Forzado por la peor paliza electoral que recibió el peronismo unido en mucho tiempo y acorralado por la puesta en escena de una Cristina Fernández de Kirchner que estaba dispuesta a quemar las naves, Alberto Fernández decidió finalmente reaccionar y salir hacia adelante. Dejó de lado el vicio del docente que pensaba en un largo plazo del que no disponía y pretendía formar en política a un gabinete amateur integrado por funcionarios de generaciones que nunca habían tocado el fuego de la crisis. Apeló a profesionales del poder criados en la escuela del peronismo, guerreros incombustibles de un largo pasado, rechazados por la oposición que va del arco de Juntos hasta el progresismo oficialista. No son ministros que se distingan por su simpatía sino por una doble condición: su experiencia de gobierno y sus múltiples relaciones con factores de poder. Aníbal Fernández, las fuerzas de seguridad, la justicia, los gobernadores; Julián Domínguez, el Papa Francisco, el mundo del agronegocio y las terminales automotrices que conoció de la mano del SMATA; Juan Manzur, un grupo de mandatarios provinciales, la familia de los laboratorios, el sindicalismo de Carlos West Ocampo y Héctor Daer, empresarios poderosos como Hugo Sigman, Adrián Werthein, Eduardo Eurnekian, la familia Eskenazi, los herederos de Jorge Brito y el hotelero argentino que es mano derecha de Luis Almagro en la OEA, Gustavo Cinosi.
Nadie sorprende tanto como el ex gobernador “pro vida” de Tucumán, conocido en todo el país por haber ordenado una cesárea para una nena de 11 años que había sido violada en su provincia. Dueño de infinitas relaciones que trascienden la frontera y de un carisma que sus amigos gustan comparar con el de Carlos Menem, antes de la pandemia solía viajar a Nueva York, Los Ángeles e Israel para hablar ante la comunidad de negocios y cerrar contratos con empresas bélicas. En 2016, fue anfitrión de la primera visita del ex embajador de Estados Unidos Edward Prado a una provincia y del rabino norteamericano Abraham Cooper, director del Centro Simón Wiesenthal en Los Ángeles. Manzur cometió quizás el peor de sus pecados cuando en septiembre de 2018, con la crisis de Mauricio Macri ya muy avanzada, fue a la redacción de Clarín para sacarse una foto y decir lo que en el cuarto piso querían escuchar: “Ya está, terminó; el de Cristina es un ciclo político que está concluido”. A esta altura, después de haber condonado tantas facturas con el objetivo de volver al poder, la vicepresidenta perdona casi todo, excepto perder.
Se diga lo que se diga, el gabinete que armó Fernández apurado no da indicios de caminar hacia ninguna radicalización y genera indigestión entre los que abonan la ilusión progresista. Más bien, parece ser la aparición del peronismo real, dispuesto a avanzar en la defensa del Presidente y del poder. CFK seguirá siendo accionista principal y es posible que crezca su influencia pero la dirección del gobierno sugiere que se da un paso más hacia el pragmatismo. El gobierno tiene pendiente el acuerdo con el Fondo y, si los ministros cuentan con cierta autonomía, hay elementos que pueden abonar la tesis de que se intentará sellar un alto el fuego con el establishment.
La situación, sin embargo, es de lo más delicada. El Presidente tiene que salir del estado de debilidad en que lo dejaron, en un orden discutible, la crisis, sus propios errores, la derrota electoral y el protagonismo de Cristina. Antes que nada, revertir en 45 días hábiles el escrutinio social que derivó en la catástrofe de las PASO. Después, tratar de no volver a subestimar ninguno de los ítems que el gobierno tiene pendiente.
Se había dicho. Todo estaba atado al voltaje de la crisis. Publicitada como nunca antes, la tensión en lo más alto confirmó que la unidad del peronismo venía atada con alfileres y no alcanzaba para gobernar las restricciones múltiples. El gobierno de Fernández se autoconvenció de que lo hecho ante la pandemia era suficiente, abrió la economía en un año en el que el virus aumentaba su agresividad y decidió avanzar con la reducción del déficit fiscal, sin ofrecer paliativos de ningún tipo para una población que viene de larguísimos años de padecimientos. Pero Cristina vetó el acuerdo con el Fondo con el argumento de que no servía hacer campaña de la mano del organismo de crédito y el Frente de Todos quedó atrapado en sus diferencias.
