¿Quién debe volar menos y quién debe pagar más? El reto para que en la lucha climática no pierdan los de siempre

Sergio Ferrer

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En el año 2004 la petrolera British Petroleum (BP) popularizó un concepto hasta entonces casi desconocido: la huella de carbono. La empresa responsable de uno de los mayores desastres ecológicos de la historia creó una calculadora que permitía al usuario ver su porcentaje de responsabilidad individual en el cambio climático. Con ella cualquiera podía estimar cuántas emisiones provocaba durante su día al comprar, ir al trabajo y, cómo no, viajar. Casi dos décadas más tarde la huella de carbono es un concepto conocido y omnipresente, y la campaña publicitaria de BP fue definida como una de las “más exitosas y engañosas” de la historia.

La estrategia de BP buscaba desviar la atención de las transformaciones estructurales y colectivas necesarias para combatir el cambio climático y trasladar el debate al terreno individual. El marketing hizo el resto: hoy podemos sentirnos bien llevando a cabo pequeñas acciones −más o menos efectivas− y, en el peor de los casos, culpables por no poder prescindir de elementos cotidianos tan contaminantes como los coches y los aviones.

Esto no quiere decir que comprar, ir al trabajo y viajar no tengan un impacto ambiental, ni que no debamos conocerlo o poner límites a las actividades más contaminantes. Para complicar todavía más el debate, las políticas contra el calentamiento global chocan con cuestiones tan identitarias como la comida, la ropa y las vacaciones. ¿Debemos volar menos? ¿Debe subir el precio de los pasajes? ¿Es justo que las restricciones afecten a todos por igual? ¿Volverá este vehículo a ser algo elitista, solo al alcance de unos pocos?

“[Volar] es demasiado barato para lo que es. Me parece absurdo que cada vez que vuelo a Stansted, el trayecto en tren hasta el centro de Londres sea más caro que el billete de avión […] No creo que el transporte aéreo sea sostenible a medio plazo con una tarifa media de 40 euros”. Las palabras no pertenecen a un investigador preocupado por el impacto ambiental de la aviación low cost, sino al director general de Ryanair, Michael O’Leary. En una entrevista publicada en el Financial Times hace un año advertía de unas subidas que ya se cumplieron.

“La reducción de la aviación es obligada por una cuestión de límites, pero va a haber ganadores y perdedores y tenemos que conseguir que no pierdan los de siempre”, resume a elDiario.es el divulgador medioambiental Andreu Escrivà, que considera este un tema muy complicado.

Mientras que el 72% de los españoles apoyaba que se plantaran árboles, menos del 50% apoyaba la implementación de tasas para viajeros frecuentes de avión

“[Volar] es un comportamiento individual y se pone el foco en nosotros cuando necesitamos transformaciones estructurales, por lo que hay que entender la frustración [cuando se habla de limitar los vuelos]”, añade. “Es muy difícil comunicar la actuación contra el cambio climático diciendo que comer esto o viajar contamina”.

Más árboles, sí; menos aviones, no

Cuesta apoyar medidas cuando estas nos afectan directamente. Una encuesta reciente realizada en siete países y publicada por YouGov mostró que la mayoría de participantes estaban preocupados por el cambio climático y querían que sus países colaboraran para atajarlo. Sin embargo, las medidas eran menos populares conforme más modificaban el estilo de vida.

“La gente quiere sostener el sistema actual pero sin impacto, y eso es imposible”, afirma Escrivà. “Debemos tener un debate más abierto y duro como sociedad, en el cual asumamos que habrá cosas que no nos entusiasme tener que hacer”. Una de estas transformaciones tiene que ver con los viajes en avión.

La aviación es el sector que más está creciendo respecto a su contribución al cambio climático: entre 2013 y 2018 las emisiones de CO2 aumentaron un 32% debido al aumento de viajeros, pero también a que es un área muy difícil de descarbonizar en comparación con la movilidad urbana. Sin embargo, su contribución a la crisis climática es menor de lo que parece: representa un 2,5% de las emisiones de CO2 y un 3,5% del calentamiento. Y, a pesar de ello, Escrivà recuerda que la aviación mundial “emite más que todo el continente africano”.

Cómo le dices a alguien que lleva todo el año ahorrando en un trabajo precario que no se puede ir porque contamina mucho, cuando otros emiten más

Además, la aviación es un sector muy subvencionado, lo que permite mantener los precios bajos. “Los precios tienen que subir, nos guste o no, porque estamos subvencionando el keroseno de los aviones, que no pagan tasa, están fuera de los acuerdos climáticos y, encima, las emisiones de los vuelos internacionales no se contabilizan”, explica Escrivà. “Es un sector hipersubvencionado al que se le da dinero por muchas vías, entre ellas la extensión de tasas y el bajo precio del combustible”.

