Si lo que te gusta es gritar/desenchufa el cable del parlante. Raros peinados nuevos, Charly García.
“Para dejar de tocar haciendo fuerza, lo mejor es improvisar, me decía Anita Labaronie. Durante un largo tiempo confundí el sentido de la palabra improvisar. Pensaba que improvisar era algo menor y algo, además, cercano a mentir. Improvisar es, a veces, el mejor camino para decir lo genuino. Por eso mismo no tiene nada que ver con la mentira, decía Anita Labaronie. Mentir es engañar. Yo, en cambio, Cuesta, improviso un destino; es decir, intento hacer lo mismo que vos hacés ahora; vos respirás sin darte cuenta de que respirás. De eso se trata, le digo, de aproximarse a esa sencillez”.
El que habla es Juan Sebastián Lebonté, narrador y protagonista de la novela Una música, de Hernán Ronsino (abajo les cuento más de este libro que me tuvo cautivada unos días como esos perfumes inolvidables y discretos, de lo mejor que leí entre las novedades editoriales de este año). Se trata de un músico que aprieta los dientes, un pianista, un tipo que acaba de fugarse y evoca las palabras de aquella mujer –una especie de refugio, puede percibirlo ahora– mientras intenta armar algo nuevo en un escondite. Se oculta, se hace llamar de otra manera, pega un volantazo, se rodea de gente muy distinta de la que solía frecuentar.
Sin embargo no va a ser sencillo aislarse completamente de su pasado y todo el tiempo recuerda las pistas que le regalaba la profesora, como las miguitas en Hansel y Gretel: una vía de escape y también una forma de volver. Porque lejos de improvisaciones, la vida de este hombre es una sucesión de escenas armadas, preestablecidas, diseñadas por un padre tremendo que le impuso un destino: la carrera musical, con su ritmo, con sus exigencias, con sus rituales que no lo terminan de abandonar. Un ruido, un estruendo, una música que lo invade, aunque Lebonté quiera apagarlo todo, bajarle la intensidad a distancia, creer que el sosiego total es posible (si lo que te gusta es gritar/desenchufa el cable del parlante, nos enseñó Charly García en sus Raros peinados nuevos, y remató infalible: el silencio tiene acción).
Improviso un comienzo con esto. Pero, como a Lebonté, cada vez que escribo haciendo fuerza, las cosas no salen, se traban, se tensan, hasta anularme y anularse. No me sale mucho, entonces me escondo yo también. O me quedo en lo que trae el gesto de jugar a las escondidas.
La imagen que viene es la de uno de los primeros juegos y favoritos de los bebés: ¿dónde está? ¡acá está! Alguien le tapa la cara (con un trapo, con lo que se tenga a mano), alguien pregunta dónde está el bebé y alguien de inmediato lo destapa y todo es risa y reencuentro después de esa interrupción, de ese vértigo efímero de no estar, de un escondite que dura segundos. Las cosas no cambian mucho con el tiempo. O, en todo caso, se radicalizan un poco: el ¿dónde está? ¡acá está! se sofistica, aparecen más personas involucradas, el juego de las escondidas se convierte en algo más oficial. Aparecen los números, aparece alguien que cuenta, aparecen varias opciones de lugares para esconderse. Aparece, también, la improvisación: lo que hasta hace poco era un rincón, la parte baja de un mueble, la rama de un árbol o una pared, ahora puede servir para ocultarse, para participar de un juego.
Antonio, mi sobrino de 4 años, es fanático de las escondidas. Pero de una versión particular: a él le gusta más esconderse que contar, y de hecho muchas veces le pide al contador asignado que lo ayude a ocultarse. ¿Me ayudás a esconderme y después contás?, suele rogarnos a los grandulones que jugamos con él. Una vez escondido, a veces tapado con una manta, pide que dé inicio al juego y ahí sí le baja el volumen al mundo que lo rodea. Más que las reglas o una dinámica convencional, Antonio pareciera estar más interesado por la fascinación de saberse buscado y al mismo tiempo oculto, aunque con un poco de trampa. Entonces obliga al encargado de contar, que sabe perfectamente dónde se escondió, a plegarse a su simulacro. La escena se repite muchas veces (si hay algo en la infancia que estalla, que alucina, más que las posibilidades del juego o de una supuesta inocencia es la certeza que viene de la repetición, el colchón mullido una y mil veces: ser niño es jugar, pero mucho más repetir).
