Violaciones a los Derechos Humanos Perfil

Emilio Graselli, el monseñor de la dictadura que recibía familiares, armaba fichas y sigue en las sombras de la impunidad

El secretario del vicario castrense, Emilio Graselli, hace pasar amablemente a las dos mujeres que lo esperan en la iglesia Stella Maris. Es un hombre de confianza para los familiares -y más aún a los que profesan la fe católica- que buscan con desesperación a militantes políticos secuestrados por la junta militar. Las mujeres entran a una sala, se sientan y entonces le preguntan si sabe de Ricardo Darío Chidichimo, secuestrado el 20 de noviembre de 1976. Habían pasado apenas unos meses. 

-Si lo encuentran en esta lista, quiere decir que está muerto –responde el secretario, sin preámbulos.

Graselli, imperturbable, acerca una hoja con nombres y cruces rojas. Las dos mujeres miran con detenimiento pero no lo encuentran. Entonces el sacerdote se cruza de brazos, las saluda con cortesía y les desea suerte. Promete efectuar averiguaciones. 

Las dos mujeres eran la madre y la hermana de Cristina del Río, esposa de Chidichimo y testigo presencial de su secuestro. Se retiran en silencio. No piensan jamás que, al pedirles sus nombres y documentos, el sacerdote al que se habían acercado buscando la contención que no podían obtener de otro modo, en realidad las estaba marcando en su fichero personal. 

Cuarenta y cinco años después, el nombre de Emilio Graselli vuelve a estar en el centro de la escena en un juicio de lesa humanidad. Su rol sombrío durante la última dictadura fue nuevamente recordado en la audiencia 37 del denominado juicio “Brigadas”, donde se agrupa a los centros clandestinos que funcionaron en las brigadas de investigación policial de Banfield, Quilmes y Lanús. En dicha audiencia, las declaraciones testimoniales de Florencia Chidichimo -hija de Ricardo- y Cristina del Río evidenciaron lo que, desde hace décadas, los organismos de derechos humanos vienen reclamando: la urgente indagatoria de Graselli para que explique, con sus propias palabras, la estrecha colaboración de la jerarquía eclesiástica con la dictadura. 

No es una novedad. Graselli es figurita repetida en los testimonios de víctimas por crímenes de lesa humanidad, aunque nunca se ha sentado en el banquillo como imputado. En un par de ocasiones, citado por la justicia, declaró solamente como testigo. “Para nosotros resultó un testigo reticente”, había dicho en una de esas oportunidades Pablo Llonto, abogado querellante de las causas de San Martín. “Evidentemente hay cosas que sabe y no cuenta. Lo acusamos por falso testimonio”. 

Hace unos años, en rigor, se inició una causa en Comodoro Py -a cargo del juez Julián Ercolini- que investiga hechos que lo incriminan como posible entregador de una lista negra y por su participación en secuestros y desapariciones: la misma, según fuentes judiciales, se encuentra sin demasiados avances. El fiscal Federico Delgado pidió indagarlo en dos oportunidades -2014 y 2016-, pero no tuvo respuesta. Los organismos temen que, si su causa continúa cajoneada en un rincón, su caso se convierta en otro exponente de la impunidad biológica. 

Mientras tanto, en el actual juicio “Brigadas” se lo sigue mencionando asiduamente. “El debate tiene un ritmo muy lento, tenemos tres jueces que son subrogantes y estamos en etapa de testimoniales -dice Guadalupe Godoy, abogada querellante-. Entonces avanzamos solamente con una media jornada semanal y los testimonios se suspenden, se cortan”. El juicio concentra una causa demorada durante casi una década y cuyo eje es el circuito conocido como Los Pozos, núcleo de la represión ilegal en la zona sur del Conurbano. Son tres voluminosos expedientes con 18 imputados -entre ellos, una vez más, Miguel Osvaldo Etchecolatz, que esta semana ante el comienzo de un nuevo proceso en su contra, acusó a los jueces de “violar sádicamente la Constitución” y se negó a declarar-, 443 víctimas y 400 testigos, divididos en Pozo de Banfield, Pozo de Quilmes y El Infierno. Los mismos funcionaron como puntos paradigmáticos de los 230 centros clandestinos del Circuito Camps en Buenos Aires. 

