Déjenme imaginar un funeral del siglo XIX. La silueta enlutada de los asistentes se recorta sobre el prado verde, junto a la iglesia de piedra. El cielo está ahí nomás, recargado de grises. El viento sopla tranquilo entre los alisos. Un cuervo solitario grazna solo para completar el clisé. Bajo tierra hay un economista, David Ricardo; quien toma la palabra es otro, Thomas Malthus: «Nunca quise tanto a nadie fuera de mi familia—dice, intentando controlar la tartamudez—Nuestro intercambio de opiniones era tan desinteresado. Ambos buscábamos la verdad y nada más que la verdad. No puedo dejar de pensar que, si hubiéramos tenido más tiempo, tarde o temprano nos hubiéramos puesto de acuerdo».
No, nunca se hubieran puesto de acuerdo. Arrastraban historias de vida diferentes, razonaban de manera diferente, entendían al capitalismo de manera diferente. Como los duelistas de Ridley Scott, Malthus y Ricardo cruzaron las guerras napoleónicas peleando del mismo lado a la vez que combatiendo entre sí. De ese duelo salió una batería de ideas y actitudes que quizás aún nos sirvan en este tiempo de guerra, escasez y aceleración.
El enemigo del pueblo
El siglo XIX se ve bien sólo de atrás para adelante. En 1805, entre las guerras de Bonaparte, la reacción política y la pauperización obrera, los europeos podían sentir que los viejos buenos tiempos habían quedado muy atrás. El siglo XVIII había sido excelente: Europa redujo su mortalidad, aumentó su producción y expandió su comercio y colonias por todo el mundo. La vida de las personas mejoró gracias a innovaciones como las vacunas, la estufa a gas, la dentadura postiza o el sacacorchos. Ese optimismo empapó la obra de William Godwin, un iluminista que consideraba que los hombres podían vivir felices sin gobierno ni propiedad privada. Su esposa, Mary Wollstonecraft, incluyó a las mujeres en ese progreso. Pero su hija Mary sintió el temblor del nuevo siglo y escribió Frankenstein.
En la casa de los Malthus también hubo una grieta generacional. Daniel Malthus era un propietario de tierras con menos plata que cultura que leyó a Godwin y quiso compartir la buena nueva con toda la familia. En la otra punta de la mesa, Thomas, su hijo, lo miraba torvamente: era el segundo (quedaba fuera de la herencia) y había nacido tartamudo (quedaba fuera de las carreras militar y judicial). No tenía nada que festejar, así que destruyó a su padre con argumentos. Progresista hasta el final, Daniel estimuló a su hijo a que los escribiera y publicara.
La hipótesis de Malthus era que mientras la producción aumentaba aritméticamente (1, 2, 3, 4…), la población lo hacía geométricamente (2, 4, 8, 16…). El colapso era inevitable. Sus esperanzas eran peores que sus temores: «Los vicios de la humanidad son agentes de despoblación. Son los precursores de la guerra. Si esta fracasa en el exterminio, las epidemias avanzan y aniquilan a decenas de miles. Si el éxito sigue incompleto, una hambruna inevitable da el golpe de gracia y nivela a la población con los alimentos del mundo». Comprensiblemente, la primera edición del Ensayo sobre la población fue anónima. Pero fue un éxito y Malthus la reeditó dos veces, agregando datos nuevos y alguna fórmula matemática a sus conclusiones concebidas de antemano. Ya era un auténtico economista.
La gran apuesta
Las guerras habían distorsionado la economía. El precio del grano aumentó y con él, todos los precios. La industria y el comercio se estancaron: Bonaparte bloqueó el continente y Gran Bretaña se quedó sin mercado para sus manufacturas. En un manotazo desesperado, los británicos intentaron invadir la insignificante ciudad de Buenos Aires. No pudieron. Para 1812 la guerra seguía pero la producción agrícola comenzaba a recuperarse y los precios a bajar. Los terratenientes británicos controlaban el Parlamento e impusieron un arancel que mantuviera los precios altos. En las ciudades, patrones y trabajadores protestaron contra la medida. Malthus decidió participar del debate. Señaló que la industria está condenada a estancarse porque produce de más: la productividad aumenta sin cesar, sí, pero ¿quién va a comprar esos bienes? Los trabajadores ganaban una miseria y los capitalistas reinvertían todas sus ganancias (y así aumentaban aún más la producción). Solo la aristocracia terrateniente podía consumir más de lo que producía. De manera que los aranceles agrícolas estaban muy bien: mantenían la riqueza de la clase importante, los terratenientes, y limitaban el crecimiento de la industria excesiva. Y, quién sabe, quizás encarecer el pan también contribuía a reducir la población. Nadie iba a acusar a Malthus de progresista.