Entonces ya no importan los roles, importa el vértigo: alguien cuenta con los ojos tapados, alguien va a hacer que busca hasta que encuentra, alguien sale del silencio porque grita y desenchufa el cable del parlante, alguien va a aparecer hasta que todos los jugadores van a abandonar sus escondites en algún momento para salir corriendo a pura risa. No hay ganadores, ni perdedores, entonces. Tampoco –y ahí quizá radique la elegancia de este juego, un tipo de nobleza– hay buenos o malos jugadores en la escondida: esconderse “bien” implicaría no ser atrapado nunca, romper el hechizo, mostrar el truco del mago. Jugar “bien” o jugar “mal” entonces es simplemente jugar, prestarse a una ilusión. Porque jugar a la escondida es aceptarse rotos, incompletos, inexactos, torpes, frágiles. Y volver, como Antonio, como Lebonté, como todos, a intentarlo. A buscar ese lugar donde te ven y no te ven (una carta robada en plan lúdico, el striptease más ñoño), una improvisación, un regreso. Correr y reír hasta descoserse. Al infinito.
Va una nueva edición de Mil lianas. Llena de escondidos y escondites para improvisar por un rato.
1. Una música, de Hernán Ronsino. Como decíamos arriba, Una música (Eterna Cadencia, 2022) es una novela notable con un protagonista que es músico profesional, pero no por voluntad sino por una suerte de imposición paterna. Es, a partir justamente de la muerte de su padre, que Juan Sebastián Lebonté –un nombre ampuloso que a medida que avanza la historia se irá borrando– comienza una serie de fugas. La primera: cuando parte sin aviso de la ciudad europea en la que estaba de gira y deja colgado al público y a su representante que lo esperaban para un show. Pero el escape continúa: de regreso a la Argentina, el pianista, que se entera de que el único legado que le dejó su padre es un supuesto campo (el “campito”, lo llaman) en el Gran Buenos Aires, huye de su familia y de sus amigos para internarse, justamente, en ese terreno extraño. Ya no es la Pampa en mayúscula, sino un espacio que se cae del mapa. Un lugar que, a medida que se va desintegrando, regurgita y saca a flote muchos secretos, además de una serie de personajes que, como el protagonista, eligieron vivir en algún tipo de margen.
En Una música está la música y está, también el ruido de una fábrica, el rumor del tránsito de los trenes, el zumbido de las motos del Conurbano, el sonido de los pájaros y de una naturaleza agobiada. Hay dobles, también, personas y escenas que se multiplican o se reversionan.
Con una prosa que centellea entre la descripción perceptiva y una sintaxis sobria, ahí donde parece que hay algo a un costado, se abre un universo plagado, como dice el propio protagonista de Una música, de “tramas menores”. Pero es justamente en eso que rodea, en eso que se asoma como puro borde, donde aparece con toda su potencia una literatura encantadora.
Algo increíble, para un texto tan redondito en el que hasta el último detalle parece cuajar hacia el final, incluso en sus duplicaciones o justamente por ellas, es que el autor tuvo una versión casi lista de la novela que transcurría en un barrio porteño y no en el Conurbano. Pero en un momento sintió que algo no le cerraba y decidió reescribirla entera otra vez, para situarla en un territorio que le quedaba mejor a la historia. De esto me enteré cuando escuché una entrevista con el escritor en el programa Vidas prestadas (hablamos de él por acá y celebramos que se pueda escuchar como podcast por acá, además de ser transmitido semanalmente por Radio Nacional), que conduce la admirada Hinde Pomeraniec, amiga de esta casa.
Hernán Ronsino nació en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, en 1975. Publicó las novelas La descomposición (2007), Glaxo (2009), Lumbre (2013) y Cameron (2018) y el ensayo Notas de campo (2017). En 2020 recibió el Premio Anna Seghers que se entrega cada año en Berlín a un autor latinoamericano. En 2021 le otorgaron el Premio Municipal de Literatura de la ciudad de Buenos Aires. Sus libros fueron traducidos a ocho idiomas.
La novela Una música, de Hernán Ronsino, salió por Eterna Cadencia Editora. Por aquí, una entrevista con el autor realizada por Hinde Pomeraniec en su programa Vidas prestadas, por Radio Nacional.
2. El ángel de la muerte. Una placa al comienzo lo anuncia: basada en hechos reales. Sin embargo, tal vez sea preferible no googlear demasiado y disponerse ante un thriller sobrio, con grandes actuaciones y un trasfondo cada vez más ruidoso: la desigualdad del sistema de salud y la precariedad de varios empleos en los Estados Unidos.
Amy Loughren (Jessica Chastain) es una enfermera amable, cercana a sus pacientes, dulce en sus modos. Vive sola con sus dos hijas, trabaja de noche en la unidad de terapia intensiva y sobrevive con lo justo, cuando se entera de que padece una patología cardíaca.