Y aquí empiezan los peros. No se puede hablar de cambio climático sin hablar de desigualdad, y los aviones no son una excepción. Un estudio publicado en 2020 estimó que el 1% de la población mundial emite el 50% del CO2 relacionado con los vuelos comerciales.

Incluso en países desarrollados un porcentaje de la población no subió nunca a un avión (el 22% de los británicos, según datos de 2016). Entre quienes lo hicieron, la mayoría no son viajeros frecuentes.

Todo esto se traduce en una desigualdad en las emisiones que es bien conocida entre quienes estudian el cambio climático. Un estudio publicado en la revista Nature Sustainability a finales de 2022 mostró que esta se explica sobre todo por la desigualdad económica entre clases, y no por el país de origen. Así, el 10% más rico del planeta emitió casi el 50% del total de gases de efecto invernadero en 2019.

Que no se vea que esto del cambio climático consiste en restricciones pero que los ricos se las pueden saltar a golpe de talonario

Es por todo eso que Escrivà cree que este es un tema tan difícil de comunicar. “Hay que reducir los vuelos de forma imperativa sin que rápidamente pensemos que a quienes se les va a limitar es a los que volamos en turista, que somos los que relacionamos los viajes con momentos de ocio, familia y vacaciones”, dice. “Cómo le dices a alguien que lleva todo el año ahorrando en un trabajo precario que no se puede ir porque contamina mucho, cuando otros emiten más”.

Por eso, aunque Escrivà no cree que volar sea un derecho, advierte: “Si hacemos una reducción no planificada e injusta, los vuelos volverán a ser elitistas, para gente con mucho dinero”. También defiende que la parte “emocional, narrativa y de valores” es fundamental para “que no se vea que esto del cambio climático consiste en restricciones pero que los ricos se las pueden saltar a golpe de talonario”.

Volar es genial, pero hay que reservarlo para viajes largos

Los aviones no son los mayores emisores de gases de efecto invernadero, pero tampoco suponen una parte despreciable del pastel. La mayoría de personas viaja poco, pero hasta un único vuelo puede superar lo que emite en un año el ciudadano medio de muchos países del mundo. Entonces, ¿qué hacemos con la aviación comercial?

Escrivà explica que las restricciones que hay que poner deben enfocarse a los que más viajan porque “es un porcentaje pequeño el que causa un mayor número de emisiones”. Esto incluye “cortar” los polémicos ‘jets’ privados, no por el pequeño número de emisiones que suponen sino “para que la sociedad entienda los cambios que tiene que hacer”. Aun así, pide “no hacer trampas al solitario” porque “ya podemos cargarnos todos los ‘jets’ privados del mundo que seguiríamos teniendo que hacer transformaciones estructurales”.

Esta reducción, según el divulgador, debe ir acompañada de un aumento en la oferta ferroviaria. “No puedes decirle a la gente que deje de volar si no tiene alternativa. No puedes decirle que no vuele de Madrid a Lisboa o de Barcelona a París si quitas el tren”. Esta oferta, además, “tiene que ser asequible y sí estar subvencionada”, porque para mucha gente “el factor fundamental para escoger vacaciones es el precio”. Una de las principales críticas actuales a las voces que piden reducir los vuelos es que estos pueden ser mucho más baratos que sus alternativas.

Escrivà también considera que hay que “repensar” el sector aéreo. “No puede ser que incentivemos volar y construyamos infraestructuras que pagamos entre todos para que un diminuto porcentaje vuele porque nos parece que todo el mundo viaja en avión cuando no es así. Debemos pensar en a quién beneficia todo lo invertido públicamente”.

A pesar de eso, Escrivà tiene el claro el mensaje más adecuado que hay que transmitir: “Volar es muy genial y no hay que culpabilizar por hacerlo, pero como los recursos son finitos, vamos a reservarlos para los viajes que no se pueden hacer en tren y poner limitaciones para que el precio vaya creciendo con cada vuelo”. Dicho de otra forma, “crujir a los grandes voladores y no al revés, como pasa ahora con los programas de puntos, para que quien quiera volar dos o tres veces al año para ver a su familia o irse de vacaciones pague el precio justo”.

Está de moda hablar de decrecimiento, reducción de jornadas y de una vida más pausada como claves para luchar −entre otras cosas− contra el cambio climático. Para poder ir a París en tren no solo hace falta que este exista y sea barato, sino disponer de tiempo para hacerlo. “Las vacaciones, tal y como se concibieron en el siglo XIX por parte de los movimientos obreros, son tiempo”, asegura el colectivo 'Contra el diluvio' en su libro El cambio climático en diez mercancías. Su propuesta: “Tiempo para vivir, tiempo para no hacer daño”. En otras palabras, aumentar los días de vacaciones para disminuir la “presión por aprovechar el tiempo” y así viajar con más calma, por etapas, de otra forma. Proteger el medio ambiente y, a la vez, disfrutar más de la vida, no menos.

SF