Mi hijo se llama Ney. Y aunque su nombre es la apócope de un famoso jugador (no se lo pusimos por él, aclaro), nunca estuvo demasiado interesado en el fútbol. Patea la pelota solo de vez en cuando y jamás vio ni cinco minutos de un partido. Pero, según pude comprobar, para un argentino varón esa indiferencia tiene, tarde o temprano, fecha de vencimiento. En el caso de Ney fue temprano: hace unos días, a sus casi seis años, me dijo que quería “ir a fútbol”. En Villa Urquiza, donde vivimos, el paisaje lo dominan los geriátricos, los pet shops y las barberías. El cuarto lugar del ranking lo ocupan los clubes de barrio. Así que no fue problema encontrar una “escuelita” para mi hijo.
No importa el nombre del club, todos se parecen un poco. Con su bufet y su canchita multipropósito. La recepción del profe fue muy amable y Ney se sumó sin preámbulos al entrenamiento. La primera mitad de la hora, los chicos (sólo había una niña) cumplieron con una serie de ejercicios destinados a familiarizarse con la pelota. A desarrollar cierta técnica. Eludieron conitos, patearon al arco, la pararon con la suela, ensayaron paredes y otras jugadas que parecían haber surgido de una larga meditación ante el pizarrón. Todo bajo la poderosa voz de mando del entrenador, que retumbaba en el gimnasio con la potencia de una arenga.
Mi hijo se adaptó como pudo. Su destreza es incipiente, por así decirlo. Pero a falta de habilidad, compensó con método y paciencia. Lo que más disfrutó, de todas maneras, no fue pulir su motricidad futbolística, sino correr como un loco detrás de la pelota (uno de los ejercicios de control consistía en llevarla de un arco a otro). Vale decir: la pelota era una excusa para liberar sus ansias de potrear, como le gustaba decir a mi padre.
Luego se disputó un partido, o algo parecido. Y aunque el profe aclaró que había que “darse pases”, todos corrieron frenéticamente detrás de la pelota, ignorando a compañeros y rivales, un caos que tenía mucho de malón infantil. Sin embargo, en ese nudo humano en el que terminaba cada esbozo de jugada, se percibía con facilidad que el nivel de los chicos no era parejo. Que algunos, como Ney, se asomaban por primera vez al fútbol mínimamente organizado, y otros –pocos– tenían un respetable dominio de la pelota. Uno de los aventajados festejaba los goles deslizándose de rodillas y cruzado de brazos. Igual que Mbappé. Mi hijo no tiene idea de quién es Mbappé. De todas maneras, experimentados y legos compartían la incapacidad manifiesta para entender que practicaban un deporte colectivo. Que requiere coordinación y, sobre todo, cooperación.
Las “clases” continuaron según esta disposición de dos bloques (uno de técnica, el otro de partido) con nimias variantes. Lo que me hizo pensar en mi propio aprendizaje futbolístico. Tiempos remotos en los que se jugaba en la vereda o el campito y en los que la legalidad era producto del consenso: si toca el árbol está afuera, no vale hacerla rebotar en la pared, ese tipo de cosas. No existían más regulaciones que nuestra propia energía inagotable. Los partidos eran infinitos. No teníamos maestro –el fútbol se aprendía, pero no se enseñaba–, ni el lujo utópico de una pelota para cada uno. De todos modos, la improvisación se adaptaba mejor a nuestras necesidades y deseos que la rutina inflexible de una práctica. Pensé que Ney, al igual que los demás chicos, debía aburrirse con la repetición de consignas y movimientos. Pero no. Hasta ahora su entusiasmo por este nuevo mundo no ha cedido. Al contrario, va en aumento.
El club, antes que educar deportivamente a los niños y niñas, antes que iniciarlos en la aventura colectiva del fútbol, adopta la pasividad interesada del cazatalentos.
También me llevó a reflexionar –ahora con cierta preocupación– un gesto recurrente del entrenador: pone de un lado a los “buenos”, a los que juegan a la pelota desde el moisés y están atentos a los avatares del Paris Saint Germain. Y del otro, al lote variopinto de recién llegados, en el que se mezclan los que viven el partido con intensidad y los que no soportan pasar más de dos minutos alejados de la mamá, que mata el tiempo en la pequeña tribuna enviando mensajes por el celular. Tal discriminación a veces se agrava: mientras los simples mortales como mi hijo abandonan el entrenamiento al cabo de sesenta minutos, los elegidos –en general usan pechera roja– se quedan un rato más. Se quedan a la “clase” siguiente para, diría un DT diplomado, “sumar minutos” y que ese seleccionado vaya tomando forma.
Se dijo que el profe es cordial, dedicado y hasta tierno con los chicos. Se sabe el nombre de todos, los alienta o los corrige según las circunstancias. Pero no es un docente ni lo quiere ser. Tampoco es un coordinador de juegos. No. Es un director técnico enfocado en formar un plantel competitivo que represente cabalmente al club. Es decir, que gane torneos. Las paredes del gimnasio están cubiertas de fotos monumentales de equipos campeones. Un homenaje y un estímulo. Y una declaración de principios.
¿Cómo va a divertirse un chico si no entiende el juego? Seguramente el profe contestaría que la diversión no es un insumo que él contemple en su rol de líder.
El club, antes que educar deportivamente a los niños y niñas, antes que iniciarlos en la aventura colectiva del fútbol, adopta la pasividad interesada del cazatalentos. Aguza la mirada para detectar potenciales figuras. Funciona como mero receptor de aquellos interesados, aunque sea vagamente, en invertir sus habilidades en algo semejante a una carrera. Los demás integrarán el segundo pelotón, el relleno. Con el tiempo, quizá alguno también resulte bueno.
“Vos jugá de siete”, “vos de cuatro”, reparte instrucciones del profe antes de mover la pelota. Mi hijo exige precisiones: qué significa ese número. Qué significa ocupar una posición: ¿quedarse quieto a la espera de un pase?, ¿atacar?, ¿defender?, ¿las dos cosas? El DT supone, creo yo, que el niño que se arrima a un club debe saberlo porque ha consumido buena parte de los rudimentos tácticos en alguna pantalla, asistido por algún adulto con ínfulas de experto. Pregunta para el profe, que acaso nunca nadie le hizo ni le hará: ¿Cómo va a divertirse un chico si no entiende el juego? Seguramente el profe contestaría que la diversión no es un insumo que él contemple en su rol de líder. Y que el estímulo para los niños no debería residir en la alegría que proporciona el juego (el fútbol es mucho más que eso), sino en el reflejo cegador que proyectan los gigantes del mercado internacional de la pelota. La gracia no está en el pacto grupal, ni en el lenguaje creativo de la gambeta, ni en el placer de meter un gol o volar de palo a palo. No: el asunto es ser Mbappé. Ya mismo.
No digo que tal conducta esté guiada por el afán de lucro. Parece más bien el triunfo de una ideología macerada en domicilios lejanos e implantada en el barrio en forma automática. A lo bruto. Una ideología que no deja intersticios. Así, el fútbol a los cinco años, en una institución modesta y supuestamente “formativa”, se entiende como un laboratorio destinado a la promoción de jugadores adaptables a un modelo universal de competencia. Y tras ese ridículo cometido se alinean las prioridades del “entrenamiento” y el trato con los chicos, quienes se adentran en un deporte que no tiene nada que ver con ellos, con la soberanía del juego, sino con un malentendido del que no logran librarse los adultos.
AC