ENTREVISTA

Ezequiel Adamovsky reconstruye el carnaval porteño: “Fue la cuna de la asociación entre lo popular y lo negro”

Carnaval y Colonia. Carnaval y Revolución de Mayo. Carnaval y rosismo. Carnaval y formación del Estado. Carnaval y elites. Carnaval e inmigración. Carnaval y comunidades afro. Carnaval y clase obrera. Carnaval y tango. Carnaval y música gauchesca. Carnaval y peronismo. Carnaval y murgas. 

En su último libro, La fiesta de los negros. Una historia del antiguo carnaval de Buenos Aires y su legado en la cultura popular, Ezequiel Adamovsky deja entrever una pregunta: ¿se puede, acaso, pensar en la nación argentina (con sus contradicciones, múltiples influencias y tensiones) al ritmo de las comparsas?

El investigador y columnista de elDiarioAR, licenciado en Historia por la Universidad de Buenos Aires y doctor en Historia por el University College London, persigue las pistas del carnaval durante más de un siglo. ¿Qué encuentra? A un pueblo que, contra las directrices que venían “desde arriba”, proyectó allí distintas formas de ser y reconocerse; una instancia para transgredir las divisiones étnicas, clasistas, raciales y sexogenéricas existentes; un destello de desafío lúdico a los límites de lo posible, que explotaba durante la fiesta, pero tenía consecuencias persistentes. 

“Nunca me había divertido tanto escribiendo”, admite Adamovsky. Sin perder la rigurosidad propia del académico, se sumerge (y sumerge al lector) en un universo fascinante, donde todo es descubrimiento. A través de cientos de fuentes, testimonios e imágenes, indaga en un terreno que escapa a obviedades y linealidades, abrazando un término que se repite a lo largo de la obra: “ambivalencia”. Así, gesta interpretaciones novedosas, que despojan al objeto de estudio de categorías y constricciones extranjeras, devolviéndolo a estas tierras. 

La publicación, a cargo de la editorial Siglo XXI, rescata diversas voces y deseos de la plebe en el carnaval, entre 1810 y 1910, incorporando referencias a tiempos coloniales y la historia reciente. elDiarioAR habló con el autor sobre aquellos días en que las calles de Buenos Aires se llenaron de máscaras, disfraces y juegos, para conformar uno de los carnavales más importantes del mundo. ¡Y que siga el baile!

—¿Cómo nació tu interés por el carnaval porteño? 

—Hace mucho tiempo estoy trabajando en una pregunta de investigación: cómo impactaron las diferencias étnicas y de color en la historia argentina; y, particularmente, cómo estas diferencias afectaron las identidades de clase. En un estudio previo, había observado que parte de la identidad de la clase media tenía que ver con cierto orgullo de ser blanca y descendiente de europeos. La contracara de ese “orgullo” era un desprecio de las clases bajas por no ser suficientemente blancas.

Entonces mi interrogante era, ¿qué hicieron las clases bajas con ese desprecio y esa visión racista? ¿Qué hicieron con su propia heterogeneidad étnica, también? Hace algunas décadas, me costaba mucho encontrarlo en los documentos de manera explícita y empecé a ver que aparecía de manera implícita en prácticas y consumos culturales. Es sabido que en el carnaval de Buenos Aires habían convivido en la calle comparsas de negros con comparsas de blancos que los imitaban. Estaba seguro de que ahí iba a encontrar algo interesante.

—En el libro hablás de “abrazar la ambivalencia” para poder entender los distintos significados y ramificaciones del carnaval, que a su vez cambiaron a lo largo de la historia. ¿Cómo fue desentrañar ese fenómeno tan rico y complejo?

—Estoy convencido de que los cambios sociales y culturales nunca suceden de la noche a la mañana. Hay períodos en los cuales las personas empiezan a hacer posible lo nuevo, a nombrarlo, no de manera taxativa, ni confrontativa, ni siquiera de forma clara o consciente respecto a las consecuencias. 

La ambivalencia es una aliada que permite correr sutilmente la frontera de lo que se puede ser y hacer en un contexto determinado. En el carnaval, todo es ambivalencia, de principio a fin. La fiesta del agua, por ejemplo, que está en el corazón de la celebración, representa una agresión jocosa; es un juego y, al mismo tiempo, instaura un vínculo novedoso entre quienes participan. 

