Conocí a Carlos Reutemann en el año 2007. Decir lo conocí es un uso jactancioso de un humilde verbo, que remite a “tener noción”. Hacía falta mucho más de la que yo tenía por entonces, para “conocerlo” medianamente.
El último precedente había tenido lugar tres años antes: después de un almuerzo con el Canciller Gerhard Schröerder en Berlín, mientras nos íbamos, me pasó amigablemente el brazo por sobre el hombro y me dijo: “Hablás bien inglés, vos, Marcelo”.
Yo era –y soy– apenas el hermano de Marcelo. No dije nada, y él salió de la Cancillería alemana, como si nada de lo que lo rodeaba le importara. Es muy posible que no le importara.
Enzo Ferrari lo definió: “atormentado y tormentoso”. Quizás, la búsqueda perpetua de certezas le había generado una desconfianza incurable. Estaba tan identificado consigo mismo, que no advertía que la vida es el sufrimiento y el cambio perpetuo. Entonces dudaba, y ¿qué es la desconfianza sino la duda vuelta sentimiento?
En una ocasión, me invitó a su casa, en el barrio Guadalupe. Era muy temprano en la mañana, él abrió la puerta de una reja (de la que yo algo sabía), me hizo entrar por la cocina y me pidió que esperara en un pequeño cuarto contiguo.
Allí, había tres notebooks, una de las cuales era idéntica a la que yo usaba: una Compacq 6910p. Me asomé a las pantallas: en la primera vi el “Corriere della Sera”; en la segunda, “Le Monde”; y en la tercera el “Daily Telegraph”, tres diarios de los tres países en los que había vivido. Me habló de la interna del socialismo francés; por entonces, la estrella era Ségolène Royal, de quien me contó que había nacido en Dakar. Entonces me di cuenta de que era menos taimado que lo que le imaginaban, y más inteligente de lo que estaban dispuestos a reconocerle. En Santa Fe, la pirotecnia erudita no junta votos, pero en cambio el arte del disimulo, centenares de miles.
Dije que conocía a esa reja, pero usé el verbo en sentido metafórico. La historia es ésta. Un querido amigo, diputado nacional por Santa Fe, quería que la sede de la Convención Constituyente del ’94 fuese la capital de la Provincia. Pero tenía un formidable rival en el “Choclo” Alasino, que aspiraba a lo mismo con Paraná como centro. A Menem le daba lo mismo: a ambos les había dicho que, por él, podían hacerla en Las Lomitas, mientras que le consiguieran la reelección.
Mi amigo buscó reunirse con Reutemann, del que era amigo, o próximo. Pero el hombre le esquivaba al bulto. El pobre y transpirado diputado nacional se había munido de todos los argumentos: la célebre discusión entre Facundo Zuviría, que era diputado por Santa Cruz y presidente de la Convención, y Juan Francisco Seguí, diputado por Santa Fe, a las 23.30 del 20 de abril de 1853, en el demolido Cabildo local. El cuadro de Antonio Alice, “Los Constituyentes de 1853”, que hoy adorna hoy el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso Nacional.
Pero el silencio del gobernador, ése que había generado a su alrededor una corte de astrólogos y de pitonisas que afirmaban saber su contenido, y de cuya existencia vivieron dos décadas, no cedía. Hasta a tirar pedruscos a las ventanas de la Casa Gris recurrió el entusiasta localista.
De modo que recurrió a un recurso extremo. Lole siempre tuvo pocas debilidades (pocas preferencias, lo que puede verse como un signo de austeridad o como una señal de falta de imaginación), una de las cuales era el alfajor santafesino. De modo que nuestro tenaz hacedor de leyes compró el más irresistible de la ciudad, fue un domingo a la mañana hasta Guadalupe, colgó el paquete -del ancho de una pizza- de una de las lanzas de las rejas, tocó el timbre, se agachó para no ser visto detrás de los ligustros y esperó con paciencia.
No pasaron cinco minutos antes de que se escuchara el chirriar de la persiana de madera. Ni diez, hasta que la mano de Reutemann aferró el piolín del que colgaba el alfajor. Allí, con garra de halcón, el anhelante legislador le atenazó la muñeca, se paró y le dijo: “¡Ahora sí que me vas a escuchar!”.
Santa Fe fue una de las sedes, entre mordiscos al alfajor santafesino (que Reutemann tenía inmovilizado mientras le echaba tarascones como si fuera un “Jorgito”), citas históricas y el hospitalario cordón de la vereda, el límite de la intimidad según el Lole, donde se sentaron para arreglar.
De las decenas de interpretaciones de por qué el senador y gobernador no aceptó la candidatura a la presidencia de la república en 2003, prefiero la del presidente Duhalde, hombre de núcleos urbanos densos. Reutemann, en cambio, era de soledades, extensiones de verdes, estaciones de servicio con un operario, y escuelas del interior, con maestras que se rendían ante su inapelable pinta de galán con rodaje.
“No hubo una reunión con el Lole”, dijo una vez, “hubo muchas. Siempre me pedía algo nuevo y yo siempre le decía que sí. La última, como el 2002 era bravo, y nos habíamos juntado en la sala del sillón de Rivadavia, los piquetes atronaban. ‘Y esto, Eduardo, ¿no se podrá solucionar?’, me dijo Reutemann, por el ruido. Y yo le contesté que me dijera que sí, que era candidato, y le ponía quíntuple vidrio blindado, que no iba a escuchar nada, y que si le tiraban un cañonazo tampoco lo iba a escuchar porque iba a estar muerto. Pero me dijo que no. O me lo mandó a decir”.
Una vez Malraux le preguntó a un cura anciano qué le habían enseñado cincuenta años de confesionario sobre el alma humana: “lo primero, que la gente es más infeliz de lo que creemos”, respondió; “y lo segundo es que no hay grandes personas”. Cuando le dijo que no a Duhalde empecé a sospechar que era más despabilado que tortuoso. Esa presidencia no era para él y lo supo. Desdicha, pequeñez: ¿no se trata de eso, al fin y al cabo?
Con la muerte de Reutemann se extingue un monoteísmo provincial. Receloso, no dejó discípulos. Cuando pareció tenerlos, no fueron más que interinatos sometidos al desdén y la ausencia. La corte de astrólogos y pitonisas, hace ya tiempo con los ingresos menguados, seguirán contando anécdotas a cambio de un vaso de ginebra. Tal vez haya alguno alfabetizado en el grupo: ése, escribirá y publicará un libro. Pero claro, en el 2002 hubiera sido una pegada; en cambio, ahora…