En su mensaje de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso Nacional, el primero de marzo, el presidente Alberto Fernández trazó un balance muy positivo de los logros de su administración. Fernández no se refirió a las dificultades que enfrentó la Casa Rosada sino a la capacidad de su gobierno para superarlas. Contra el telón de fondo que nos ofrece esa visión dominada por el imperativo de ignorar las malas noticias es que debemos encuadrar, por ejemplo, la decisión de pasar por alto toda referencia a los voraces incendios que asolaron a la provincia de Corrientes a comienzos de este año.
El silencio del presidente se extendió a otros episodios que conmovieron a la sociedad, y cuyo recuerdo está fresco en la memoria colectiva. Fernández no emitió opinión sobre un drama que enlutó al país hace menos de un mes: la muerte de 24 compatriotas, que cayeron víctimas del consumo de cocaína adulterada. El espectáculo de esas vidas segadas de manera absurda, así como la desdicha de familiares y amigos, no parecieron conmoverlo. Debería. La persona que ejerce el cargo de presidente es, entre otras muchas cosas, quien encarna en su valor más alto la idea de comunidad nacional. Sin embargo, Fernández en ningún momento quiso contaminarse con esos duelos que dejaron viudas y huérfanos, que destruyeron vidas y proyectos. Para sus víctimas directas, pero sobre todo para los que lloran a los que ya no están, la persona que simboliza el poder justiciero y reparador del Estado no tuvo más que indiferencia y silencio. Al elevar la mirada hacia lo alto, sólo encontraron estas dos formas del desprecio.
La persona que ejerce el cargo de presidente es, entre otras muchas cosas, quien encarna en su valor más alto la idea de comunidad nacional
En una nota publicada en este mismo diario Juan Carlos Torre recordó que esta cruel apatía ante el sufrimiento de ciudadanos que, en circunstancias más felices todo primer mandatario se precia de representar, forma parte de una serie más larga. Dos hitos muy conocidos nos permiten extenderla en el tiempo: la Tragedia de Cromagnon del 30 de diciembre de 2004 y la Masacre de Once del 22 de febrero de 2012. El incendio en el recital de Callejeros de 2004 puso fin a la vida de 194 personas y el accidente ferroviario en la estación terminal de la línea Sarmiento -del que hace pocos días se cumplió una década- dejó 52 muertos y casi 800 heridos.
Estas tragedias dieron lugar a grandes muestras de dolor popular, que excedieron ampliamente el círculo de damnificados directos de esos tristes episodios. Pero ni en 2004 ni en 2012 las máximas autoridades de la república se sintieron interpeladas por esa congoja. Insensibles ante el padecimiento ajeno, así como temerosos de que la siempre voluble e indescifrable opinión pública los asociara de algún modo con los responsables de esas muertes y los hundiera en los abismos del desprestigio en las encuestas de opinión, prefirieron esconderse y mirar para otro lado.
Por cierto, las personalidades y los estilos de liderazgo de los presidentes justicialistas a los que les tocó lidiar con sucesos tan dramáticos -Néstor Kirchner, Cristina Fernández, Alberto Fernández- son muy distintos. Sin embargo, resulta llamativo que los tres discípulos de Perón no sólo fueron incapaces de mostrar empatía con los que sufren sino que, en el momento de la verdad, también carecieron de una auténtica conciencia de las exigentes responsabilidades que entraña, o debería entrañar, el ejercicio de la primera magistratura. Estas similitudes invitan a hacerse preguntas sobre cómo la tradición política peronista ha enfrentado las tragedias que, en distintos momentos, cubrieron de luto a nuestra comunidad. Y para comenzar esta exploración nada mejor que dirigir la atención hacia el momento en que todo comenzó.
