En Argentina, la cultura del trabajo no se rompió. Eso lo veo día a día en los barrios populares, con todos los comercios y los almacenes abiertos desde bien temprano.
Con la gente saliendo a sus laburos antes de que salga el sol.
También lo dicen los números: hoy casi la mitad de los trabajadores y trabajadoras argentinos son de la economía popular. Personas que ante las sucesivas crisis y las pocas oportunidades para conseguir un trabajo formal optaron por inventarse uno y salir a laburar igual. Rebuscársela, salir adelante: el mismo impulso de nuestros viejos, de nuestros abuelos y bisabuelos. Un impulso bien argentino.
No falla el esfuerzo. Lo que está fallando es un sistema que hace tiempo no genera trabajo ni oportunidades reales. Se rompió el pacto que marca nuestra historia y que tanto nos enorgullece: acá, si te esforzás, vas a poder estar mejor. ¿Por dónde empezamos a recomponerlo?
Necesitamos de una vez por todas estabilidad macroeconómica y un plan de crecimiento. Sin esto no se puede. Lo vemos hoy con la inflación, la consecuencia más directa y que más daño le causa al día a día de los que viven con su trabajo. Que hace que a muchos y muchas el trabajo no les alcance para llegar a fin de mes: hoy en la Argentina tener un trabajo no es garantía para no estar en la pobreza. Esta realidad hay que revertir, para poner en valor todo ese esfuerzo.
Este debate fue superado hace tiempo en la mayoría de los países de la región. Más allá del signo político de cada gobierno, hubo continuidad en las políticas que permitieron tener cuentas públicas ordenadas y generar crecimiento con baja inflación. No puede haber dudas de que la estabilidad económica y el orden fiscal son la base de cualquier proceso de desarrollo, y la clave para mejorar las condiciones de vida, sobre todo las de los sectores populares.
Pero la complejidad de la pobreza estructural del país hace evidente que solo con una macroeconomía ordenada no alcanza, mucho menos en el corto plazo. Estoy convencida de que la política social tiene otro rol que cumplir además de contener y acompañar a quien más lo necesita: avanzar en una agenda de transformación de la pobreza estructural.
Una política social que pase de leer todo en clave asistencial para ir hacia un enfoque de desarrollo. En el fondo, se trata de una cuestión de mirada: podemos mirar al barrio 31 como un lugar en que la gran mayoría de los vecinos y vecinas está por debajo de la línea de pobreza (que es real). O podemos mirar el entramado de comercios, emprendimientos y talleres consolidados que hay en el barrio y que trabajan a destajo. Mirar las relaciones económicas y productivas que hay en este ecosistema, y las barreras que tiene para poder crecer.
Dos maneras distintas de mirar y de construir política pública: la primera marca que únicamente hay que asistir en materia alimentaria. Algo que sin dudas hay que garantizar. La otra mirada, la que impulsamos en la Ciudad, apunta a una política para valorizar económicamente ese trabajo, integrarlo a la economía formal, que gane productividad. ¿Cómo?
1) Integrando los barrios populares: mejorar las condiciones de vida instalando servicios básicos, conectividad, abriendo calles y espacios públicos, llevando el transporte público para que ingrese al barrio, poniendo en valor las viviendas existentes y construyendo nuevas. 2) Fortaleciendo a la economía popular: creando herramientas para que el sector pueda acceder al crédito, capacitarse para producir mejor, y entrar a nuevos mercados para vender más. Y a la vez construyendo nuevos marcos para que conquiste derechos y se integre a la economía formal. La mejor política social es potenciar el trabajo que ya existe.
La política económica y la política social no son asuntos separados. Hay que dejar de creer que la segunda está para contener las fallas de la primera. Ni que tiene únicamente fines redistributivos y de contención.
MM