Argentina está privada, y en la duplicidad de esa afirmación crece con la fuerza de la verdad la figura de Javier Milei. La verdad de las privaciones y la de un mundo privatizado, de individuos económicos incontrolados; su descripción y su deseo. Sus modos demenciales no son una escena azarosa, están atados a aquello que se esfuerza por revelar. Milei quiere gritar al viento que hace ya rato que el Estado no tiene el rol igualador que sus defensores quieren preservar y sus detractores desmantelar. Que los votantes están solos, destituidos, zombies en una selva de individuos voraces a la que el candidato los invita a sumarse, antes de que sea demasiado tarde y bajo su tutela. Mi lei or the high güei.
En las últimas semanas se hizo común la pregunta de el por qué el apoyo a Milei parece crecer entre jóvenes de clase media y baja. ¿Y por qué no? Esa costumbre de someter a interrogatorio diferencial algunas opciones políticas siempre desnuda la ceguera respecto de otras. ¿Por qué tantos o más votantes de esos grupos sociales y etarios apoyan a alguna de las otras opciones mayoritarias?
Si es cierto que la libertad avanza entre esos grupos, es probable que su discurso libertario y antiestatal conecte con la interpretación de experiencia reciente. Evidentemente, las formas en las que la sociedad se relaciona con el Estado son muchas y fragmentarias. El gran Buenos Aires ofrece ejemplos de hospitales públicos milagrosos y aquí y allá hay escuelas públicas providenciales y sistemas ayuda apropiados. Pero esas perlas están carcomidas, no todos tienen la suerte de vivir cerca del Hospital El Cruce-Néstor Kirchner de Florencio Varela. Esas perlas ya no son, y la formidable red de políticas públicas entre los sectores más vulnerables que resucita periódicamente demostró primero su, impacto pero con los años expuso aún más su precariedad, acentuando la de sus beneficiarios. Esas perlas no esconden que, para millones, la relación cotidiana con el Estado está marcada por distintas formas de la opresión, desde la espera de los desesperados hasta las formas más obvias de las fuerzas represivas en su rol directo o en colusión con aquellos que supuestamente deberían combatir. Entre precarizados, sumergidos y aquellos que simplemente están peor que antes lo que se libra no es una guerra de monstruos, sino una discusión por entender cómo fue que sucedió, y cuáles son las mejores formas de adaptarse a esas realidades que parecen instaladas desde hace un par de generaciones.
El kirchnerismo no abraza esa Argentina privada ni desarrolla los recursos que la reviertan de manera estructural, y en el medio se hunde se hunde se hunde. La retórica del Estado por parte de quienes no logran hacerla realidad de manera contundente, y la retórica de la reforma entre quienes llevaron de forma inmediata al país al caos: entre esas dos paredes se cuela la invitación al infierno que nos acerca Milei.
La verdad de Milei, entonces, puede ser espantosa, pero es cualquier cosa menos antipolítica. Es una mirada de cómo deberían relacionarse la sociedad, los individuos y el Estado y qué ideas y recursos deberían guiar esa relación, difícil encontrar algo más político que eso. Y es, también, una verdad histórica, que se asienta en tres tiempos. Una es la coyuntura cortita de una inflación indomable y un centro político que se licúa en la caja del supermercado. La otra es la coyuntura corta de una pandemia que desnudó las precariedades que algunos sufrieron desproporcionadamente más que otros. Y la otra es la de una comparación implícita de los experimentos políticos realizados desde la recuperación democrática desde 1983, hecha bajo la hipótesis temible de que el menemismo fue mucho más exitoso que el kirchnerismo en transformar de forma duradera la estructura social argentina.
Claro que esta es una lectura excesivamente política, y que la Argentina de los ’90 y del 2000 también cambió por motivos externos a los resultados electorales. Pero Milei va por la presidencia de la Nación, no por la dirección del CONICET, y esta lectura le permite mantener al kirchnerismo como su némesis y circunvalar convenientemente la experiencia macrista para atacarla desde un lugar hasta ahora inédito. El esfuerzo de Milei por asociarse a la memoria histórica de Carlos Menem y Domingo Cavallo anuda su presente al de una experiencia que, en sus propios términos, fue exitosa, y le permite saltearse el pantano en el que está metido Macri con su macilenta idea de liquidar al peronismo. Quizás por eso, en “Primer Tiempo”, Macri se refiere 41 veces al populismo, mientras que Milei en “El camino del libertario” lo hace sólo una. No para aburrir con el peronismo y la cultura, sino para captar la forma más proteica del antipopulismo con los proyectos igualitarios y ver en Alberto Fernández “la llegada de un nuevo gobierno de corte populista y sus típicos programas de controles de precios.”
Eso: Milei va a lo proteico. Si Macri busca formas de anticipar un programa de gobierno (con la carambola de diferenciarse de sí mismo cuatro años atrás), Milei facilita su propio trabajo con gritos doctrinarios. No lo caracteriza la claridad conceptual, precisamente, pero tampoco la busca. Las imágenes (suprimir el Estado, que desaparezcan los impuestos, la moneda, todo) son más elocuentes y dibujan un horizonte mucho más que una serie de medidas.
Ese contexto torna inteligible el heterogéneo apoyo que pueda tener Milei. Una de las discapacidades mas notables de muchos análisis políticos es imaginar votos de baja calidad: el voto a Milei es un voto desesperado, es un voto bronca, un voto de segundo orden. Todos los votos reaccionan a algo, todas las identidades -políticas y de otro tipo- se construyen, en mayor o menor medida, en oposición a otras. La idea de que hay voto virtuoso de ciudadanos que el día de la elección desayunan dos tostadas con queso blanco y se planchan la camisa, frente a otros que llegan al lugar de votación después de haber quemado algo es solo un ejercicio autocelebratorio. Hay mucho más violencia, destrucción y desconsideración en las ideas que buena parte del liberalismo promovió como plataforma para discutir cómo debe ser la sociedad argentina en los últimos 50 años que en las motivaciones de los votantes, que busca su voz en un marco muy restringido de opciones. La verdad libertaria se monta sobre la tragedia de este medio siglo de insistencia en las potencialidades del individuo económico y en los obstáculos que la vida colectiva ofrecen a ese paraíso, y no en la supuesta inadecuación de los votantes.
En parte por eso, la emergencia de La Libertad Avanza es algo más que un fenómeno pasajero. Milei está para quedarse.
Para quedarse donde está.
Para quedarse con todo.
Para quedarse en el molde. Una de las tantas esperanzas demenciales es la de que llegado el momento de capturar el centro político, Milei se modere. Nada indica que ese sea su camino. Milei describe aquello que anticipa, su misión no es decir la verdad sino hacerla posible. Milei parece crecer en la insistencia de sí mismo, mientras la realidad que lo rodea confirma que la Argentina igualitaria de los ’60 sobre la que se monta el resto de la competencia electoral es un holograma difuso que está disponible para una parte cada vez más chica del país y que el barbarismo de su proyecto civilizatorio es la nueva forma de la modernización.
ES