Estas similitudes invitan a hacerse preguntas sobre cómo la tradición política peronista ha enfrentado las tragedias que, en distintos momentos, cubrieron de luto a nuestra comunidad
San Juan
San Juan, sábado 15 de enero de 1944. Poco antes de las 9 de la noche, sin que mediara aviso, el suelo tembló. El violento sacudón duró menos de un minuto. “Fue sólo un instante. Nada más que un instante”, recuerda un testigo, cuya palabra recoge Mark Healey en su El peronismo entre las ruinas, el mejor estudio sobre el terremoto de San Juan. Y sigue: “No hubo momento precursor, no hubo crecimiento paulatino. Sólo un gran remezón, como si algo hubiera sido arrancado de cuajo. Alcancé a dar unos pasos para el patio y ya todo había pasado. Pero San Juan ahora está en ruinas”.
El terremoto de San Juan fue el peor desastre natural del siglo XX argentino y uno de los más dañinos de América Latina en esa centuria. El sismo derrumbó todo el centro de la ciudad de Sarmiento: colapsaron los edificios públicos y las iglesias, y hasta la sede de la municipalidad, inaugurada apenas tres años antes, quedó reducida a escombros. Más allá del centro, en los barrios populares, donde las construcciones eran más precarias, la destrucción fue incluso más generalizada. En pocos minutos, nueve de cada diez sanjuaninos se quedaron sin techo.
Esos escombros fueron la tumba de varios miles de hombres, mujeres y niños. En los días siguientes resultó imposible caminar por lo que había San Juan sin escuchar quejidos o tropezar con cuadrillas de rescate que removían cuerpos aplastados y mutilados. Tanto es así que muchos cadáveres debieron ser incinerados sin más trámite y enterrados en fosas comunes, antes de que terminaran de descomponerse, para evitar la propagación de epidemias. Es por eso que nunca hubo un conteo preciso del número de vidas que se cobró el sismo (más de 5.000, según las estimaciones).
Las noticias del terremoto comenzaron a llegar a Buenos Aires el domingo hacia el mediodía, gracias a los oficios de la radio y el periodismo gráfico. Atónita ante la magnitud de la tragedia, la opinión pública fue ganada por un extendido sentimiento de solidaridad con la provincia doliente. Y ante el padecimiento y la impotencia provocados por la cruel ira de la naturaleza, los ojos de ese país en busca de orientación y consuelo comenzaron a girar, expectantes, hacia la Casa Rosada.
A los jefes militares que ocupaban el palacio presidencial esa mirada les resultaba algo incómoda, y hasta quizás molesta. Hay que recordar que la dictadura nacida el 4 de junio de 1943 tenía pocos amigos y menos aliados, y vivía la ingrata experiencia de gobernar un país que rechazaba su presencia y sus proyectos. El general Pedro Pablo Ramírez encabezaba un gobierno que aspiraba imponer al país una solución política exótica, desprovista de legitimidad constitucional y falta de calor popular. Convencidos de la necesidad de construir un régimen católico y autoritario, hostiles a las fuerzas aliadas que gozaban de las simpatías mayoritarias de la población argentina en la gran guerra que desde 1939 desangraba al mundo, los jerarcas de la Revolución del 4 de Junio enfrentaban la hostilidad de todo el arco partidario –desde los conservadores a los comunistas–, que los denunciaba como la encarnación criolla de una dictadura nazi-fascista.
La primera respuesta de la dictadura del 4 de Junio ante los sucesos de San Juan estuvo inspirada por su sensibilidad reaccionaria: cierre de comercios y prohibición de espectáculos públicos, misas y duelos, una estricta dieta de música sacra en las emisoras de radio. El general Ramírez incluso habló del terremoto como “la prueba que el Todopoderoso nos envía como reparación de pasados errores”. Pero también había otras corrientes en el mar. Ese mismo día comenzó una colecta de fondos que tuvo a los hombres del gobierno y los oficiales superiores del ejército entre sus primeros aportantes. Y pasado el mediodía del domingo, nos recuerda el historiador Joseph Page, a través de la Red Argentina de Radiodifusión se escuchó “la voz poderosa y nasal de un coronel del ejército que hizo un dramático llamado al país pidiendo medicinas, ropas, alimentos, dinero y sangre.” El oficial en cuestión se llamaba Juan Perón.