—En el libro mostrás cómo las jerarquías raciales, de clase, étnicas, sexuales y de género encuentran su expresión durante el carnaval, como momento de relajación y también de explosión. En los juegos del agua, justamente, señalás que era muy común que las mujeres (y, en particular, las negras) se ensañaran contra los hombres. ¿Funciona la fiesta como una válvula de escape o, incluso, cierta “venganza” contra el orden impuesto durante el resto del año?

—Sí. La venganza fuera del contexto del carnaval es puramente negativa: se desea dañar al otro, destruirlo o negarlo. En el carnaval existe una venganza “lúdica”, que incluye un deseo de vincularse. Eso marca un escenario completamente diferente. 

El carnaval puede ser visto como una válvula de escape, unos días de recreo, antes de volver al yugo de la vida normal. Pero, asimismo, está documentado que, muchas veces, ese clima de permisividad que se abre, después se traduce en acción política subversiva. No por casualidad, durante tanto tiempo y en tantos lugares las autoridades sospecharon del carnaval, lo prohibieron, lo patrullaron, lo temieron, porque contiene un potencial de impugnación del orden social muy poderoso. 

—Contás que Rosas fue uno de los que prohibió el carnaval y que luego las elites liberales lo reinstauraron. ¿Cómo analizás esto?

—En 1844, efectivamente, Rosas puso fin al carnaval. Cuando cayó, en 1852, se formó rápidamente una elite porteña nueva, identificada con el liberalismo, que condujo la organización nacional. La rehabilitación del carnaval tuvo que ver, en parte, con un intento de congraciarse con las clases populares y de levantar la prohibición del “tirano” depuesto. Pero, además, hubo un proyecto de utilizar el carnaval como ariete del proyecto de “europeización cultural” (con las comparsas fundadas por inmigrantes de ultramar) y vidriera de la hegemonía de esa elite en ascenso.

Durante la presidencia de Sarmiento, en 1868, se prohibieron los juegos del agua, que eran considerados “bárbaros”. Y, en 1869, se creó el primer corso, imitando al carnaval de Roma, con un escenario. La intención era crear un espacio teatral, donde se viera una performance. Ese año, desfilaron las comparsas de los jóvenes de elite, secundadas por el resto de las comparsas. 

La prensa estaba exultante: parecía, durante algunos años, que finalmente se había acabado el juego del agua, que el carnaval se había “europeizado” y que la elite podía liderar la diversión popular, de modo paternalista. Fue un éxito de patas cortas, una verdadera derrota cultural, porque pocos años después volvió el juego del agua con una intensidad tal que las clases altas directamente tuvieron que retirarse de la fiesta. 

—Una de las cosas más interesantes de tu investigación son las imágenes de archivo. Por ejemplo, la foto de Caras y Caretas (titulada “Mitad hombre, mitad mujer”) del carnaval de 1911, donde un hombre combinaba un traje con un vestido femenino de la época. ¿Cómo se vivía este enfrentamiento a los mandatos de género? 

—El género fue una cuestión central en el carnaval. Se desdibujaba el contorno de lo que era aceptable en la relación entre varones y mujeres. Había un aspecto erótico de la fiesta que estaba muy presente, sintetizada en una frase de Sarmiento donde recordaba los “relieves y sinuosidades encantadoras” que presentaban los cuerpos mojados durante los carnavales de su juventud. Para los hombres, corretear a las mujeres con agua abría la posibilidad de que se produjera un contacto físico. 

Lo más sorpresivo era que el carnaval, a su vez, habilitaba a comportamientos que el resto del año estaban negados. Su gran aliada era la máscara. El anonimato permitía entonces insinuarse impunemente o tomarle el pelo a los hombres. 

Las fuentes muestran que los varones tenían muchos reparos con este corrimiento de los estereotipos de género. Por un lado, se sentían atraídos por ese clima de permisividad y, por otro, se veían amenazados por esa femenina, tan castigada por la prensa.

Los debates en torno a la sexualidad también se hacían presentes. Los archivos de la policía de principios del siglo XX indicaban que los varones homosexuales aprovechan el clima para mostrarse de manera más evidente y seducir. También está documentado que Rosita, quien fuera probablemente la primera travesti conocida en Buenos Aires, pudo salir por primera vez, tal como era, en una fiesta de carnaval. 

