20 de marzo de 2021 02:24 h

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Ana Estrada logró que el Estado reconozca su derecho a morir. Vive en Perú, un país en el que las personas del mismo sexo no pueden contraer matrimonio y donde la interrupción voluntaria del embarazo es ilegal y por lo tanto, un delito. Allí, la eutanasia y la muerte asistida se castigan con hasta tres años de cárcel. Pero ella recibió una sentencia a su favor. El 22 de febrero la Justicia la autorizó a acceder al procedimiento cuando ella lo decida. Basta que lo notifique para que la práctica se realice en diez días hábiles. Nadie apeló la sentencia.

¿Pero cuándo empezó la historia de Ana Estada? ¿Hace 32 años, cuando tenía apenas 12 y su brazo izquierdo no cedía en la flexión? El profesor de natación gritaba: “¡Ana! ¿Qué te pasa? ¡Estíralo!”. Pero ella, menudita y suspendida en el agua, no podía. ¿O dos años después, cuando dieron con el diagnóstico? “Polimiositis”, dijo el médico. Es una enfermedad autoinmune, que ataca de a poco los músculos hasta que quien la padece pierde fuerza, queda inmóvil. Esto es: no puede caminar y depende de una silla de ruedas; no puede sentarse y empieza a ver el mundo desde una cama ortopédica

Quizás la historia de Ana Estrada empezó “durante”. Durante la visita de un chamán, que la frotó con hierbas y le dejó una alergia inolvidable. Durante los pinchazos o las extracciones de pedacitos de músculos para analizar en el laboratorio, que la dejaban dolorida. Durante los corticoides, las resonancias magnéticas, el reumatólogo, la fisioterapia, la pérdida de ese primer amor adolescente… 

¿O cuando entendió que su sistema inmunológico no distinguía qué era bueno y qué malo, y se defendía agrediéndose? Entre sus 14 y sus 20 años, Ana Estrada decidió investigar qué le pasaba. En ocho años se volvió una experta en la enfermedad que la consumía. 

En 2015, tenía la vida que había deseado. A los 38 años, habitaba una casa bonita con Amaro, su gatito. Se había recibido de psicoanalista y atendía a sus pacientes. Pasaba tiempo con sus amigos, visitaba a sus padres, veía de cerca cómo su hermano armaba una familia. La polimiositis avanzaba, ya usaba una silla de ruedas y dependía del cuidado de una asistente. Pero dice que estaba feliz, que se sentía amada. Sólo notaba cierta dificultad para respirar, un cansancio repentino y demoledor. Hasta que llegó junio y ese resfrío.

“Mis músculos respiratorios empezaron a perder fuerza. En realidad, ya lo había investigado y una parte de mí sabía que esta era la última etapa de mi enfermedad. Pero la había calculado para los 50 años y no a los 38 cuando estaba logrando todo lo que me había propuesto”, escribió Ana en su blog. Es un diario que lleva desde que decidió hacer público su deseo, en 2019: morir cómo, cuándo y dónde ella quiera.

Aquel resfrío derivó en faringitis y luego, en bronquitis. Ana pesaba 35 kilos: su cuerpo rechazaba el alimento. El 18 de julio de 2015 su hermano la encontró al borde del ahogo. Desistió de la silla de ruedas para alzarla como si le hiciera upa a un bebé. La llevó lo más rápido que pudo a una clínica. En el camino la ventilaron con un respirador manual que Ana había comprado contra su voluntad: se resistía a creer que el final estaba cerca. La entubaron. ¿Habrá empezado en ese momento la historia de Ana Estrada?

La bronquitis terminó en neumonía. La internación duró seis meses en la terapia intensiva del hospital Reblagiati, una institución pública. Su cuerpo no solo seguía enfermo sino que era otro: un traqueostomía a la altura de las clavículas y una gastrostomía, un orificio por donde pasa una sonda de alimentación hacia el estómago. Con el tiempo, Ana ganó peso. Lo que sobrevino fue la depresión. Ese también es un hito en su historia de vida.

Es difícil determinar cuándo empezó la historia de Ana, pero es posible afirmar que su caso es el primero en Perú. En el mundo, hubo casos similares: personas que tuvieron que judicializar su deseo para evitar la eutanasia clandestina, que existe. Gloria Taylor, por ejemplo, peticionó ante la Justicia de Canadá, donde vivía. Murió en 2012, antes de que se conociera el fallo, a causa de Esclerosis Lateral Amiotrófica, ELA, la enfermedad que sufría. Pero su historia fue el disparador para que el derecho a morir fuera legal.

Ahora es el lunes 14 de marzo. Son las 12 del mediodía en Buenos Aires y las 10 en Lima. Ana Estrada saluda a elDiarioAR. A miles de kilómetros, de tierra y de fibra óptica, hay una mujer recostada en su cama, el cabello corto y negro, los ojos oscuros y una sonrisa tan dulce. “Ahora estoy… Después del fallo y sobre todo después de que los procuradores no apelen, yo estoy feliz. Me han quitado un peso de encima. Ya no tengo miedo”, dice.

¿Qué es lo que ya no te da miedo?

Creo que saber qué es lo que va a pasar, que yo tengo nuevamente el poder de decidir qué puedo hacer. Eso me da a mí tranquilidad, ¿no? La sentencia, en realidad, ha sido reconocer el poder que yo tengo sobre mi vida. En realidad, ya lo tenía. Y no sólo yo, el ser humano lo tiene, porque es natural que lo tenga. Pero en ciertas circunstancias, como la mía por ejemplo, uno siente que no tiene esa libertad. Y aquí el juez ha reconocido que sí la tengo. No es que me la han dado, sino que me reconocieron mi derecho y eso es valiosísimo para mí.

¿En qué cambió tu vida luego de aquella internación en 2015?

