Conforme el nivel del mar se incrementa, los caribeños perciben que, debajo de sus pies, hay cada vez menos centímetros de costa.
“La evaluación que hemos hecho nos indica que para el año 2050 puede ser que haya más de 50 millones de personas que estén migrando de las áreas insulares a áreas continentales”, declaró Rodolfo Sabonge, secretario general de la Asociación de Estados del Caribe (AEC), a la Agence France-Presse (AFP) en mayo, con motivo de la reunión anual de esta organización que agrupa a 25 países y siete asociados desde su fundación en 1994.
“Ahora no necesitamos palabras, necesitamos acciones concretas y soluciones para los pueblos de esta región”, manifestó, a su vez, Albert Ramdin de Surinam, actual presidente de la AEC.
Cerca de 250 millones de personas viven en el Gran Caribe, y sus actividades producen menos del 0,1% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero (GEI) que generan el cambio climático. Pero, aunque su aporte al problema es mínimo, los riesgos asociados al incremento de la temperatura los hace vulnerables más allá de las medidas que puedan tomar.
Precisamente, el término pérdidas y daños se refiere a los impactos inevitables que no han podido eludirse mediante acciones de mitigación y adaptación. Al igual que el Gran Caribe, países en América Latina, África, Asia y Oceanía se encuentran en la misma situación.
“Se ha detectado y atribuido una creciente gama de pérdidas económicas y no económicas a los fenómenos climáticos extremos y de evolución lenta en el marco de los aumentos observados de las temperaturas mundiales, tanto en los países de renta baja como en los de renta alta”, destaca el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) en su sexto ciclo de informes de evaluación.
Si bien tanto los países de renta alta como de media y baja están expuestos a los embates del cambio climático, la diferencia yace en la capacidad y rapidez con que cada uno vuelve a ponerse en pie: allí es donde la brecha se ensancha.
“Si el cambio climático futuro bajo escenarios de altas emisiones continúa y aumentan los riesgos, sin medidas de adaptación fuertes, las pérdidas y los daños se concentrarán probablemente entre las poblaciones vulnerables más pobres”, proyecta el IPCC.
La desigualdad exacerba la vulnerabilidad
En noviembre de 2020, los países centroamericanos aún estaban lidiando con la emergencia sanitaria y la crisis económica provocada por el Covid-19 cuando los huracanes Eta e Iota —ocurridos con apenas semanas de diferencia— impactaron fuertemente la región. Ambas tormentas, categoría 4, dejaron a su paso una serie de pérdidas y daños.
En el caso de Costa Rica, las lluvias y fuertes vientos de Eta afectaron a 325.000 personas en los primeros días. De ellas, 2.056 fueron trasladadas a 77 albergues temporales en plena crisis del Covid, cuando el mandato sanitario era distanciamiento social y lavado constante de manos.
De hecho, el suministro de agua potable también se vio impactado, lo que obligó al Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados (AyA) a invertir 421 millones de colones (unos 794.373 dólares) en obras para garantizar el abastecimiento.
La infraestructura vial también se vio afectada. De hecho, 29 comunidades quedaron aisladas debido a la crecida de los ríos o la obstrucción de caminos. Un total de 18 cantones —en las provincias de Puntarenas, Guanacaste y San José— reportaron daños en puentes, alcantarillas, tomas de agua, cortes de fluido eléctrico y diques. Sólo la rehabilitación de caminos tuvo un costo aproximado de 1.626 millones de colones (unos 3.068 millones de dólares), según la Comisión Nacional de Emergencias (CNE).
El impacto de Eta sobre Costa Rica fue indirecto, y las instituciones tuvieron que echar mano a las fuerzas restantes para hacer frente a Iota casi de inmediato. Nicaragua y Honduras sí lidiaron con ambos huracanes de forma directa, con el agravante de que ambos países tienen los menores Índices de Desarrollo Humano en la región centroamericana, incluso a nivel América Latina.
No en vano, el IPCC dice que “la vulnerabilidad determina cómo los países experimentan los efectos del cambio climático”. Y explica: “Es un fenómeno multidimensional y dinámico, determinado por la intersección de procesos históricos y contemporáneos de marginación política, económica y cultural. Las sociedades con altos niveles de desigualdad son menos resistentes al cambio climático”.
A nivel mundial, alrededor de 3.300 millones de personas viven en países con alta vulnerabilidad y están surgiendo zonas transfronterizas altamente vulnerables como resultado de problemas interrelacionados con la salud, la pobreza, la migración, los conflictos, la desigualdad de género, la falta de equidad, la educación, la elevada deuda, la debilidad de las instituciones, la falta de capacidad de gobernanza e infraestructura.