—¿Pensás que hay una noción de la magnitud que tuvo el carnaval porteño? 

—Posiblemente estuviéramos frente a uno de los carnavales más grandes del mundo, si no el más grande en ese momento. “Difícilmente habrá un pueblo que se divierta más que el nuestro en los días de carnaval”, opinaba un periodista de La Prensa en 1884. Los europeos que visitaban tenían la misma visión. No es tan raro, si se piensa que Buenos Aires era una de las diez ciudades más grandes del mundo.

—Vayamos al título del libro y tu tesis. Te dedicaste a analizar las comparsas afroporteñas, las interraciales y aquellas compuestas por blancos con la cara “tiznada”. ¿Qué representó este fenómeno en Buenos Aires? ¿Por qué remarcás que no puede equipararse al “blackface” estadounidense? 

—Se sabe que existían comparsas de blancos “tiznados”, pero nadie les había dedicado una investigación documental, de archivo. En este sentido, se solía dar por sentado que era un fenómeno análogo al blackface estadounidense.

El blackface minstrelsy, resumidamente, fue un género teatral de Estados Unidos, que participó activamente del proceso de escarnio y de degradación de la población afrodescendiente. Surgió en tiempos de esclavitud y luego acompañó todo el período de segregación con las leyes Jim Crow. Lo que yo encontré acá, cuando analizaba los documentos, sugería algo distinto. 

Tal vez lo que más me costó del libro fue adquirir categorías para entender lo que pasaba en estas latitudes. Como parte de la investigación, descubrí que ya existía una tradición de tiznado escénico, que venía del teatro español en el siglo XVII, con características diferentes al blackface estadounidense. Es esa la tradición la que influyó en el Río de La Plata. En Buenos Aires, la  utilización de la máscara negra arrancó con las comparsas de la elite. Luego de que estas se retiraran de la escena, este código estético fue retomado por las clases bajas, en comparsas, a veces mixtas, que combinaban negros y blancos, donde ambos se tiznaban. Todo indica que se trató de un juego, un acercamiento, más que un pronunciamiento racista. 

Esta tradición por parte de amplios sectores populares de adoptar el candombe, tocar los tambores, vestirse y cantar como afrodescendientes, e incluso tiznarse, actuó, en el carnaval porteño, como un camino de construcción de un lazo afectivo popular entre blancos y negros. 

—¿Qué huellas dejó ese acercamiento entre negros y blancos durante el carnaval en la cultura popular posterior?

—Yo ya había hecho una investigación sobre el bombo como emblema del peronismo y había encontrado una conexión muy intensa con el carnaval. Los primeros en tocar el bombo durante las jornadas del 17 y 18 de octubre participaban de murgas. El carnaval fue posiblemente la cuna de la asociación entre lo popular y lo negro en nuestro país, antes de que las clases altas empezaran a utilizar el término “negro” para despreciar a las clases bajas en su conjunto.

Aunque en 1894 se prohibieron en Buenos Aires las comparsas candomberas (tanto de blancos como de negros), hay una serie de códigos culturales de ese acercamiento que permanecen y afectan la cultura argentina. En la historia del tango, la influencia del candombe es absolutamente central. No habría tango sin carnaval. También esta herencia puede vislumbrarse en el resurgimiento del candombe comercial en la década de 1940 y en el fenómeno de las murgas carnavalescas. 

—Para cerrar, ¿qué pueden esperar los lectores al comprar tu libro?  

—Creo que estamos muy habituados a pensar estas cuestiones desde categorías del hemisferio norte. Y, sobre todo, desde una visión que nos lleva a imaginar a las culturas como compartimentos estancos, como si cada grupo étnico tuviera una única cultura y no hubiera intercambios, convivencias y creaciones. La decisión de articular etnicidades nuevas a partir de la combinación de elementos de distinta procedencia es muy propia de las clases populares en Latinoamérica. Este libro es una invitación a pensar desde la mezcla. Y, finalmente, diría que es una lectura muy divertida, porque yo mismo me divertí muchísimo escribiendo, encontrando la ventana a un mundo fascinante.

JB/DTC