En su declaración en la audiencia 37 del juicio, Florencia Chidichimo calificó la búsqueda de su padre como “tortuosa”. Explicó que sus abuelos y su madre iban consiguiendo reuniones con distintas personas para averiguar algo sobre él. Una fue en Campo de Mayo, otra con Emilio Graselli. Sobre este último señaló que pasados los años fue a buscar un informe de dicha reunión, donde aparecen “unos números que señalan los grupos de tarea que participaron en los secuestros”; el de su padre coincide con el de Jorge “El Abuelo” Congett, militante político de La Matanza secuestrado el mismo 20 de noviembre, sólo unas horas antes. “Me parece significativo esto. Porque es bastante críptico y demuestra que era un plan sistemático”, sugirió Florencia, en su calidad de hija de un detenido-desaparecido. 

“En ese momento no existía la condición de desaparecido. A Ricardo lo buscábamos a disposición del PEN, en los regimientos, en las cárceles. No podíamos concebir que no iban a aparecer, eso fue muy difícil para los familiares”, declaró a continuación Cristina del Río, quien rememoró que su pareja, Ricardo Chidichimo, había empezado su militancia en la Iglesia del Tercer Mundo y luego fue militante de la Juventud Universitaria Peronista y de Montoneros. Era meteorólogo, trabajaba en el Servicio Meteorológico Nacional y fue referente estudiantil de la Facultad de Exactas de la UBA. Cuando terminó sus estudios, comenzó a militar en La Matanza en la rama política de Montoneros, al mando del Partido Auténtico. Después de su secuestro en manos de la dictadura militar, la familia de Cristina del Río se acercó a Emilio Graselli, a quien conocían como “monseñor”. Lo respetaban porque se decía que era un sacerdote que tenía contactos para llegar a los altos mandos de la junta. 

Según datos de la Comisión Provincial por la Memoria (CPM), Grasselli tenía registrados en aquella época varios nombres en fichas que, durante años, rellenó con datos de desaparecidos. En 1976 era capellán del Ejército y como secretario del vicario general castrense Adolfo Servando Tortolo recibía a familiares que hacían larguísimas colas en la capilla Stella Maris, pegada al Edificio Libertad. Desde ese cuartel general construyó un fichero en el que reunió unas 2077 fichas. Allí aparecen, entre otras, Chicha Mariani, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo, que fue a encontrarse con él a fines de 1977 por la desaparición de su nieta. 

“Lo fuimos a ver con mi marido, quien volvió especialmente de Italia para esa ocasión. La entrevista fue dentro de la Iglesia Stella Maris. Graselli estaba sentado frente a un escritorio y sobre éste había un fichero.  Mientras le iba relatando lo que había sucedido con Clara Anahí, el sacerdote prestaba mucha atención y hacía preguntas. Lo noté muy interesado y se mostró comprometido en ayudar a encontrar a la nena. Nos dijo que hace poco había colaborado en recuperar a dos hermanitos y los entregó a sus familiares. Al finalizar, anotó algo y luego lo guardó en un fichero que tenía en su escritorio. Volvimos al mes y lo notamos nervioso. Dijo que habíamos tardado mucho en volver,  que ya no podía devolver a la nena porque estaba muy bien ubicada en un lugar con mucho poder y que estaba bien ubicada. Tenía muchas esperanzas en que Graselli me iba a ayudar, pero después del segundo encuentro me fui muy angustiada”, fue la extensa declaración de Chicha en un juicio de lesa humanidad en La Plata. 

“En el peregrinaje de los familiares era una constante la visita a Graselli. Por eso desde que arrancaron los juicios de lesa humanidad se lo sigue mencionando tanto, ubicándolo en ese rol de sacerdote atento, comprometido y generoso. Con la nueva declaración de los familiares de Chidichimo, se refleja más que nunca la necesidad de indagarlo y que explique el uso que le daba a su fichero”, remarca la abogada Guadalupe Godoy. 

