Primero los encerraron en la comisaría de Tucumán ubicada frente al parque 9 de Julio. Después los llevaron en un camión del Ejército hasta el límite con Catamarca. En medio de la nada, en un camino desierto entre dos pueblos llamados Bañado de Ovanta y La Merced, al costado de la ruta, los obligaron a bajar en la oscuridad de la madrugada. Era una noche helada; de esas en que se congelan las manos si no hay guantes ni bolsillos. Había 25 mendigos de Tucumán y en el grupo estaba una mujer. Algunos tenían dificultades motrices, otros eran ciegos, la mayoría mostraba signos de tener problemas psíquicos y fueron abandonados en un descampado sin almas. Cinco policías; dos de civil y tres de uniforme azul, se encargaron de cumplir las órdenes de arrojarlos en el monte. No bajaron a todos juntos en un solo lugar, sino que fueron dejándolos en grupos de dos o tres separados cada 20 o 30 kilómetros de distancia. La estrategia policial buscaba que no pudieran regresar, que perdieran la noción del tiempo en un camino desconocido por ellos que se llamaba ruta nacional 67, en Catamarca. El episodio se conoce como los mendigos de Bussi y ocurrió el 14 de julio de 1977, pero salió a la luz tres días después -el 17 de julio de 1977- hoy hace exactamente 45 años.
Aurora del Carmen Pico Zossi de Ahumada, médica de zona, los atendió en el hospital de La Merced, en Catamarca, al amanecer, cuando los vecinos alertaron sobre la presencia de los extraños zarrapastrosos en la ruta. Ella tenía 25 años, una hija de dos meses y tan solo un año de experiencia como profesional de la salud, porque se había recibido el año anterior. Hoy en día, con 75 años, Aurora vive en la capital catamarqueña, todavía recuerda aquel suceso y asegura que hay ciertas cosas que nunca se irán de su memoria.
-La crueldad que tuvieron es imposible de olvidar, dice Aurora, al repasar aquella oscura y fría madrugada de Catamarca, mientras salía en auxilio de los mendigos.
El puesto de zona, donde la médica trabajaba era rústico, con apenas unos cuantos insumos. Ni siquiera había agua potable. La ambulancia era una vieja camioneta rastrojera, que tenía problemas mecánicos. Aurora recuerda que había viajado a la capital catamarqueña para retirar los insumos mensuales del puesto sanitario. Iba junto al chofer Lucho Molina en esa ambulancia. En el trayecto de regreso se apagó el motor. Se hacía de noche y la médica debía volver a su casa, en el pueblo de Alijilán, donde había quedado su única hija de dos meses. Un mecánico del lugar dijo que la rastrojera tenía un problema con la bomba de nafta. Ella no podía ocultar los nervios, porque se hacía tarde y tenía que volver a darle la teta a su pequeña hija. Entrada la noche apareció un vecino con una rastrojera nueva y le dijo al mecánico que le sacara el bombín de su vehículo para ponérselo a la ambulancia.
Siguieron viaje por los caminos sinuosos hasta que alrededor de las dos de la madrugada pasaron por la entrada al pueblo de La Merced. Un policía, con el rostro desencajado y despeinado, como quien recién se despierta, salió al cruce de la ambulancia.
-Usted es la médica de los Altos, me dijo el policía, y están diciendo en la radio que han tirado a unos viejos en la ruta, pero no me sabía explicar más. Cómo van a tirar unos viejos, pensé, me parecía surrealista; pero bueno vamos a ver, le digo al chofer, si encontramos algo.
No hallaron nada y la médica y el chofer siguieron la ruta para llegar cada uno a su casa. Sobre el filo del amanecer, un golpe seco en la puerta de su casa la despertó de un sobresalto. Eran las seis de la mañana, cuando el agente le informó a Aurora que habían encontrado a varias personas mayores en un paraje cercano y casi a punto de congelarse.
