Muchos de los que participamos de la vida pública desde el amplio espacio progresista hemos tenido como faro de nuestro imaginario político alternativamente a Cuba, Nicaragua y Venezuela. Eso solo, aun antes de que asuma el primer gobierno argentino de ultraderecha elegido en las urnas, alcanza para repensar nuestra contribución a formar una sociedad más igualitaria y libre en las que las grandes mayorías puedan vivir mejor. Y en la que un país entero no tenga que vivir en un péndulo mefistofélico entre los errores que cometimos y los horrores que combatimos.
Esas opciones del progresismo en América Latina no son todas iguales ni nacieron así. Ningún pibe nace Ortega. En 1973, Henry Kissinger le explicaba a un grupo de dirigentes chilenos que su principal preocupación con Salvador Allende no era el futuro de Chile. Su obsesión era que el acceso al poder del socialismo por vía democrática fuera exitoso y se convirtiera en ejemplo para el resto de la región y el mundo. Le preocupaba Chile porque le preocupaba Italia, donde Estados Unidos machacaba de todas las formas imaginables para que la vía democrática del Partido Comunista fuera defectuosa, impotente. Lo cierto es que con o sin Kissinger, la democratización de las sociedades en América Latina fue, en el mejor de los casos, una preocupación pasajera parte de sus elites, obsesionadas con suprimir el conflicto social, contener la expansión de prácticas democratizadoras y garantizar el orden aún si esto significara crear el caos. Kissingeristas de la primera hora. Es difícil imaginar que qué hubiera pasado en Nicaragua si su revolución democrática no se hubiera desarrollado entre puertos minados por la CIA y una insurgencia que sólo reforzó la militarización de la sociedad y apretujó todo esfuerzo -que los hubo- por crear una sociedad más justa. Las revoluciones democráticas de la región o sucumbieron bajo formidables complejos militares e ideológicos, o encontraron miles de atajos, encerronas e incentivos para desjurar de sus promesas y endurecerse en su autoritarismo al mismo tiempo que fracasaban en su promesa de bienestar e igualdad.
Lo interesante es que uno de los países en los que eso no sucedió fue justamente la Argentina, que, para bien o para mal, ni venía de Cuba ni iba hacia Venezuela. Con excepciones varias pero menores, ese mismo progresismo local (que Javier Franzé define como “el peronismo kirchnerista, el alfonsinismo, los socialistas y los socialcristianos, con o sin partido”) aplaudió a Castro, Ortega y Chávez pero esquivó prolijamente sus peores desenlaces, y participó de una sociedad que se hizo más democrática, no menos. Donde hubo alternancia de poder, expansión de derechos políticos en todas las formas imaginables, una defensa más que razonable del derecho a la vida, altísima participación política en las elecciones, en las organizaciones sociales, en las calles.
Javier Milei sumó a la Argentina al mapa global de extremas derechas muy diversas que crecen, en la medida que desaparece el espacio de negociación nadie encuentra incentivos para moverse hacia el centro
En buena parte, Javier Milei sumó a la Argentina al mapa global de extremas derechas muy diversas que crecen, en la medida que desaparece el espacio de negociación nadie encuentra incentivos para moverse hacia el centro. ¿Dónde está el centro? En la Argentina, por su historia y su estructura social y económica, ese centro es el combate a la inflación. En la Argentina solo desde una inflación bajo control puede pensarse una radicalización de la expansión de los derechos económicos, socioambientales y políticos. Históricamente al menos desde el Rodrigazo en 1975, un Estado democrático y democratizador es un Estado con un control fuerte sobre los precios internos. Por fuera de una revolución, el Estado es una inflación controlada. No es la educación, la salud, la seguridad, la infraestructura o las políticas sociales públicas que el progresismo alaba ideológicamente, sino la estabilidad de precios que hace que todas esas políticas públicas tengan un sentido profundo para quienes deberían beneficiarse de ellas y no se conviertan en una arena movediza que al mismo tiempo que ofrece salvatajes perpetúa la precariedad y la exclusión. Cuando Mauricio Macri dijo aquello de “caer en la escuela pública” también estaba conectando con la realidad cotidiana de millones de argentinos, una realidad que él, su familia y su clase dieron forma en las décadas precedentes a la frase.