Perón
El discurso de Perón tuvo el estilo marcial propio de las comunicaciones de un oficial de alto rango de una dictadura militar. Perón habló “en nombre del Exmo. señor presidente de la Nación”. Frío e impersonal, informó y ordenó. Para entonces, Perón –una figura poderosa dentro del régimen, pero completamente desconocida para la ciudadanía–, sólo había hablado por radio tres o cuatro veces en el curso de los siete meses previos. Por eso llama la atención que, apenas siete horas más tarde, a las 20.30, de manera sorpresiva, volviera a hacer uso de la cadena nacional. Y esta vez lo hizo en una vena más sentida y personal. Para entonces, gracias a la información que continuaba llegando desde la ciudad en ruinas, la magnitud del drama sanjuanino podía calibrarse mejor. Por su contenido, por su tono, por la manera de interpelar a la audiencia, ese segundo discurso –rara vez advertido en su verdadera significación por los estudiosos del período– reveló otro Perón. Uno capaz de hablar de dolor y sufrimiento, y de comunidad entre los que sufren y los que tienden una mano solidaria. Uno que, por encima del uniforme de coronel del ejército, vestía un ropaje más elevado pero también más humano.
Perón comenzó su discurso de las 20.30 confesándose “embargado de inmensa angustia” ante el “espectáculo de la muerte, la desolación y la ruina” que se había abatido sobre San Juan. A continuación, convocó a toda la población a colaborar con los hermanos caídos en desgracia. Además de expresar congoja, Perón tuvo palabras de consuelo y un mensaje de esperanza para las víctimas del terremoto, a las que les habló de manera directa, invocando la representación del pueblo argentino. “Vuestro dolor es compartido por el país entero … sólo tenemos una inquietud. Unirnos en un esfuerzo común para llevar los auxilios necesarios y proceder a la reconstrucción”, les dijo a los sanjuaninos. Cerró su discurso con una apelación a la solidaridad nacional y a “la cohesión espiritual y la hermandad sin los cuales nada vale” (los dos discursos de Perón pueden verse en: https://www.scribd.com/document/397507269/Discurso-de-Peron-tras-el-terremoto-del-44 )
Lo que siguió a los discursos del 16 de enero es muy conocido: la identificación de Perón con la colecta destinada a auxiliar a las víctimas del terremoto, el acto del 22 en el Luna Park en el que estrechó su lazo con Eva Duarte, la marcha hacia el centro del escenario político, el 17 de Octubre de 1945 y el triunfo electoral del 24 de febrero de 1946.
¿La Argentina asistió esa noche de dolor colectivo del 16 de enero de 1944 al nacimiento de un líder político? ¿Estaba contenido allí el Perón que signaría como nadie la vida pública argentina por más de un cuarto de siglo? Son muchos los que proponen trazar una línea de continuidad entre el coronel que se erigió en la voz de la tragedia que conmovió a todo un país en enero de 1944 y el líder cuya palabra llenaría plazas y cuyo apellido, sonoro y compacto, corearían multitudes. Es lo que sugirió el influyente semanario Primera Plana cuando sostuvo que “aquel discurso marcó el comienzo de su largo monólogo de una década”. Y es la perspectiva que adopta la excelente biografía de Perón escrita por Joseph Page, que se abre con el relato de este episodio. Para Perón, sugiere el historiador norteamericano, “el terremoto de San Juan fue un envío del cielo que aceleró su vertiginoso ascenso a la gloria”.
Sin embargo, sabemos que conviene desconfiar de los relatos que conciben el origen como la anticipación del fin. Las agujas que entretejen la trama de la historia no se mueven bajo el impulso de determinaciones y certezas; más bien, la acción humana se abre camino en un contexto de incertidumbre, impulsada por una combinación de imperativos éticos y morales, ambición y cálculo estratégico. Sus resultados nunca están fijados de antemano. La Guerra de Troya no comenzó cuando Paris raptó a Helena; el ascenso de Hitler no está contenido en la humillación de Versailles. Lo mismo vale para Perón y el comienzo de su formidable aventura política.