-No entendía mucho y nos fuimos otra vez a recorrer la ruta. Los habían repartido en un camino muy distanciado para que no se agruparan, de noche, con llovizna, y frío, en pleno invierno y en un lugar desconocido. Los dejaron desde Huacra en adelante, pasando por Los Altos, hasta Las Cañas, eran discapacitados, todos linyeras, y empezaron a volverse a sus casas y ahí fue donde los vecinos los descubrieron. Ahí empezamos a actuar. Los guarecieron en la policía –detalla-, otro poco en el hospital, otro en iglesia de La Merced. Hay hechos puntuales que son macabros –rememora-. En la zona de El Abra había un puente y el terraplén del puente era muy alto, porque el cauce del río estaba seco. Debajo de ese puente, dejaron a un señor que le faltaban las dos piernas y que para trasladarse usaba unos tacos de maderas en las palmas de las manos y arrastraba los glúteos, a él lo dejaron con otro señor que era ciego. ¿Se da cuenta la crueldad?... Y después recorriendo la ruta cerca del puente del río San Francisco, casi llegando a Huacra, vemos un bulto en la orilla, a la vera del camino, en la cuneta, había un bulto de una tela. Yo pensé: aquí se murió alguno y cuando destapamos ese sobretodo raído, pobre hombre, unos ojitos que me miraron debajo de ese sobretodo, acurrucado en posición fetal –recuerda Aurora-, me extendió la mano como pidiendo auxilio. Ese señor tenía congelamiento en los pies.
El episodio pretendía quedarse en la oscuridad de aquella madrugada; sin embargo, salió a la luz gracias a una publicación del diario La Unión. “Catamarca se ha convertido en refugio de desposeídos”, tituló el corresponsal Roberto Antonio Vera, conocido como Robertito“, un hombre enano que además era juez de Paz en el pueblo de La Merced. El reportero, un personaje muy querido entre los lugareños, murió en febrero de este año, pero su trabajo periodístico quedó en la historia catamarqueña. ”Parias, mendigos, lisiados, ciegos, tísicos y enajenados mentales aparecieron librados a su propia suerte a lo largo de la ruta nacional 67, entre Bañado de Ovanta y Los Altos –escribió el reportero-, a la vera del camino y debajo del puente sobre el río El Abra, bajo extremas condiciones de supervivencia que significan una sonora bofetada a los más elementales principios humanos y cristianos“, agregó en su artículo escrito en una vieja y pesada Olivetti. Fue una de sus coberturas más resonantes, en tiempos en que se ejercía un periodismo artesanal con apuntadores de papel, lápiz en mano y las cintas negras y rojas para la máquina de escribir. Roberto Vera fue el autor de la primicia del diario catamarqueño. Robertito, también era conocido como la voz de El Cañón de Paclín, y llegó a ser jefe del Registro Civil del mismo pueblo, cargo con el que se acogió a la jubilación.
El juzgado de paz estaba al lado de la comisaría de La Merced; por eso, el periodista tenía muy buenos contactos con la Policía. Así como habían golpeado en la puerta de la casa de la médica Aurora Pico Zossi, otros dos policías fueron hasta la ventana de Robertito para avisarle que había mendigos tucumanos en la comisaría. Mientras tanto, a unos 60 kilómetros de distancia del lugar donde habían sido abandonados, en la capital catamarqueña, el gobernador de facto, Jorge Carlucci, se enteró de los mendigos por la publicación del diario La Unión. Fue un escándalo. Los catamarqueños estaban indignados. Carlucci llamó al gobernador de facto de Tucumán, Antonio Domingo Bussi, en plena dictadura militar para pedirle explicaciones. Ambos eran miembros del Ejército y se conocían en tiempos en que el país estaba en manos de la junta militar encabezada por Jorge Rafael Videla.