En perspectiva, es insensato pensar que políticas como la expansión de derechos asociados a la “batalla cultural” hayan sido una causa del ascenso de Milei. Muchas de esas reformas deberían ser más profundas aún. Pero su circulación en la Argentina inflacionaria fue menos emancipador que lo que muchos imaginan. Y el problema fue la forma en la que el lenguaje inclusivo, por poner un caso, se incorporó al arsenal de recursos con los que ocultar el fracaso de la política económica. El problema fue la forma en la que la retórica exacerbada del kirchnerismo ocultó mal y poco el efecto muy poco radicalizado de sus política, imaginando una polarización política ahí donde sólo había una radicalización de la derecha.
No es la economía, estúpido, sino las formas ideologizadas con las que el progresismo buscó ocultarla. Para esconder la inflación, el kirchnerismo primero, y el amplio arco de fuerzas que se opuso al ascenso de Milei después, terminaron en una versión vergonzante de aquella “democracia formal” que caricaturizaban décadas atrás. Olvídense de la inflación, de sus carencias, de las flaquezas del Estado, de la falta de pan: piensen en lo importante que son las instituciones y los derechos humanos.
De esa concepción enceguecedora se derivó una decisión táctica enceguecida: Alberto Fernández, Cristina Fernández de Kirchner y Sergio Massa tendrán que explicar qué tomaron cómo imaginaron que en la Argentina inflacionaria la mejor forma de frenar a la ultraderecha era colocar al único candidato que consideraban posible como ministro de Economía. Mientras eso ocurría en mentes afiebradas, afuera la inflación lograba que el beneficiario de políticas sociales y el comerciante de una ciudad encontraran un terreno común desde el que identificar al Estado como un problema y no una solución.
En las comparaciones de Milei con Trump, Bolsonaro, el gran ausente es el índice de precios al consumidor. El año en el que ganó Trump la inflación fue del 1,14%, y la de Brasil cuando ganó Bolsonaro de 3,18%. Sentados arriba de un volcán, nada será igual
Si algo de esto es cierto hacia atrás, es muy importante para el futuro por dos razones fundamentales, además de repensar la relación entre democracia e inflación en el contexto histórico argentino. Primero, porque en las comparaciones de Milei con Trump, Bolsonaro, Orbán, Wilder o Meloni, el gran ausente es el índice de precios al consumidor. Cuando busquemos normalizar el ascenso de Milei y el desmadre que le aguarda a él y al país, es central recordar que la inflación del año en el que ganó Trump (2016) fue del 1,14 % y la de Brasil cuando ganó Bolsonaro (2018) llegó al 3,18. Sentados arriba de un volcán, nada erá igual.
Más a largo plazo el desdén ideológico y político por la inflación fue la mayor derrota del progresismo y esa puede ser una advertencia hacia el futuro. En aquel gesto de suponer que hay desesperaciones que no merecen ser escuchadas, el kirchnerismo perdió ahí donde tenía su punto fuerte: En articular como demandas políticas antes y mejor que otros aquellos problemas que no tenían representación efectiva.
En el futuro inmediato, Argentina vivirá la confluencia de las demandas sociales y ambientales. Este verano será el primero en el que miles de personas morirán como derivado directo del calentamiento global (agudizado por el fenómeno de El Niño) que a su vez hará más visible los déficits de infraestructura. El progresismo puede pensar urgentemente qué hacer frente a eso, imaginar cómo integrar a las víctimas de un cataclismo humano en un proyecto político emancipador. O puede insistir con una visión del desarrollo económico, el Estado y la naturaleza que tomó forma cuando el planeta tenía la mitad de habitantes, el doble de recursos naturales y unos cuantos grados menos de temperatura. Pero cuando se haga fuerte un líder que proponga enfrentar el calentamiento global quemando los bosques y secando los océanos tendremos que recordar de nuevo que las demandas crecen a la sombra de nuestro desdén y toman formas políticas de espaldas a nuestro desprecio. Y se expresan con las ofertas políticas existentes y no con las que nosotros nos encargamos de ignorar.
ES/MG