Es entonces cuando interviene David Ricardo. Otro hijo rebelde. Miembro de una familia sefardita dedicada a las finanzas, David se enamoró de una cuáquera y anunció su casamiento. Su madre le quitó la palabra, su padre lo desheredó. Pero David no era Kafka ni Freud: consiguió financistas y se dedicó a invertir en la Bolsa de Londres. A los 30 años era rico y se retiró al campo con Priscila, su esposa cuáquera. Allí se abocó al estudio y la política. Leyó a Adam Smith, comenzó a colaborar en un diario financiero y entró en contacto con Malthus. Y empezó el duelo. A la idea de sobreproducción industrial, Ricardo le respondió con la ley de Say: la oferta crea su propia demanda, el capitalista consume en el acto de invertir y emplea a gente que también consume. Cualquier sobreoferta es temporaria hasta que los capitales se acomoden. Por otro lado, criticó los aranceles agrícolas porque beneficiaban al campo, que era ineficiente, por sobre la industria, que era eficiente. En la medida en que los cultivos se expanden sobre las tierras menos fértiles, la productividad rural cae y los precios agrícolas suben, subiendo los costos de la vida obrera y de la producción industrial. Ese beneficio rural no es una ganancia fruto de una inversión, sino una renta fruto de una distorsión. Es injusta y reaccionaria.
Para Ricardo, la solución era abrir el comercio y que cada país se dedicara a lo que mejor hacía. La ventaja de Gran Bretaña era la industria, otros sabrán cultivar la tierra. Mientras tanto, muy lejos de allí, Buenos Aires perdía al Alto Perú y toda su riqueza argentífera. El fisiócrata Manuel Belgrano propuso dedicar las tierras al agro. Nadie lo tomó en serio. La de Ricardo, como la de Belgrano, era una gran apuesta: cuando el sistema se estanca hay que escapar hacia adelante antes que adaptarse a la decadencia. El siglo les daría la razón.
Animado por sus amigos, Ricardo expuso sus ideas en Principios de economía y tributación. Un libro que sentó las bases del estilo literario económico: abstracto, seco, tan carente de gracia que tenía que tener razón. Ricardo no publicó nada más: escribió cartas, discursos parlamentarios y unas anotaciones que hizo criticando párrafo por párrafo un libro de Malthus. «Sólo tenía unas pocas palabras más que decir sobre el tema del valor, y lo he hecho–escribió en su última carta en 1823–Y ahora, mi querido Malthus, después de mucha discusión, cada uno retendrá sus propias opiniones. Esto no afecta nuestra amistad. No podría agradarme más si estuviera de acuerdo conmigo. Le ruego que transmita a la señora Malthus los saludos de la señora Ricardo y míos. Atentamente, David». Murió dos semanas después.
No podían ser más distintos. Malthus era un hombre rural, intuitivo y reaccionario hasta bordear el nihilismo. Su Ensayo teje argumentos alrededor del sentido común agrario: no hay tierra para todos. Ricardo era un burgués liberal, sin alcurnia pero con city, más seguro de su inteligencia que de su ilustración. Sus Principios no tienen un solo rasgo erudito o literario, apenas un modelo teórico que busca mejorar al capitalismo con más capitalismo, aunque eso lo enfrentara a las propias clases altas. Llegó a justificar a los luditas: las máquinas en efecto perjudican al trabajador, pero a mediano plazo–acotó–generan riqueza para todos. Malthus estudiaba el origen y cantidad de la riqueza; Ricardo, su distribución. Malthus defendía a una clase; Ricardo a un sistema.
El capitalismo finalmente despegó y Ricardo fue admirado durante medio siglo, incluyendo a fans románticos como Karl Marx o Thomas De Quincey. Darwin, en cambio, se mantuvo leal a Malthus. Pero para 1871 los economistas se cansaron de discutir el valor, la renta y la mar en coche, y se volcaron a estudiar las decisiones individuales y la utilidad marginal. Nacía la economía moderna. Malthus, Ricardo y Smith pasaron a ser «clásicos». El siglo XX les dio una nueva oportunidad: Keynes y Emma Goldman reivindicaron a Malthus; Sraffa y el marxismo académico, a Ricardo. Un joven Ernesto Laclau usó el concepto de «renta diferencial» para explicar el auge y caída del granero del mundo argentino.
En medio de la crisis climática y las guerras por recursos naturales escasos, hoy es una tentación volver a Malthus y planchar a la humanidad. Por su parte, el liberalismo de Ricardo quizás suene obsoleto y antipático en la Argentina del Papa pero nos advierte que un emprendedor puede tornarse un rentista y nos disuade de adaptarnos a la decadencia. El duelo sigue: nosotros tampoco vamos a ponernos de acuerdo.
CC