondrán una consultora. Pobre densidad conceptual para afrontar desafíos tan agudos.

El candidato del Frente de Todos cumplió el papel asignado en 2019. Extendió los límites del cristinismo y supo jugar de visitante en territorios vedados, como estudios televisivos cuyos conductores, propaladores de whatsapps de Marcos Peña y de dictámenes de la mesa judicial, quedaron absortos ante la primera contradicción recibida en años. El Presidente del Frente de Todos fue otro. Se refugió en versículos pronunciados ante medios afines, más destinados a contener la crítica cristinista que a trazar el eje argumentativo de su Gobierno.

Cristina reina en la cima del Monte Peronista y tiene la calle. El ministro de Economía plenipotenciario se reconstruye como Mostaza, paso a paso, y cuenta con un respaldo que va del trumpista del BID Mauricio Claver-Carone al Cuervo Larroque

Hay porteños que se sienten progres y son a la vez propensos a la avivada, rápidos para exigirle al resto lo que ellos no están dispuestos a hacer. Alberto fue uno de ellos al festejar el cumpleaños de su pareja en el invierno de 2020, cuando hacerlo era ilegal e imprudente para la vida del prójimo. Con esos contertulios, se habrá aburrido de lo lindo en esa noche inolvidable. 

De la necesaria ejemplaridad, a la cúspide de la vulgaridad. Casi en simultáneo, el Presidente de uno de los países más importantes de América se transformó en el diletante mediopelo que versaba sobre argentinos que salieron de los barcos y da vergüenza ajena completar la frase.

Cuando esos errores hiperviralizados deslegitimaron gravemente la palabra presidencial, Alberto Fernández ya había tendido la alfombra roja y prestado las luces al único de sus rivales de JxC al que le sobraba presupuesto y vidriera propia para construir una candidatura presidencial. Durante meses cruciales, el “amigo” Rodríguez Larreta se dejó invitar a casa ajena para mostrar la faceta de gestor en la que invierte un discurso tan pulido como millonario. Los salmos de agradecimiento ante semejante mal cálculo pueden ser escuchados por cualquiera que se acerque a un templo larretista.

No supo, no quiso, no pudo

Una deuda legada por la alianza PRO-UCR-Coalición Cívica que será pagada por varias generaciones y una caída de diez puntos de la economía producto de una pandemia que se da una vez por siglo abren interrogantes sobre la profundidad y la ruta de los cambios factibles para redistribuir el ingreso y recuperar el crecimiento perdido una década antes. Limitaciones financieras, una derecha envalentonada y sobrefinanciada y demandas sociales urgentes delimitan el rumbo de quien sea.

El tiempo en la política argentina adquiere con frecuencia una velocidad vertiginosa como para concluir un balance sobre el proyecto presidencial de Fernández, cuando resta un año para la elección de su reemplazante, si es que él no es el competidor oficialista.

Hay elementos del ciclo Alberto para apuntar en el haber, que el tiempo ayudará a valorar. Mejora en el financiamiento de la ciencia, respuesta sanitaria ante la pandemia, recuperación de la producción en Vaca Muerta a precios mucho más sostenibles que los establecidos por el macrismo, reactivación de la obra pública sin que se conocieran prácticas sistemáticas de coimas o licitaciones armadas para socios y familiares de la elite gobernante, y políticas progresistas en derechos civiles y memoria histórica.

El mandatario peronista llevó a cabo una agenda exterior multilateralista (sí, es cierto, sedujo a Vladimir Putin para tener que dar marcha atrás a los diez días) y latinoamericanista. No se tentó con escalar la pelea con Jair Bolsonaro y designó como su representante en Brasilia al único político capaz de sosegar a ese temible hombre armado. El Gobierno de Alberto supo tomar distancia de Nicolás Maduro, condenó en repetidas oportunidades al régimen de Daniel Ortega, contribuyó a restaurar la democracia en Bolivia, no omitió pronunciarse sobre los abusos del presidente uribista colombiano y, todo ello, sin caer ni en la indignidad tilinga e inútil de hacer los mandados para Washington ni en la rebeldía antiimperialista impropia para un país con las necesidades y la importancia geopolítica de Argentina.

El séptimo presidente electo de la democracia pudo haber trazado un rumbo más preciso y valiente en diciembre de 2019 o pocos meses después, cuando su popularidad se había disparado por la pandemia. Habría restado margen tanto a aventureros del gasto público infinito como a poderes concentrados que, se sabía, iban a intentar doblegar al Gobierno en cuanto pudieran. Pudo haber reacomodado las piezas en marzo de 2021, cuando funcionarios de La Cámpora en la Secretaría de Energía bloquearon un aumento de tarifas de servicios públicos para reducir subsidios a millones de familias con alto poder adquisitivo. También perdió esa ocasión y agravó los problemas fiscales de su administración para terminar implementando aumentos mucho mayores dieciocho meses más tarde. La intempestiva renuncia de funcionarios ordenada por Cristina, en septiembre de 2021, tras la derrota en las PASO, o el acuerdo con el FMI, en el verano de 2022, cuando Máximo y la vicepresidenta se dieron cuenta de que había que defaultear una deuda de US$ 45.000 millones, fueron instancias en las que Alberto mostró su falta de estatura para fundarse como líder político.

El Presidente evitó tomar decisiones y dejó que el mero paso del tiempo hiciera lo suyo. El lugar que le tocó es el de un testigo privilegiado del último tercio de un mandato que, para él, en más de un sentido, terminó. 

SL