Vista a la distancia, es claro que, al identificarse de modo tan íntimo con la causa de San Juan, Perón dio un paso en la oscuridad, cuyas consecuencias últimas no podía calcular. Nada indica que sus superiores y sus camaradas de armas que describían al terremoto como parte del plan divino acompañaran a Perón en la “inmensa angustia” que dijo embargarlo. Tampoco es evidente que su convocatoria iba a ser recibida con los brazos abiertos por esa parte mayoritaria de la ciudadanía para la el que este coronel de eterna sonrisa no era más que uno de los tantos rostros de la “dictadura nazi-fascista”. Considerando estas circunstancias poco alentadoras, Perón podría haber mirado para otro lado. No lo hizo. En un acto de osadía, apostar por movilizar el sentimiento de solidaridad con San Juan. Reveló coraje y ambición y, por qué no, también un sentido de la responsabilidad que impone el ejercicio del poder muy superior al del resto de sus compañeros de causa.
Liderazgo político y comunidad
En esos primeros meses de 1944, la Secretaría de Trabajo y Previsión dirigida por Perón tomó en sus manos la tarea de aliviar el dolor de San Juan. Ese fue el trampolín que proyectó al “coronel Kolynos”, al centro del escenario político, y que le permitió acrecentar su carisma como líder popular. La política, sabemos bien, tiene mucho de teatral, de artificio. De hecho, el autor de El peronismo entre las ruinas nos recuerda que, cuando Perón fue derrocado en 1955, las huellas del terremoto seguían muy vivas. Tanto es así que la reconstrucción del centro de San Juan fue, en gran medida, una labor que encaró la Revolución Libertadora. Pero en enero de 1944 Perón hizo algo muy importante, cuyo valor no se mide sólo en obras de infraestructura o metros cuadrados de vivienda construida, y que en definitiva hizo que nuestra imagen del terremoto quedase asociada con la figura de Perón. Al asumir la responsabilidad de hablar de la tragedia, Perón les dio a los argentinos un punto sobre el cual apoyarse para procesar su dolor y un foco en torno al cual organizar su vocación solidaria. Llevó consuelo y aliento a las víctimas, y contribuyó a afirmar la idea de que no estaban solos en la noche de la adversidad. Dicho sea de paso, nada de esto resulta irrelevante para explicar la potencia y perdurabilidad del lazo que por décadas unió a Perón con sus seguidores.
Todo esto debería hacernos recordar que la tarea de un gobernante no se circunscribe a resolver problemas prácticos o proponer un horizonte de ideas y proyectos. El liderazgo político excede el plano de la acción práctica o discursiva. El liderazgo tiene, o debería tener, asimismo, una dimensión moral que, bien dirigida, es de enorme relevancia para reafirmar la cohesión de una comunidad y para estimularla a sacar a la luz lo mejor de sí. De allí que, como hemos visto en más de una ocasión en estas últimas dos décadas, cuando en la hora de la desolación un gobernante elije mirar para otro lado, está faltando a una de sus obligaciones principales. Esa mezquindad degrada el ideal de solidaridad nacional y deja a la intemperie a la comunidad cuyo cuidado y cuya representación tiene a su cargo.
Llegados a este punto, pues, el espejo de la historia nos permite observar que ese político novato que era el Perón de 1944 tiene cosas importantes que enseñarles a sus discípulos más aventajados de nuestro tiempo. Esa voz que llega del pasado -sintetizada en el formidable discurso de la noche del 16 de enero- nos invita a recordar que, contra los pobres imperativos del realismo político, que sugieren no tomar riesgos innecesarios, un verdadero líder político siempre tiene más de una opción por delante. Las tradiciones políticas se construyen y reconstruyen sobre la base de narrativas y relatos que, con frecuencia, compiten entre sí para dar sentido a la experiencia y para proponer una visión de futuro. Sería deseable que el peronismo del mañana puede contar más historias como la de San Juan y menos como las de su silencio ante Cromagnon, Once y la cocaína adulterada.
RH