En el hospital no cuenta esto, que la afecta cada día más: tiene que esperar que pase un tiempo para que le den el seguro médico y no tiene el dinero suficiente para hacer un tratamiento ni someterse a un trasplante. Vive días de angustia y se mueve con sigilo hasta que se incorpora al sanatorio Charles Cullen (Eddie Redmayne), un enfermero misterioso que pronto se convertirá en su compinche: comparten charlas y comidas en las largas horas de guardia; él la asiste cuando su salud flaquea, la ayuda con el cuidado de las hijas, la acompaña en esos días por momentos desoladores. Todo empezará a cambiar cuando Amy se entere de la muerte repentina de una de sus pacientes y una investigación policial se dedique a desentrañar algunos secretos.
Con moderación y austeridad, El ángel de la muerte (que en el original es The Good Nurse) se despliega a lo largo de dos horas a partir de cierta tensión, como buena historia con condimentos detectivescos, pero también con una mirada sobre el comportamiento humano. Para quienes, al terminar de ver la película, se queden con ganas de más, Netflix anunció que a partir del 11 de noviembre estará disponible en su plataforma un documental sobre el caso que inspiró este largometraje.
La película El ángel de la muerte (The Good Nurse) está disponible en Netflix.
3. Eduardo Halfon por dos. “Siempre, sin falta, hallaba un papel doblado en tres. Un solo papel con el membrete de su empresa. Mal doblado, por prisa, supongo. Buscando sus palabras, padre, necesitándolas, lo desdoblaba con ansia. Y como una hoja seca hamaqueándose en la brisa, lento, el cheque caía hacia el suelo. Yo lo dejaba allí, casi olvidado a la par de mis pies, pues lo que realmente me interesaba no era su dinero, padre, sino sus palabras”, apunta el narrador de Saturno, el primer libro del escritor Eduardo Halfon, que salió en 2003 y ahora tiene por primera vez una edición argentina a través del sello Gog y Magog. Coincide esta salida con el nuevo trabajo del autor, que se llama Un hijo cualquiera (Libros del Asteroide) y contiene varios relatos breves que rodean la cuestión de la paternidad. Pero, en este caso, la propia: un niño llega a la vida de un escritor y la trastoca. Dos gestaciones, entonces: la del hijo y la del escritor que se va formando en el camino de la palabra, lejos de aquel silencio paterno que lo atormentaba y de cualquier mandato. Entonces, con eso que tiene a mano, intenta construir un mundo de pequeñas historias propias, de relatos breves y cautivantes, de lecturas compartidas con y para la nueva persona que vio nacer.
La publicación en simultáneo en la Argentina de estos dos libros –el primero y el más reciente– puede pensarse como una coincidencia, entonces, o mejor, como un espejo. Son muchos los que aseguran que la frondosa obra del autor guatemalteco podría leerse como un gran y único libro, del que van apareciendo fragmentos año tras año.
Hace unos días hablé con Halfon por videollamada (siempre nómada, vivió en muchos lugares y ahora reside en Berlín) sobre esto y también sobre algunos de los asuntos que rodean a estas dos publicaciones, como los padres, los hijos, la muerte, los disfraces. Acá les dejo la nota que salió en elDiarioAR.
Eduardo Halfon acaba de publicar Un hijo cualquiera, por Libros del Asteroide. En Argentina, acaba de salir la edición local de Saturno, primer libro del autor, por la editorial Gog y Magog. Por acá, una entrevista con el escritor.
Banda sonora. Por este hilo que publicó el periodista José Heinz en su cuenta de Twitter me enteré de que en un mes se estrena un documental sobre la escena musical de la ciudad de Nueva York durante los comienzos de los 2000. Se llama Meet me in the Bathroom (abajo les dejo el tráiler) y está basado en el libro homónimo de Lizzy Goodman, quien, como cuenta José allí, entrevistó a una gran cantidad de músicos. Así que esta semana se suman algunos representantes de ese tiempo a nuestra banda sonora: LCD Soundsystem, Interpol, Yeah Yeah Yeahs, The Moldy Peaches (insertemos corazones por acá) y los Strokes, que ya estaban pero vuelven con más.
También me enganché leyendo este artículo que salió en Pitchfork y ofrece una historia oral sobre un festival solidario mítico que tuvo lugar en la ciudad de San Francisco, en los Estados Unidos, al que dieron en llamar “el anti Woodstock ‘99”. Algunas de las bandas y solistas que participaron del mega concierto (su nombre real fue el Tibetan Freedom Concert y reunió a un grupo enorme de artistas ante una multitud), también se colaron en nuestra lista compartida.
Posdata. “Flopa Lestani (además de ser parte de uno de los discos más lindos de nuestra generación) hizo una réplica en escala 1:50 de la fachada de Cemento que te teletransporta emocionalmente al pasado”, escribió Francisco González Taboas (@franalverja en Twitter, o el hombre que más sabe de pájaros en esa red). Y compartió esa belleza que hizo Flopa. Les dejo la imagen acá para que viajen con ella un rato.
¡Hasta la próxima!
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