“Ese tambor de sangre es tu país”
Francisco Madariaga
Esta semana también tuvo una historia chiquita: la de una mujer de 50 años quien, tras fallecer sus padres, increpó a su tía y le preguntó si era hija biológica de la familia. La tía le confirmó lo que ya presentía: que no. La historia salió en los diarios, en la televisión, en la radio. El motor: la búsqueda de su madre biológica. “Quiero darle un abrazo”. Las redes sociales cambiaron la vida, lo sabemos. Y se han transformado también en un “Gente que busca gente” sui generis. Páginas de Facebook, mensajes en Instagram, grupos en Whatsapp que conectan historias distintas pero parecidas: la de quien de algún modo descubre que es adoptado y busca (una madre, un padre, un hermano/a). Menos pero también hay historias de quienes parieron y buscan a ese hijo o hija. Las redes apuestan a lo mismo que apostaba Franco Bagnato en su histórico ciclo: a la bola de nieve. A hacer conocido el rostro, al efecto del boca a boca, aunque no se sepa ni dónde ni cómo alguna punta pueda unir esos ovillos. A veces los ecosistemas se cruzan. La confianza en que se viralice y viaje ese mensaje en la botella hasta la orilla de quien: tic, tac. Abrete, sésamo.
Los grupos en Facebook son varios. Uno de los que tiene más participantes es “Estoy buscándote”. Abrir esos grupos es como meter la mano en el barro de los jardines de una casa que se visita solo en verano. Los relatos y las fotos de quienes escriben se superponen con los consejos, las advertencias, los compartidos, la buena leche de quien dice “ojalá, ojalá”. Buscar a una persona en un país es una aguja en un pajar, la chance de uno en un millón, y quienes se arriesgan ponen todo: los detalles, los nombres, el DNI, el rumor a voces. En las búsquedas se superponen las desapariciones en democracia –tema de Ximena Tordini en Desaparecidos y desaparecidas en la Argentina contemporánea–, los crímenes de apropiación de identidad durante la dictadura –a los que casi los veteranos del grupo les dicen “acá no”, correte que vos tenés ayuda del Estado para encarar la búsqueda– y las historias uno a uno de esa Argentina profunda. Los grupos reproducen entonces ese empaste: las historias de apropiación y las de la gente de a pie. Las búsquedas de la sociedad y las búsquedas del Estado. O incluso esa curita que los setenta también tienen: ¡podés ser adoptado y no ser hijo de desaparecidos! Historias del 76 al costado del camino.
La lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo y de los organismos de Derechos Humanos ordenó en democracia el derecho a la identidad. El país ha sido pionero en la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos. Si dudás de tu identidad (y naciste en dictadura) podés cotejar tu ADN con el de los grupos familiares de desaparecidos guardados allí. Muchos en “Estoy buscándote” piden que esa información genética también se democratice. La historia de la mujer de esta semana es exacta: apenas unos años antes de la dictadura. Entonces todavía las adopciones no estaban narradas con los nudos de legalidad, legitimidad, verdad que nos organizan hoy. Muchas veces ocurrían por “guarda directa” y eran un secreto. No son cosas para digerir ligeras: la antropóloga Mónica Tarducci ha analizado en “La adopción: Una aproximación desde la Antropología del Parentesco” este dilema. Es un dilema, también, de clase. Mauro Cabral hace mover los cimientos cuando escribe y de algún modo se pregunta: ¿de dónde vienen los bebés (en adopción)?
Cuando se conoció, hace unos días, el gabinete del flamante presidente chileno Boric circuló muchísimo otra foto: la de la ministra de Defensa en brazos de su abuelo. Se trata de Maya Fernández, nieta del presidente –entre 1970 y 1973– Salvador Allende. Aupar real. Esto pasó no mucho después de que los celulares explotaran de memes contra el Papa a raíz de sus dichos sobre las mascotas, los hijos y las familias. (Un asterisco: hace tiempo venimos trabajando con el sociólogo Joaquín Linne sobre las pet families, la proliferación de familias mascotas unidas a la arquitectura del monoambiente y la priorización de la amistad como estado vincular). Pero el punto es que no se trata de defender una posición ni atacar otra sino de la inquietud de cómo en apariencia dos escenas tan distantes entre sí (¿la sangre dice todo de vos o la sangre puede no decir todo de vos?) están unidas por la misma pulsión natalista. Tampoco se trata de que la sangre no tire (del deseo, de la culpa, del compromiso), a mí me tira, pero sí mostrar cómo ante aquello que parecía objeto de burla –mascota o muerte– volvimos a embobarnos con el natalismo. El linaje se nos hizo agua en la boca. Una vez una amiga de la infancia, de familia del PC de toda la vida, con carteles en su cuarto de “abolición de la propiedad privada”, me dijo que, cuando tuvo un hijo, le pidió al marido antes de que se lo llevaran recién nacido a vacunar que le hiciera una marca en el pie: “Quiero al mío de vuelta”.
En los últimos años, antes de la Pandemia, en las marchas del 24 de marzo se vienen superponiendo la presencia de la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (AMMAR) con una bandera en la que se lee “Las putas no parimos genocidas”, con la de Historias Desobedientes, un colectivo que reúne a hijas, hijos y familiares de genocidas que repudian el accionar de sus progenitores en la dictadura y quieren testimoniar contra sus padres en los juicios. “Hija de puta”, “hijo de yuta”: hay en la injuria una dimensión –quizá– menos hablada: la persistencia de estos imaginarios de la filiación. Se cambia “yuta” por “puta”, pero se mantiene el “hija o hijo de”. “Hija o hijo de”, entonces, como una injuria que reedita la violencia inaugural de América Latina y esos marcadores raciales arrastrados por lo bastardo. Raza es leer de quién sos hijo. Desde el “hijo de la chingada” hasta la “hija del portero”. Con el calor estamos más tiempo descalzos y nos miramos nuestras marcas en los pies.
FA