David Gudiño mira fijo a la cámara y dice: “Si ves un cuerpo marrón y te da miedo o te pone incómodo, dejame decirte que no somos todos chorros, no somos todos violentos. Si la palabra ‘respecto’ viene del latín ‘Volver a mirar’, te pido eso: que me vuelvas a mirar”. Se lo pide a otros argentinos. Aparece en la pantalla junto con Flora Nómada y ambos aprovechan el interés de la cadena Al Jazeera para explicarle al mundo que Argentina no es un país de personas blancas.
David es actor y Flora es artista. La piel amarronada y los rasgos andinos de ambos los hicieron objeto, desde niños, de agresiones racistas en un país que insiste en la fantasía autodestructiva de creerse blanco y europeo. Son dos de las decenas de activistas que conforman Identidad Marrón, un colectivo antirracista que se dio a conocer en Buenos Aires en 2019 y que ya ha conseguido dejar una marca en los debates públicos. Desde entonces se expandió a otras ciudades. Hoy tiene núcleos en la conurbano y en las provincias de Salta, Jujuy, La Pampa y Tierra del Fuego.
Identidad Marrón se presenta como una organización que aspira a dar voz a los “marrones”, según su propia definición, esa enorme masa de argentinos de antepasados indígenas, mestizos, migrantes, campesinos que habita en las ciudades. Su activismo apunta a combatir el racismo en todos los planos. En el de las artes han tenido intervenciones notorias: sus propuestas ya se abrieron camino en algunos de los museos más importantes del país. También vienen denunciando el racismo en el mundo académico, en la justicia y en general en la vida política. Y fueron una de las voces centrales para que las perspectivas antirracistas se hicieran oír en el movimiento feminista y en el LGTBQ. Sus iniciativas incluyen acciones callejeras, talleres, producciones artísticas y campañas en los medios de comunicación y en redes sociales.
Los lectores de este diario ya pudieron leer un reportaje a este grupo. Identidad Marrón representa un punto de quiebre en el creciente (y en verdad muy reciente) movimiento antirracista en la Argentina. Los pueblos originarios de nuestro país tienen una larga historia de luchas y desde la década de 1970 vienen animando entidades representativas que luchan por el reconocimiento de sus derechos. En los años noventa, luego de casi un siglo de ausencia, resurgió asimismo una militancia afrodescendiente que viene consiguiendo revertir el proceso de invisibilización que afectó a la comunidad y también lucha por la afirmación de su dignidad frente al racismo imperante.
Sin embargo, persiste el problema de que muchas de las víctimas del racismo en la Argentina no tienen posibilidad de verse representadas en esas iniciativas. Posiblemente la mayoría de los argentinos y argentinas de clase trabajadora, que portan pieles amarronadas y rasgos no-blancos, y que por ello sufren violencias y discriminaciones de todo tipo, carecen de memorias étnicas o identidades singulares a las que puedan aferrarse. No forman parte de ninguna colectividad particular; en muchos casos no tienen la menor idea acerca de su ancestría.
Al no plantearse como minoría, ni tener una comunidad de referencia o una agenda de reafirmación de un legado cultural específico, esa “negritud popular” no accede fácilmente a los canales representativos habituales. No tiene asociaciones propias, ni voceros autorizados y es dudoso que pueda tenerlos. Como sujeto, el “negro popular” es difícilmente representable, como no sea indirectamente en terreno político o sindical. Su afirmación como tal está indisociablemente conectada a las demandas de clase. Porque las diferencias de clase, en la Argentina, se montan sobre diferencias étnico-raciales.
Frente a ese escenario, Identidad Marrón arriesga una respuesta estratégica a la pregunta de cómo posicionar a ese sector dentro del movimiento antirracista. El término identitario que introdujeron ellos en el debate –“marrón”, una categoría que no estaba anteriormente en uso en la Argentina– apunta a ese horizonte. Pero incluso más importante es su fuerte anclaje en la condición de clase. Para ponerlo en sus propias palabras, Identidad Marrón apunta a “un antirracismo con conciencia de clase”, es decir, que no se enfoca tanto en las políticas de la identidad, como en las realidades materiales de la opresión racial/de clase que se plasman en las desiguales oportunidades ocupacionales y de acceso a espacios de poder, según alguien sea más o menos “blanco”.
Esta columna es una invitación a que los lectores sigan sus iniciativas (lo que no es fácil, porque parecen de energía inagotable): acaban de editar el libro Marrones escriben, que compila sus textos y documenta las acciones que realizaron hasta ahora, y en estos días estrenaron “Marrón: Antirracismo en tiempo presente”, una serie de cuatro episodios en Canal Encuentro. Mientras tanto construyen lazos de cooperación con grupos afines en otros países. Entre otros, con los académicos y artistas de Argentina, Brasil, Colombia, Inglaterra y México que dan cuerpo a un proyecto de investigación internacional que indaga comparativamente sobre las “Culturas del antirracismo en América Latina”.
Como decía David a la cámara, es hora de volver a mirar. Pero no de mirar(los) sino, sobre todo, de mirarnos. Mirarnos como país, ver de una vez por todas la variedad de cuerpos que componen el “nosotros”. Y, sobre todo, mirar los cuerpos blancos, poner también sobre ellos el reflector, para percibir los privilegios que detentan, los lugares de poder que monopolizan y la conexión invisible que su comodidad y su bienestar tienen con los padecimientos de les demás.
EA