Desordenado y sin el aval político de la vicepresidenta, el ajuste se hizo en el primer semestre sobre el gasto Covid y con la licuación de las jubilaciones y los salarios de los empleados públicos, pero el entendimiento con Kristalina Georgieva se demoró y el oficialismo terminó sin el pan y sin la torta. Sin mejorar los ingresos de la población, sin acordar con el FMI, sin los Derechos Especiales de Giro que se van a destinar a pagarle al Fondo en pocos días y sin el respaldo electoral de la mayoría que lo eligió hace apenas dos años.
De un padrón de 34.385.460 de personas votaron 22.765.590, el 66,21%. Valorada como positiva por el ministro Eduardo De Pedro, la participación fue la más baja desde el regreso de la democracia y es difícil atribuirla a una pandemia que, ahora sí, viene cediendo de manera constante. Si se tiene en cuenta que la cantidad de votantes fue un 10% menor al promedio de las últimas elecciones, se deduce que casi 3 millones y medio de personas que votan en forma habitual esta vez decidieron no hacerlo. ¿Quiénes son? ¿Por qué lo hicieron? Casi no hubo tiempo para que el gobierno se hiciera ese tipo de preguntas. La hipótesis más clara está ligada a los indicadores de pobreza y desigualdad. “Perdiste en todos lados, abajo y arriba. La única raíz común es lo económica”, dice un funcionario. “Los nuestros no fueron a votar”, apunta un intendente de la tercera sección electoral que perdió en su distrito. “No fueron para no votar en contra”, agrega un diputado que conoce en detalle la provincia de Buenos Aires. “Había una calma rara. Nadie preguntaba por las elecciones y los militantes nuestros estaban desganados”, suma otro intendente de la primera sección. “Confiamos en que desde lo político era imposible que vuelvan a votar a Macri. Pero cuando la gente terminó el encierro y salió a la calle, se dio cuenta que su salario estaba arruinado”, argumenta un ministro de los Fernández que todavía no sabe si se queda o se va.
La bala del voto castigo entró también en tierra de Axel Kicillof, donde la participación fue del 68,29% y Victoria Tolosa Paz obtuvo casi 2 millones de votos menos que los que habían reunido en 2017 las listas de Cristina ( 34,21%) y Massa (15,41%) con un total 4.680.880 electores. A eso se sumó la decepción que se expresó en las urnas a través del voto en blanco (372.368) y el voto nulo (132.782), 505.150 voluntades que decidieron no elegir nada cuando vieron el menú electoral.
Primera conclusión, forzada por la realidad: el voto que le dio la victoria al Frente de Todos es condicional y la paciencia social está agotada. “La gente tiene la mecha corta”, como dice un dirigente de movimientos sociales. Creer que hay algo más que una opción de coyuntura en el apoyo de las mayorías es confundir el diagnóstico y no advertir que, como afirman en el Congreso, el rechazo a Macri ya te lo pagaron en 2019: ahora te piden respuestas.
Finalmente, están las diferencias públicas que el FDT mantuvo en las previa a las PASO en temas como el de la seguridad y la ausencia de un jefe de campaña nacional, una función que en 2019 cumplió a su manera el propio Alberto, que pasó de operador de Cristina en todo el país a candidato presidencial. A las dificultades del oficialismo para interpelar al votante y a la consigna voluntarista de “la vida que queremos”, se le sumaron otras fallas que notaron lejos de Buenos Aires. “Antes me llamaban 17 veces en un día de elección para saber cómo venía y qué necesitaba. Ahora nada, están ensimismados”, afirma un gobernador de los pocos que ganó. La cúpula del oficialismo caminó hacia septiembre encerrada, en una charla endogámica donde la única idea común era la de denunciar el accionar opositor.