La única mujer en el grupo había sido abusada cuando estaba en la comisaría y luego en el trayecto dentro del furgón. Los demás integrantes del grupo lo relataron ante la policía catamarqueña. Dos de los mendigos fueron internados en el hospital de La Merced, en el Departamento Paclín, donde recibieron asistencia médica y alimentos para sobreponerse al frío. Carlos Gutiérrez tenía 51 años, era boliviano, pero vivía en Tucumán. Era sastre en la capital tucumana, pero empezó a sufrir de tuberculosis y perdió parte de la vista. Antes de esos padecimientos se quedó en la calle. En aquella semana fatídica estaba internado en el hospital Padilla, en Tucumán, donde ordenaron su traslado al hospital Avellaneda. Nunca llegó a destino. En el camino fue alcanzado por un jeep de la policía, cuyos ocupantes le dijeron que lo acercarían hasta el otro hospital. Sin embargo, mediante engaño lo llevaron hasta la seccional 11, donde lo introdujeron en un calabozo común junto a otras personas de sus mismas condiciones y con discapacidades.
-Nunca anduve dando mala vista por el centro –le dijo Gutiérrez al periodista Roberto Vera-. Estoy enfermo y no puedo trabajar en mi provincia, pero hay gente que me ayuda, me da alojamiento y algo de comer, le comentó entre fuertes accesos de tos.
Explicó que tenía a su padre en Ledesma, Jujuy, y a dos hermanos en Palpalá, también territorio jujeño. Detalló que dos policías iban con ellos atrás y los otros tres viajaban adelante.
Juan Silvestre Salguero, de 75 años, otro de los internados en el hospital de La Merced, tomaba una sopa caliente, mientras relató que vivía en Villa 9 de Julio, una populosa barriada de la capital tucumana. Había sido detenido en la vía pública, mientras se dirigía a cobrar la pensión de vejez. Ratificó el abuso cometido contra la mujer dentro de la comisaría y en el camión furgón. Detalló que abusaron de ella delante de su propio marido, a quien le faltaba una pierna y también estaba arrestado con el resto del grupo. Cuando fueron obligados a bajarse en la desolada ruta catamarqueña, Gutiérrez y Salguero caminaron unos 400 metros hasta llegar a una casa en construcción que estaba abandonada.
-Demoramos cerca de una hora en llegar a esa casita –le dijo Gutiérrez al corresponsal de La Unión-, y ahí amanecimos sentados. No podía caminar, me paraba cada diez pasos, detalló.
La indignación aumentó entre los catamarqueños por el relato del diario La Unión. Cuando empezaron las preguntas a las autoridades de Tucumán solo había respuestas ambiguas.
Casi tres décadas después, en enero de 2004, el escritor tucumano Tomás Eloy Martínez escribió un texto para el diario La Nación sobre los mendigos de Bussi. “Fuese o no para impresionar a Videla, el pequeño tirano Bussi impartió aquel invierno de 1977 la orden de recoger a todos los mendigos de Tucumán en un camión militar y arrojarlos en los descampados de Catamarca –dijo en el texto-. A cualquiera que conozca la desolación de esos parajes le asombrará la crueldad de la idea. En la región limítrofe entre las dos provincias hay sólo unos pocos árboles espinosos y enclenques. Los animales no se aventuran –agregó-. Apenas oscurece, el aire se torna duro y helado, sobre todo en julio, y durante el día cae un sol de muerte del que no hay cómo protegerse. Se puede andar veinte, treinta kilómetros por ese páramo sin encontrar un alma”, detalló.
En su adolescencia, cuando vivía en Tucumán, Tomás Eloy Martínez, mucho antes de llegar a ser maestro en la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey, había conocido en persona a uno de los mendigos arrojados en Catamarca. Con sus amigos, le regalaban la ropa que ya no les quedaba en talle. Era un personaje urbano y famoso en la zona de la plaza principal de Tucumán llamado José Cabrera Pacheco, aunque todos le decían Pachequito. Tomás Eloy Martínez recordó en su texto que el vagabundo solía pasearse por los bares arrastrando una pierna infectada, que se negaba a curar porque allí vivían, según él, los ángeles que podían confirmar su asistencia al Juicio Universal.