Los testimonios marcan que Graselli nunca tenía problemas en recibir a nadie. Algunos familiares volvían más de una vez. Hay quienes dicen que, incluso, tenía conscriptos que lo ayudaban a buscar en los ficheros. La base documental de las fichas fue informada al juez Ercolini por la CPM, con un equipo técnico a cargo de Claudia Bellingeri. “Pudimos comprobar que Graselli armaba las fichas y presentaba al vicario con frecuencia semanal los nombres y documentos de las personas. Pensamos que esa información llegaba a manos de los primeros comandantes y del Ministerio del Interior. Graselli les decía a los familiares que las gestiones las hacía el vicario. Pero él se ofrecía como nexo”, explica Bellingeri. 

Se cree que Graselli usaba su fachada de sacerdote preocupado por los familiares para, en las sombras, engañarlos y pasar información confidencial a sus jefes. El armado del fichero, en efecto, da cuenta de una maniobra sistematizada en el interés de registrar la información y la circulación de los datos, como si fuera un burócrata eficiente y ordenado. La iglesia Stella Maris funcionaba, además, como una suerte de mesa chica. Era un espacio de reunión donde se reunían los capellanes de las tres fuerzas armadas con otros personajes emblemáticos como el provicario castrense Victorio Bonamín, que defendían enfáticamente a la dictadura desde una perspectiva ideológica. 

Las fuerzas armadas no podían llevar adelante sus tareas represivas sin la colaboración en sus filas de funcionarios eclesiásticos. Así lo explica Claudia Bellingeri: “En la iglesia Stella Maris consensuaban las estrategias para comunicarse con los familiares de las víctimas y a la vez conocer las denuncias que estaban haciendo. Graselli era el secretario de confianza, ya desde hace tiempo se desempeñaba como la mano derecha de los vicarios generales. En ese sentido, es un paradigma de la complicidad de la Iglesia con la dictadura y por eso es que seguimos reclamando su indagatoria dado que las víctimas revelan en cada nuevo juicio una nueva prueba que lo incrimina”. 

Cuando declaró como testigo en sede judicial, Emilio Graselli dijo que las fichas tenían dos lados. Adelante, el nombre del desaparecido. Y atrás escribía los datos del familiar que lo había consultado. “Yo recibía entre 20 y 30 casos por día. Al principio comencé haciendo una lista, pero dado el incremento de las solicitudes, para facilitar cada caso en vez de una lista comencé haciendo una ficha; llegaron más o menos a la cantidad de 2500. Abajo ponía el resultado de las respuestas recibidas de las autoridades militares y también el día en que los familiares venían a buscar los resultados, que a veces eran reiterados”. 

También describió los significados de dos siglas: N/D que sería “No Detenido” y dijo que escribía luego de recibir información “oficial”. Y S/N “Sin Noticias”. El “No Detenido” solía ser similar al tipo de respuesta que volcaban los juzgados en los hábeas corpus, luego de recibir la información “oficial” de las Fuerzas Armadas y de Seguridad.

Lucas Bilbao y Ariel Lede escribieron el libro “Profeta del genocidio”, donde investigaron los diarios íntimos de Victorio Bonamín. “En el legajo de Graselli como capellán, figura que él empieza a estar en el vicariato castrense a partir de 1968. Su cargo era rentado como funcionario del Estado. En los diarios de Bonamín, Graselli aparece como alguien que se mueve entre las jerarquías. Por sus dotes personales, sus jefes pedían que fuera él quien atendiera a los deudos. Graselli funcionaba como bola de transmisión entre los familiares y la Marina, fundamentalmente”, dicen los autores. 

Los periodistas no dudan en ubicar a Graselli como parte de la maquinaria del horror. Un engranaje donde era el especialista, dentro del vicariato castense, en obtener y dar información. En sus declaraciones como testigo en la justicia, en ninguna ocasión Graselli aportó los datos que se esperaban. Y también había señalado a Tortolo -su jefe en la iglesia- como el responsable de obtener la información que luego él transmitió a cientos de familiares. Es decir: se exculpó en la obediencia debida. 

Lo último que se supo de Emilio Graselli es que permaneció en el obispado castrense hasta el 2010. Fue escrachado varias veces por los organismos de derechos humanos. Hoy, en su avanzada vejez, no se sabe adónde vive ni en qué situación se encuentra. 

JMM