La pandemia en la Argentina

Las cicatrices de la cuarentena: qué aprendimos y qué olvidamos en esta media década

20 de marzo de 2025 00:29 h

0

“A partir de la cero hora de mañana deberán someterse al aislamiento social preventivo y obligatorio. Esto quiere decir que a partir de ese momento nadie puede moverse de su residencia”. Con esas palabras el entonces presidente Alberto Fernández anunciaba el inicio de un aislamiento que iba a ser de diez días y terminó siendo de cientos. Aquel 19 de marzo de 2020 a las 21.17 se confirmó lo que todos temían. Menos de tres horas después, se paraba la Argentina

Millones dejaban de subirse a colectivos, trenes, subtes, autos. Hasta Buenos Aires pausaba su ritmo frenético y volvía desierto sus espacios más colmados. La pandemia trajo un silencio incómodo, raro. El ruido se redujo hasta un 36% en algunas esquinas, según un informe del Gobierno porteño. Las bocinas y las charlas se fueron apagando. 

Mientras tanto, aprendíamos a movernos de una forma diferente. Las bicis pasaban de opción a protagonistas, a razón de hasta 600 ciclistas por hora en determinadas avenidas. El transporte público perdía pasajeros en favor del auto (y jamás terminaría de recuperarlos). Quienes podían, se volcaban al teletrabajo. Los que no, se convertían en trabajadores “esenciales”, pero no en todos los casos.

Sumamos no sólo hábitos, sino también vocabulario. Llevamos al uso cotidiano términos como “distancia social”, “cuarentena” y “negocios de cercanía”. Aprendimos qué era “aplanar la curva”, un test PCR o una “burbuja”.

Puertas adentro ya no había negocio, así que bares y restaurantes sacaron su ritual a la calle. Mesas al aire libre pero también ventanas que se abrían para ofrecer un café, una medialuna o algún otro retazo de normalidad perdida.

Los barrios porteños turísticos, que vivieron su propia agonía con la ausencia de extranjeros, salieron a buscar clientes locales. San Telmo, Palermo y otros se llenaron de propuestas para convencer a los porteños de redescubrir sus propias calles. 

Los barrios fuera de circuito también sufrieron, sobre todo si tenían mucha más gente que verde, como Flores, Almagro y Caballito. Los espacios al aire libre eran cuestión de vida o muerte, y no sólo en cuanto al virus: con la cordura bajo amenaza, salir al parque era el paraíso. Gracias a eso ganamos veredas ensanchadas, señal de que la ciudad pedía más espacio peatonal a gritos.

El mundo había cambiado de la noche a la mañana, y hubo quienes disfrutaron de esta pausa. La mayoría, sin embargo, lo sufrió de formas varias. El desconcierto, la paranoia y la angustia ahogada, sin nadie para escucharla. Muchos volvieron a chocar de frente con los ataques de pánico. Otros se estrenaron en el caos de la ansiedad. Todos sufrieron de algún modo la incertidumbre, mientras la atención sanitaria estaba puesta en tratar el virus.

En una cultura marcada por el contacto, el aislamiento obligado pega mucho más fuerte. La suspensión de las milongas y su abrazo apretado fue un golpe particular. Las pistas quedaron vacías por meses y el reencuentro post-pandemia no fue automático. Algunos, antes que el virus, debieron sacudirse el miedo.

El teatro, en cambio, resistió desde el vacío. Salas reconvertidas en ferias o mercados, actores y directores que encontraron en las plataformas digitales un consuelo precario. Pero el aplauso virtual no llena, ni siquiera se parece. Volver al escenario fue redescubrir la magia de compartir un espacio.

Lo mismo pasó en términos solidarios. En barrios como Flores, donde el virus golpeó fuerte, la gente se organizó para ayudar como pudo. Redes de comida, abrigo, apoyo. Mientras algunos hicieron de su casa una fortaleza, otros entendieron que más allá del temor había que tender la mano.

Pero la pandemia también dejó sus ironías brutales. Hubo quienes se encerraron para escapar del Covid y terminaron contagiándose de dengue dentro de sus propias casas. Otros pasaron de la manía de desinfectar objetos al desengaño cuando se supo que había que abrir ventanas y puertas. Una medida que tardó en llegar a todas partes salvo a los barrios populares, donde desde el vamos se sugirió salir a la calle porque quedarse adentro equivalía a hacinarse.

De todas las áreas que la pandemia arrasó, el Microcentro porteño fue la que se vació más brutalmente. Del mismo modo que retornamos a la normalidad como si nada hubiera pasado, en las calles céntricas hubo intentos de adaptarse pero a costa de sus rituales. Hoy sus oficinas y cafés siguen parcialmente vacíos. Mientras tanto, las áreas peatonales ganadas por la pandemia volvieron a dar paso a los autos, y el teletrabajo mutó en presencialidad total en muchos casos.

Cinco años después, seguimos buscando un balance entre un pasado enterrado y un futuro que aún no cuaja. Hasta nuestras ciudades más pobladas, siempre hervideros de actividad, siguen mostrando cómo lo que parece sólido puede volverse efímero.

Con la pandemia, hasta Buenos Aires dejó de escucharse. En su lugar apareció el sonido de los aplausos a los médicos, de las aplicaciones de cadetes a la espera de un pedido, de los patos y gallaretas cruzando la avenida Sarmiento convertida en desierto. “La naturaleza está sanando”, decían. “Esto nos hará mejores”, prometían. Tomó años darnos cuenta de que jamás seríamos los mismos, y no siempre en sentido positivo. La pandemia dejó una huella cuyo tamaño total aún no vimos.