Desde la década del ’60, Pachequito llamaba la atención en el centro tucumano. Era famoso por sus discursos en público a cambio de unas monedas para comer. El 11 de marzo de 1961 (unos 16 años antes de haber sido llevado a Catamarca), el periodista José Ricardo Rocha lo entrevistó para La Gaceta, donde escribió una suerte de biografía del personaje muy querido por los tucumanos y a quien lo presentó como “el popular Loco Pacheco”, de 51 años.
-A la escuela, de puro zonzo, fui únicamente hasta el primero superior. Por supuesto no aprendí a leer, ni a escribir. ¿Quién aprende a leer y escribir con primero superior? Tampoco sé firmar. Siempre me acuerdo de mi maestra de Villa Alberdi. Era la señorita Dora, -le respondió aquella vez para la entrevista en La Gaceta-. Ahora me busco la vida. La educación vale mucho, ¿no le parece?, creo que hablo bien. Lo quiero pillar al gobernador para que me ayude. Pero no lo puedo agarrar. Quiero que me amparen. Me canso de andar en la calle. Por ahí me duermo, agregó.
El apodo Pachequito quedó en la memoria colectiva como el de un personaje urbano, que vestía con ropa prestaba, sucia y desgastada, pero tenía tanto carisma que se compraba a los transeúntes en el centro de la ciudad con sus mensajes sobre el Juicio Universal. La mayoría de los arrojados en Catamarca vivía de la mendicidad. Para comer de día, ellos dependían de una moneda regalada en una esquina o de un pedazo de pan que sobraba en alguna panadería solidaria, que les guardaba las migas después del mediodía.
Tomás Eloy Martínez habló de aquellas pérdidas. “A casi todos ellos se los tragó el infierno del desierto –escribió-. Uno de los seis o siete que sobrevivieron contó que Pachequito enloqueció de sed y murió al internarse en el Salar de Pipanaco, veinte kilómetros al sur de donde lo habían abandonado, confundiendo la blancura candente de la sal con las aguas del paraíso terrestre”, detalló. Esta publicación del diario La Nación enfureció a Antonio Bussi, un viejo militar que manejaba los hilos de Tucumán en la dictadura y que en los ’90 volvió al poder político votado por la mitad de la provincia.
Antonio Bussi inició una demanda por calumnias e injurias contra el autor Tomás Eloy Martínez y reclamó el pago de $ 100.000. Intentó negar toda responsabilidad. Dijo que, “lejos de tratarse de lisiados, tullidos, ciegos y locos”, los desamparados eran, “en su gran mayoría, contraventores de disposiciones municipales y prófugos crónicos de centros asistenciales”. Argumentó además que fueron los propios policías, que actuaron en un exceso de celo, y que decidieron llevarlos para “resolver el problema desplazándolo más allá de la frontera. Yo nunca di la orden, no hay nada escrito”, agregó. Sin embargo, en aquel tiempo, muchas órdenes eran verbales y clandestinas. Durante el juicio, Bussi dijo textualmente que “estas personas alteraban el orden con sus cacharros, sus muñones y su mugre, golpeando tachos, molestaban a las mujeres. Y en un momento un policía en un exceso de celo actuó y los limpió”.
En su crónica, Tomás Eloy Martínez apuntó a Bussi como responsable mayor de aquel desatino y lo llamó pequeño tirano. “Aunque el ex gobernador aceptó en su momento escudarse en la ley de obediencia debida –precisó Martínez en ese texto-, ahora se declaró ofendido por la atribución de una culpa que, según él, era de sus subordinados”.
El periodista Pablo Calvo relató aquellas peripecias en su libro titulado Los mendigos y el tirano (Bussi y la emboscada a los vagabundos de Tucumán - Editorial Aguilar). Calvo, a quien sus amigos y colegas del diario Clarín lo definían como un hombre que escribía con el alma, murió a los 53 años por coronavirus, en mayo de 2021.