Antes vivía sola pero después de que me enfermé, mis padres, que tienen 80 años, se instalaron mi casa. El programa que me da Salud (N. de la R.: se refiere al sistema de Salud público), me suministran lo que necesito. Tengo asistencia permanente de una enfermera. Ahorita puedo sentarme unas cuatro horas al día. El resto del tiempo, debo permanecer recostada. Subí de peso, porque tengo una traqueostomía que hace que pueda expulsar las secreciones fácilmente. Estaré en 50 kilos, más o menos. Me siento bien físicamente, estoy bien atendida. 

¿En qué momento empezaste a pensar en el derecho a morir?

Cuando me interno por segunda vez, en 2016. Yo me di cuenta que ya eso no era vida. Estaba muy deprimida en ese entonces. Pero luego, cuando me recuperé emocionalmente, me di cuenta de que no era la enfermedad lo que me hacía sufrir, sino este impedimento del Estado. Lo que el Estado me estaba diciendo es que no tenía derecho a decidir sobre mi propia vida. Y en 2017 empecé a preguntar a abogados, a médicos… Todos me decían que era “imposible”. Empecé a buscar en el extranjero. Quería saber qué alternativas había. Fueron dos años de búsqueda e investigación personal, a solas, con la tablet, preguntando y preguntando. 

En una entrevista contaste que te ofrecieron gestionarlo en la clandestinidad.

Fue cuando yo aun no lo hacía público. Yo busqué aquí hacerlo clandestinamente. Y encontré un par de personas que hacen ese tipo de trabajos a cambio de una cantidad de dinero.

¿Cuánto dinero?

Al año 2017, unos 3.000 soles, que serían 1.300 dólares. Yo sé que hay personas que sí lo hacen. La eutanasia clandestina existe. Yo decidí no hacerlo porque era muy triste, era muy triste llegar a ese punto, muy riesgoso.

¿Cuáles riesgos?

Ellos me explicaron cómo tenía que hacer. Pero hubiera sido terrible… terrible. Por un lado, no me iba a ir tranquila sabiendo que después mi entorno iba a tener problemas. Por otro, me decían que tenía que tener unas buenas venas para que pase el medicamento. Yo pensé en eso también: “¿y si no tengo una buena vena y no pasa el medicamento? ¿Y si me quedo en la mitad?”

Yo busqué aquí hacerlo clandestinamente. Y encontré un par de personas que hacen ese tipo de trabajos a cambio de una cantidad de dinero.

Cuando hiciste público tu deseo, ¿Cómo te acompañó tu familia?

Ellos comprendieron porque son más de 30 años de enfermedad. Ellos han visto cómo mi cuerpo se fue deteriorando con los años y si bien fui yo la que estuvo en cuidados intensivos, mi familia también estuvo ahí. Pasaron lo que yo he vivido. Entonces siempre van a querer que yo esté bien, que yo esté tranquila. Como cuando buscábamos tratamientos por todas partes o cuando me apoyaban en otras cosas de mi vida: la carrera en la universidad, el posgrado. 

¿Tuvo un costo hacerlo público?

A mis padres los he cuidado todo este tiempo. Nunca he hecho que los entrevisten, no cuelgo fotos de ellos, ni los menciono. ¿Por qué? Porque aquí la que da la cara soy yo. Ellos se sienten orgullosos ahora de lo que he logrado. Y en el camino encontré personas que no me soltaron.

¿Y en la sociedad en general?

Cuando esto se hizo mediático, cuando salió la sentencia del juez, vinieron todos los ataques. Justamente ahorita hay elecciones en Perú y todos los candidatos están hablando de la eutanasia. Esto es por una parte bueno, porque se está tocando el tema cuando nunca antes se había tocado. Pero eso también tiene un costo: mi nombre está usado por una persona, uno de los candidatos, ultraconservador… Y es muy peligroso. De él y de su gente en redes sociales, sí recibo muchos ataques. (N. de la R.: se refiere a Rafael López-Aliaga, un millonario de 60 años dueño de diversas empresas y accionista del operador de trenes que llevan a la ciudadela de piedra inca de Machu Picchu. Estrada no lo nombra)

¿Qué tipo de ataques?

Y… me dan órdenes. Me dicen: “Bueno, ya, mátate”. Pero las mujeres ya sabemos cómo es, históricamente no han dicho lo que tenemos y lo que no tenemos que hacer. Ahora me están diciendo que yo haga lo que ellos me dicen. Por supuesto, no han leído mi caso. Porque yo no he luchado por morir, he luchado por mi libertad, por mi tiempo y por mi espacio. He luchado por mi vida, no por querer morir. 

He luchado por mi vida y mi libertad, por mi tiempo y por mi espacio.

¿Pero no hay algo más en ese imperativo?

Es como… los ahorcamientos públicos, ¿recuerdas haber visto en alguna película eso? Ahorcaban a alguien e iba la gente a ver. Aquí también están pidiendo el “espectáculo de la muerte”. No saben nada de mí, pero piden el show: “Ya, dame el espectáculo completo. Ya vi tu sentencia ahora quiero ver tu muerte”.

Ana Estrada se ríe. Lo hace con dificultad y con gracia. La práctica médica que solicitó es la eutanasia. Esto tiene una explicación: como su movilidad es tan limitada, un médico debe hacer el procedimiento. Le pregunto en qué circunstancias tomaría la decisión, ahora que la Justicia la habilitó. “Cuando ya no pueda hacer lo que estoy haciendo ahorita: hablar. Cuando tenga que estar conectada 24 horas al ventilador y no pueda respirar por mi cuenta. Cuando no pueda hacer eso, entonces ya no lo voy a poder soportar”, dice. Ana todavía escribe su propia historia.

VDM