De hecho, los medios de subsistencia sensibles al clima se concentran en regiones con mayor vulnerabilidad socioeconómica y menor capacidad de adaptación, lo que agrava las desigualdades ya existentes.
“Incluso con el actual cambio climático moderado, las personas vulnerables experimentarán una mayor erosión de la seguridad de sus medios de subsistencia que puede interactuar con las crisis humanitarias, como el desplazamiento y la migración involuntaria, la violencia y los conflictos armados, y conducir a puntos de inflexión social”, dice el IPCC. “En escenarios de emisiones más altas y peligros climáticos crecientes, el potencial de riesgos sociales también aumenta.”
Para encontrar las raíces de la vulnerabilidad, hay que mirar la historia. “Los complejos patrones de vulnerabilidad humana están moldeados por acontecimientos pasados, como el colonialismo y su legado actual, que se ven agravados por riesgos compuestos y en cascada y están socialmente diferenciados”, indica el IPCC.
Colonialismo
“Los impactos del cambio climático no afectan a todos por igual, hay gente más vulnerable que otra, qué es lo que en este reporte llamamos vulnerabilidad sistémica. Son vulnerabilidades que ya tiene la gente y no necesariamente están relacionadas al cambio climático”, explica Debora Ley, una de las autoras de los informes IPCC, en entrevista con Ojo al Clima.
Y continúa: “El término de colonialismo es importante porque, cuando tratas de atacar las raíces de la vulnerabilidad, muchas de las razones —al menos en Latinoamérica y en África— se deben al colonialismo”.
Los historiadores han documentado cómo el crecimiento económico del Norte Global fue favorecido, en gran medida, por los recursos naturales y la mano de obra del Sur Global, los cuales fueron apropiados a la fuerza en el período colonial.
Y, aunque se cree que esa apropiación ya terminó con los procesos de independencia, lo cierto es que —desde la década de 1960— historiadores y economistas argumentan que la estructura general de la economía colonial aún se mantiene, ya que el crecimiento industrial del Norte sigue dependiendo del Sur. Para poner tan solo un ejemplo: el litio que se extrae de Argentina, Bolivia y Chile (Sur Global) se utiliza para producir las baterías de los automóviles eléctricos con que el Norte Global pretende descarbonizar su economía. Lo que pasa es que, al hacer las sumas y las restas, los tres países sudamericanos quedan con un saldo de comunidades desplazadas, falta de agua y deterioro tanto de sus medios de vida como de sus ecosistemas, al tiempo que el desarrollo económico prometido por esta extracción no se concreta.
No sólo eso, los países del Norte Global aprovechan su dominio geopolítico y comercial para abaratar los precios de esos recursos y mano de obra provistos por el Sur Global. “Como resultado, por cada unidad de recursos y mano de obra incorporados que el Sur importa del Norte, tiene que exportar muchas más unidades para pagarlas, lo que permite al Norte lograr una apropiación neta a través del comercio. Esta dinámica fue teorizada por Emmanuel (1972) y Amin (1978) como un proceso de intercambio desigual”, explican Jason Hickel, Christian Dorninger, Hanspeter Wieland e Intan Suwandi, autores de un estudio publicado en Global Environmental Change.
Precisamente, los investigadores estimaron la escala y el valor de la fuga de recursos del Sur Global. Así se dieron cuenta que, en 2015, el Norte se apropió de materias primas, tierra, energía y mano de obra por un valor de 10,8 billones de dólares; “cantidad suficiente para acabar con la pobreza extrema 70 veces”, concluyen.
Visto a lo largo del período 1990-2015, ese monto es de 242 billones de dólares. “Una importante ganancia inesperada para el Norte, equivalente a una cuarta parte de su Producto Interno Bruto (PIB). Mientras tanto, las pérdidas del Sur por el intercambio desigual multiplican por 30 sus ingresos totales por concepto de ayuda durante el período”, se lee en el estudio.
“Nuestro análisis confirma que el intercambio desigual es un importante motor de la desigualdad mundial, el desarrollo desigual y el colapso ecológico”, mencionan los autores.
Y completan: “Estos resultados demuestran que el patrón general de apropiación que caracterizó el período colonial se ha mantenido e incluso ampliado en la era poscolonial a través del mecanismo del intercambio desigual, a pesar de los importantes cambios en la estructura de la economía mundial. En un mundo equitativo, el déficit comercial de recursos que el Norte mantiene en relación con el Sur se financiaría con un déficit comercial monetario paralelo. Pero, en realidad, el déficit comercial monetario es muy pequeño, equivalente sólo a un 1% de los ingresos comerciales mundiales, y fluctúa entre el Norte y el Sur. En efecto, esto significa que el Norte consigue gratis su gran apropiación neta de recursos y mano de obra del Sur”.
