Mal comienzo
Fernando Sabag Montiel permanecía sentado en una camioneta policial, a una altura y en un lugar que permitía que la gente pudiera verlo desde afuera. No tenía los vidrios polarizados. Se sonreía, lo que volvía locos de furia y desconcierto a algunos manifestantes que permanecían cerca. Habían pasado las diez de la noche, una hora desde que intentó cometer el magnicidio. Los militantes que lo habían atrapado lo dejaron en manos de un pequeño grupo de policías. Uno de ellos era Augusto López Rinaldi, el jefe del Cuerpo de Prevención Barrial de la Policía Federal. Sabag Montiel le había dicho: “Me pegaron, no hice nada”. Se señalaba el golpe en la cara para victimizarse. Todavía reinaba cierta confusión y algunos efectivos no sabían lo que había pasado con CFK. Subieron a Sabag al vehículo pensando que había sido agredido en una trifulca. Lo trataban como un damnificado, una víctima.
El jefe de la custodia de la vicepresidenta, Diego Carbone, se encontraba en Tigre, a punto de entrar al consultorio del kinesiólogo por una lesión en la rodilla, cuando un oficial le mandó a su celular el video del momento en que aparece el arma cerca de ella. Tuvo que mirarlo cinco veces porque no entendía la escena.
—¿Qué me estás mandando? —preguntó.
—Miralo en cámara lenta— le sugirió el hombre de su equipo.
Puso el video en pausa y avanzó manualmente, arrastrando el dedo por la parte inferior de la pantalla del celular. Cuando vio la escena con nitidez, subió a su auto y en veinte minutos estuvo en Recoleta. Completó el trayecto en tiempo récord. Lo primero que hizo fue ir a ver dónde y cómo estaba Sabag Montiel. Abrió la puerta de la camioneta y se agarró la cabeza al advertir que no estaba esposado. Le corrió la capucha para ver si la cara coincidía con la del documento que ya le habían enviado. López Rinaldi acababa de recibir el mismo video en el que identificó las manos tatuadas. No había dudas de que estaban frente al hombre que había tratado de matar a Fernández de Kirchner. Le pusieron las esposas y lo llevaron a un patrullero blindado, que fue trasladado a la calle Juncal y estacionado junto a una de las entradas al gazebo. A todos les llamaba la atención su tranquilidad. Estuvo dentro del vehículo más de tres horas, ya sin público al acecho.
Algunos funcionarios habían regresado del trabajo a sus casas y vieron todo por televisión. Juan Martín Mena, secretario de Justicia y hombre de extrema confianza de la vicepresidenta, interrumpió su cena, estrelló su celular contra el piso y empezó a gritar con desesperación ante las imágenes. Había visto a CFK un rato antes en el Senado. Era inevitable imaginar que podrían haberla matado. Y que no ocurrió por milagro. Lo que se veía por tevé era descontrol. Sintió que iba a descomponerse. Fue hacia el baño, se lavó la cara y se activó. Dejó todo y manejó como un rayo hasta la esquina de Juncal y Uru-guay. En medio de la angustia, les comentaba a sus conocidos que no podía sacarse de la cabeza el canto de los tenores del Teatro Colón que el día anterior habían entonado, en dirección a la ventana de la vicepresidenta, un famoso coro de la ópera Nabucco, “Va pensiero” (Vuela, pensamiento), de Giuseppe Verdi, y que justo esa noche estaban en el estudio de C5N en el momento en que se conocía la noticia del atentado. Se le mezclaba todo. La pieza operística se convertía en la cortina musical del instante del disparo que no fue.
Llegó agitado, forzando su cuerpo grandote, y se zambulló en el departamento de Cristina. Ella estaba serena, sentada en el living. La televisión permanecía encendida. Los funcionarios que iban llegando e incluso sus secretarios Diego Bermúdez y Mariano Cabral estaban todos en estado de shock.
—Bueno, “presi”, mi función es abajo —le dijo Mena después de un rato. Quería ir a controlar el procedimiento y ver a Sabag Montiel. Se despidió y salió.
En el gazebo se amontonaron algunos funcionarios. Uno de los policías abrió la puerta del patrullero y levantó la campera de Sabag para mostrarle al secretario de Justicia que estaba esposado. En un bolsillo del abrigo, le señaló, tenía guardado el teléfono celular.
—¿Cómo estamos? ¿Está todo bien? —preguntó Wado de Pedro, el ministro del Interior, que también había bajado.