Para sacarle el cuerpo a la derrota como afirman sus detractores o para impedir que se repita como dice ella, Cristina decidió dejar claras las diferencias en cadena nacional: los Fernández llegaron a las PASO sin resolver el malentendido con respecto a la extraña sociedad que constituyeron en mayo de 2019. A la anomalía de origen, en la que un presidente nace del dedo de su vice, se le suma la falta de claridad en el funcionamiento del FDT en el poder y la imposibilidad de ponerse de acuerdo entre los dos figuras. No es apenas una cuestión de formas o de temperamento: existen además trayectorias diferentes y hasta intereses contradictorios que, en los momentos bisagra, quedan de manifiesto. Lo dicen algunos que forman parte de la alianza pancristinista y conocen bien a todos los actores de la saga. “Hay un problema de urgencias. Lo que le sirve a Alberto no le sirve a Cristina. Alberto está debilitado y Sergio no tiene votos, resta. Entonces, el que más votos aporta es el que más perjudicado queda si esto se rompe y es el que tiene el mayor problema en el frente judicial”.
La vicepresidenta necesita revertir cuanto antes la derrota: no cuenta con otro soporte que los votos y no tiene forma de reciclarse en un esquema distinto. Massa, en cambio, exhibe vínculos con todo el sistema político y tiene a su íntimo amigo Horacio Rodríguez Larreta esperando, al otro lado de la polarización, con los brazos abiertos. El presidente de la Cámara de Diputados, que había sido promovido por voces amigas, como candidato a ocupar un superministerio se refugió en las últimas horas en el silencio, dio un paso atrás y actuó el rol de celestino entre albertismo y cristinismo. Esta vez, quizás como nunca, Sergio no está ansioso. Espera su oportunidad y deja trascender que no entiende la pelea en lo más alto. Nadie puede asegurar que los cambios de gabinete terminaron el viernes y Massa es de los que creen que viene otro escenario después de noviembre.
El Frente de Todos era un frente para la victoria y no estaba preparado para una derrota como las de las PASO. Por ahora, el acto reflejo obligado de todas las tribus es el impulso en busca de recortar la diferencia y llegar al lejano 2023 en condiciones de competir. Para eso deberán atravesar un océano de dificultades.
En el oficialismo están los que suponen que habrá dos etapas bien definidas. La primera empieza el lunes con la asunción de los nuevos ministros: se buscará combinar el blindaje de la autoridad presidencial con medidas para poner plata en el bolsillo hasta que llegue la hora de votar. Si Mauricio Macri, el populista de última hora, lo hizo para recuperar votos en 2019, es lógico que el peronismo lo intente, aunque eso lo torne más endeble desde el punto de vista de la macro, lo que le preocupa a Martín Guzmán. Se hará tarde lo que no se hizo a tiempo, por mezquindad, temor o error de cálculo. Según una de las consultoras económicas que asesora al PJ, el gobierno tiene posibilidad de destinar hasta 240 mil millones de pesos a fines electorales. Los números de Equilibra, por ejemplo, estiman que los nuevos bonos a jubilados, el refuerzo de los programas para el consumo representarían 150 mil millones extra, poco más de 0,5% del PBI.
Después de los comicios y en base a los apoyos que obtenga, el peronismo verá qué posibilidades tiene de salir adelante. Mientras agita el fantasma de una Cristina voraz, el mercado diseña una ruta hacia 2023 en la que el Gobierno avanza hacia el acuerdo con el Fondo con más gestos al establishment. Martín Redrado no perdió las esperanzas de ser ministro, aunque ahora -dicen- exige una serie de leyes para asumir la brasa caliente de la economía.
Nada está dicho pero algo parece claro: con fragilidad macro y fragilidad política, la radicalización tiene patas cortas y el Frente de Todos no muestra por ahora el músculo suficiente para tensar por demás con los soldados de Georgieva. La caída de las reservas que el Banco Central acumuló durante el primer semestre pondrá a prueba al gobierno ante la presión devaluatoria del mercado.
El FDT perdió capital político y llegó a un nivel de debilidad innegable con un sinfín de restricciones por delante. Para Cristina, lo peor era volver a un escenario similar al de 2013, el año que muchos evocaron en los últimos días puertas adentro, cuando el peronismo se partió, se inició el principio del fin y comenzó una temporada en la que la cúpula del kirchnerismo quedó arrinconada, entre los márgenes del sistema político y la cárcel. La situación ahora es peor desde todo punto de vista: Argentina tiene una deuda impagable, el Fondo está sentado a la mesa de las decisiones, se duplicó el nivel de inflación y la sociedad está muchísimo peor que hace 8 años. Si logra remontar este escenario y seguir con vida, el experimento de los Fernández se habrá reencontrado con la épica perdida, un posibilismo bastante parecido a la salvación.
DG