Ese dinero faltante en el bolsillo es precisamente el que necesitan los países del Sur Global para reducir su desigualdad y, por ende, su vulnerabilidad. “El problema central es que los países de renta baja y media están integrados en la economía mundial en condiciones fundamentalmente desiguales. Rectificar este problema es fundamental para garantizar que los países del Sur Global dispongan de los recursos financieros, físicos y humanos que necesitan para mejorar los resultados sociales”, indican los investigadores.
¿Qué ha pasado? Para financiar acciones de mitigación y adaptación, así como obras de reconstrucción tras el impacto de eventos extremos, los países vulnerables han recurrido a préstamos.
En el caso de América Latina y el Caribe, el monto de créditos supera el 90% del total del financiamiento para atender la crisis climática, según se desprende de un análisis realizado por La Data Cuenta y Ojo al Clima a partir de bases de datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) sobre financiamiento vinculado con el clima, entre los años 2000 y 2020.
“Por cada 10 dólares para acción climática que capta América Latina y el Caribe, 7 dólares llegan por la vía de los préstamos, cuyos acreedores son mayoritariamente bancos multilaterales de desarrollo y países ricos”, se lee en el análisis de periodismo de datos.
Tampoco les ha quedado de otra. La mayoría de los países latinoamericanos están calificados como “renta media”, lo que les limita ser candidatos a subvenciones a pesar de las desigualdades y la pobreza subyacente que viven.
Por si fuera poco, casi dos tercios de los créditos recibidos por los países de la región son “no concesionales”, es decir, carecen de condiciones favorables y tasas de interés reducidas. Esto provoca que la deuda externa se incremente cada vez más, comprometiendo la sostenibilidad financiera a largo plazo y obstaculizando la acción climática porque no se cuenta con suficiente dinero para invertir.
“Es un sistema neocolonial que perpetúa y reproduce dinámicas asimétricas de poder entre el Norte Global y el Sur Global en términos económicos. Lo vemos reflejado en ese mecanismo de repago de deuda de nuestros países, donde ven reducida su capacidad de autonomía política, donde se les exige austeridad, privatización, promoción de actividades extractivas para pagar la deuda a costo de vulnerar derechos humanos, con impactos ambientales, con actividades que nos alejan de la transición energética y producen GEI”, dijo Leandro Gómez, coordinador del Programa Inversiones y Derechos del área de Política Ambiental de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN), en entrevista con La Data Cuenta y Ojo al Clima.
Sin dinero para adaptación
Para evitar llegar a las pérdidas y daños, los países deben invertir en medidas de adaptación. Sin embargo, este rubro es poco financiado desde que se adoptó la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC) en la década de 1990.
De hecho, y según el recientemente publicado Adaptation Gap Report 2023, el actual déficit de financiación se calcula en 194.000 - 366.000 millones de dólares anuales. Visto en el tiempo, los flujos de financiación pública multilateral y bilateral para la adaptación disminuyeron un 15%.
Mientras los países cuentan las monedas, la temperatura global sigue incrementando y, con ella, los sistemas naturales y sociales llegan a sus límites. “La superación de esos límites duros y evolutivos provoca extinciones y desplazamientos locales de especies si existen hábitats adecuados”, apunta el IPCC.
Y añade: “En los sistemas humanos, gestionados y naturales, ya se están experimentando límites blandos. Las restricciones financieras son determinantes clave de los límites de adaptación en los sistemas humanos y gestionados, sobre todo en entornos de bajos ingresos”.
El IPCC diferencia entre límites duros y blandos. Los límites blandos son aquellos para los que actualmente no son viables las actuales opciones de adaptación, pero que podrían estar disponibles en el futuro; mientras que los límites duros son aquellos para los que las opciones de adaptación existentes dejarán de ser eficaces y no será posible disponer de opciones adicionales.
“Los límites duros aparecerán cada vez con niveles de calentamiento más elevados”, dice el grupo de expertos. “Las barreras biofísicas, institucionales, financieras, sociales y culturales pueden dar lugar a límites de adaptación blandos y duros, sobre todo cuando se combinan”, agrega, y completa: “Tanto la pobreza como la desigualdad presentan importantes límites a la adaptación”.
De allí la importancia de un sistema financiero que se edifique sobre principios de justicia climática: para darle oportunidad a todas las personas de sobrevivir y ojalá aspirar a una vida digna.
Este artículo es parte de COMUNIDAD PLANETA, un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América Latina. Fue producido en el marco de la iniciativa “Comunidad Planeta en la COP28”.