En el juicio por calumnias e injurias, la Justicia falló en contra de Antonio Domingo Bussi y le dio la razón a Tomás Eloy Martínez. Sin embargo, el militar retirado nunca pagó las costas del proceso penal. Pasaron los años hasta que, el 28 de agosto de 2008, el propio Bussi fue enjuiciado y condenado por un crimen de lesa humanidad, ocurrido en tiempos de la dictadura.
-Quién sabe cuántos otros cometió en sus malandanzas como jefe militar y gobernador de facto de Tucumán, la desdichada provincia donde nací –escribió Tomás Eloy Martínez para un reportaje fotográfico del colectivo Ojos Testigos-. Varios testigos lo vieron disparar a quemarropa contra prisioneros desarmados –agregó Martínez-. Tucumán incurrió en la indignidad de elegirlo gobernador en 1995, cuando se presentó al amparo de un viejo partido casi extinto. En su litigio, Bussi afirma que ordenó investigar los hechos y que, como consecuencia, destituyó y sancionó al jefe de la policía provincial y pasó a retiro al personal que actuó en la expulsión. La sanción contra el jefe de la policía provincial, teniente coronel Mario Albino Zimmermann, que se dio a conocer el 18 de agosto de 1977, consistió no en arresto o cesantía, sino en nombrarlo, el día antes, secretario de Estado de Planeamiento y Coordinación. Un castigo ejemplar, como se advierte –insistió Martínez-. Las leyes, que son el instrumento de la justicia, decidirán cuál es el fin de esta historia. Yo me he quedado sin saber si Pacheco fue o no al salar de Pipanaco a beber las aguas de su paraíso propio, pero no me cabe duda de que allí está todavía, a la espera del próximo juicio universal, –concluyó.
En aquel tiempo, la censura y el control militar sobre todo lo que se iba a publicar en los medios hacía que fuera difícil chequear ciertos datos. El propio diario La Unión publicó varios días después un título en potencial. “Se habría producido ayer la evacuación de los mendigos” señaló en sus páginas ilustradas con un dibujo, pero sin fotos.
Aurora Pico Zossi, la médica de Catamarca, rememora aquellos días. Sentada en el living de su casa, en Villa Dolores, arroja luz sobre un dato que no puede quitar de su memoria. Uno de los mendigos fue hallado sin vida en medio del monte. Estaba sentado debajo de un árbol y tenía una cuchara en sus manos. Fue sepultado en el cementerio de El Alto como NN. Después, un juez federal de Catamarca ordenó que le cortaran las manos para tomar las huellas dactilares y tratar de identificarlo.
-Tuvimos que exhumarlo del cementerio y le hicimos la autopsia. Efectivamente, ese hombre había muerto de hambre. Las manos las pusimos en un frasco de mayonesa, de vidrio de los grandes –detalla-. Teníamos apenas una hojita de bisturí; esos detalles domésticos me los acuerdo como si fuera hoy. Lo sellamos bien, le pusimos cintas y, por orden del mismo juez, un policía se llevó el frasco en el colectivo y lo entregó a la justicia en Catamarca. Después lo enviaron a la ciudad de La Plata para que lo estudien los forenses. Pero nunca más supe qué pasó con ese frasco. Le dimos cristiana sepultura en una tumba prestada. No sé qué pasó después en ese cementerio –detalla la médica-. Estuve un año más trabajando en Los Altos y después me trasladaron a Catamarca.
A pesar de que se anunció el regreso de los mendigos a Tucumán, nunca más se supo de varios de ellos. Nadie los volvió a ver por la plaza Independencia, ni por las calles del centro tucumano. Tomás Eloy Martínez murió en enero de 2010, a los 75 años, sin saber cuál fue el destino final de Pachequito. Antonio Bussi murió en noviembre de 2011, a los 85 años, mientras cumplía una condena a perpetua por delitos de lesa humanidad y, por esa misma razón, le habían dado de baja del Ejército.
MV