—Sí, quedate tranquilo —le dijo Mena.
—Mirá el teléfono, por favor, no lo pierdas de vista— le advirtió De Pedro mientras le apretaba el brazo a un funcionario del Ministerio de Seguridad, en señal de que estaba diciendo algo importante.
El celular del detenido podía ser una prueba crucial para reconstruir cómo había llegado hasta ahí con el objetivo de matar a la vicepresidenta. Era imperioso saber con quién había hablado o chateado en los últimos días. ¿Alguien lo mandó? ¿Alguien le había llenado la cabeza? ¿Era un sicario? ¿Tenía conexiones políticas? ¿Le pagaron? ¿Le pagarían? ¿Quiso ser el “héroe” ejecutor de lo que pregonaban agrupaciones violentas y dirigentes políticos? Ante semejante hecho de violencia política, lo que todo el mundo esperaba era encontrar respuestas a esos interrogantes. Que hubiera una investigación judicial eficaz, que no dejara escapar ni un detalle ni desperdiciara un segundo.
Ya era casi de madrugada cuando la policía hizo bajar a Sabag del vehículo para completar el procedimiento de rigor dentro de la carpa. Llevaron testigos para presenciarlo. Había uno que no podía disimular en su cara la furia que le despertaba ver al detenido. Mena tuvo que pedirle que se tranquilizara porque podía ser problemático. Los celulares de los funcionarios no paraban de sonar, entre llamados y mensajes. Esa misma noche, varios recibieron los videos de las notas que les habían hecho a “Nando” y a su novia Brenda en Crónica TV.
A Sabag Montiel le tomaron las huellas dactilares, le realizaron la prueba “dermotest”, le quitaron las esposas solo para que se sacara la ropa —menos los calzoncillos— y entregase lo que tenía encima. Quedó todo expuesto en el suelo: dos comprobantes de pago de infracciones a su nombre, una tarjeta “SUBE” de las que se usan para abonar el transporte público, un certificado de discapacidad a su nombre, una tarjeta del local de tatuajes “Yeyo Tattoos” que queda en Quilmes, un par de auriculares inalámbricos de color negro con su estuche, un cargador blanco para el celular, cinco anillos, dos llaves doradas, tres pulseras y dos cadenitas plateadas, un barbijo celeste. Tenía, además, 28 pesos en monedas, que depositó dentro de sus zapatillas.
Carbone tiene 53 años, un físico trabajado para practicar artes marciales y corte de pelo entrecano rapado en la nuca con jopo adelante. Trabaja con CFK desde 2004, aunque había comenzado al lado de Néstor Kirchner dos años antes. Subió al departamento con preocupación después de ver a Sabag. Ella lo recibió sin estridencias y le señaló la pantalla:
—¿Viste? —le dijo. Luego le explicó que pensó que solo se había tratado de una escaramuza. Acto seguido, le pidió que verificara si el arma tenía balas en la recámara.
La pistola secuestrada estaba preservada debajo de otra carpa más pequeña sobre la calle Juncal, entre un pilar de electricidad y un árbol. Tenía parte de la numeración gastada, aunque asomaba el número 250 en la base de la empuñadura. Sabag Montiel no tenía credencial de legítimo usuario y el arma había pertenecido a un vecino suyo, César Bruno Herrera. No está claro cómo llegó a sus manos. Cuando finalmente se presentaron los peritos, movieron la corredera y notaron que no había cartuchos en la recámara. Tampoco tenía el seguro colocado y había cinco balas calibre .32 en el estuche cargador que tenía colocado. Los expertos notaron que el resorte que da impulso a la munición estaba gastado. Es una pieza muy barata, de unos 15 pesos al momento de los sucesos. Un peritaje posterior daría cuenta de que, aun así y pese a que era vieja, la Bersa estaba apta para disparar. “Dicha falencia no afecta el ciclo de disparo del arma (alimentación de munición en recámara, disparo, extracción y eyección de la vaina ser- vida resultante)”, confirmó el informe pericial final. La pistola semiautomática que empuñó Sabag Montiel, incluso, había sido disparada con anterioridad y también funcionó —con los mismos componentes que tenía el día del hecho— cuando la probaron durante la investigación.
Nota: el título de esta nota se corrigió el 2 de septiembre a las 20:40. La frase original de Fernández de Kirchner es “presa o muerta”. El libro se llama “Muerta o presa”.
ED/MG