Crónica

El primer barrio trans del mundo está en Neuquén y fue idea de la Hermana Mónica, una Carmelita Descalza

18 de marzo de 2023 14:33 h

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Paola abre la reja de entrada, pero su perfume dulce llega primero. Rocco, su caniche, festeja. El perro es muy blanco, inmaculado, y se le tiñen las patas con barro de la calle. Detrás de la reja, aparece un edificio marrón que combina con un patio que todavía no vio crecer el verde. El edificio es parte del Costa Limay, un complejo ubicado dentro del barrio neuquino Confluencia. Se llama así porque está ubicado justo en desembocadura del Río Limay y el Río Neuquén. Pero el Costa Limay tiene otra característica que lo desmarca: es el primer barrio trans del mundo. Y Paola, que abre la reja, es una de las vecinas. “¡Pasá, pasá! Me estaba arreglando un poco porque tengo la cara demacrada, todo el día laburando. ¡Vamos hijo!”. Tiene 48 años, la risa jovial, un maquillaje sobrio, sin signos de cansancio. Lleva el cabello rubio y lacio hasta la cintura y viste un pullover rojo.

El Costa Limay es un bloque de cemento imponente, tiene dos pisos y doce puertas blancas. Mónica Astorga, una monja de las Carmelitas Descalzas, fue la impulsora del proyecto. A la izquierda de una rampa para discapacitados está el SUM, que oficia de hogar para los dos perritos de una propietaria trans que falleció: a los 64 años María Soledad accedió a su primera vivienda y a los cuatro meses murió por problemas de salud. Las vecinas se turnan para cuidarlos y alimentarlos. “No los podíamos separar porque se criaron juntos”, dice Paola, mientras se apura a mostrar el camino hacia arriba.

El interior del 11, el departamento que ocupa Paola, es igual al resto de los monoambientes del piso, aunque Paola quiso darle su impronta. Un sillón a la derecha, junto a la ventana, en el que lee los libros de ciencia ficción de Juan José Benitez, que narran la historia de Jesús. También hay una vitrina de madera con libros amontonados y vajilla delicada. Dentro de un cajón del mueble, Paola guarda cuidadosamente los papeles de la casa que le entregaron en carácter de “comodato”: una forma de propiedad vitalicia pero no heredable, junto con el contrato de convivencia y recortes de diarios que anunciaban la inauguración del complejo. Más atrás hay una cocina con las hornallas encendidas. También hay un termotanque y sobre el termotanque, dos cuadros con paisajes de la Araucanía, y una estampita de Ceferino Namuncurá. La dueña de casa no quiere colgar cuadros con clavos, le da “no sé qué” dañar las paredes.

Tocan la puerta. Es Adriana, la vecina del 10 que hace una entrada glamorosa: una diva del Alto Valle. Trae dos tacitas blancas con una guarda de flores. “Estas son las que sobrevivieron. El resto del juego se me rompió cuando se cayó el cielorraso en el lugar donde vivía”, avisa. Antes de que la pava silbe, Adriana contará que La Delirio y su mejor amiga, Julia Ponce, ya van a cumplir cinco. Como si fueran cumpleaños, ella cuenta muertes. En cada aniversario revive el asesinato de Julia, que escuchó por teléfono cuando la llamó para saludarla por el día del amigo. Su mejor amiga era trabajadora sexual en la Avenida General Paz de Buenos Aires. Un tipo la golpeó hasta matarla. Su sobrina tuvo el mismo destino en manos de su novio. No llegó a conocerla  en persona.

“La hermana Mónica es nuestro ángel enviado a la Tierra”

La historia de la Iglesia en Neuquén lleva el nombre del obispo Jaime De Nevares, un referente de la lucha por los derechos humanos. Pero en democracia, Jaime de Nevares dirigía las razzias contra la comunidad trans, según aseguran las mujeres que estuvieron en la ciudad a finales de los ochenta. “Jaime andaba en un auto adelante de los patrulleros —recuerda Adriana, la vecina del décimo, que cuenta muertes como si fueran cumpleaños. Frenaba y decía 'ahí hay uno'. Él manejaba los operativos. Yo lo odiaba”.

Pero de esa misma Iglesia y de Neuquén, salió la monja Mónica Astorga Cremona. Es una mujer de sonrisa sostenida, convencida, brillante. Los ojos marrones se le achinan detrás de unos lentes de metal austeros. Como todas las monjas de la orden de las Carmelitas Descalzas, la oración ocupa una parte importante de su día. Igual se hace tiempo para acompañar y escuchar a las personas trans.  

Su trabajo con la comunidad comenzó hace 16 años y desde entonces ha peleado por mejorar su condición de vida. Logró una casa de acompañamiento, la Casa Santa Teresita, donde se ofrece atención psicológica a las mujeres con adicciones, cursos de oficios y una ducha para las personas trans que viven en la calle. La necesidad de vivienda de las mujeres trans era imperiosa. Mónica consiguió, a punta de “si prometen, me cumplen”, la donación municipal de un terreno al monasterio y los fondos de Provincia para levantar el complejo en conjunto, aunque fueran de diferentes signos políticos.  

“La hermana Mónica es nuestro ángel enviado en la Tierra. Yo creo que no va a haber otra como ella. Ojalá la hubiera, que tomaran ese ejemplo, que hicieran otras casas de contención, que construyeran otros complejos de viviendas”, dice Paola, la dueña del caniche, mientras observa su comedor como quien observa la inmensidad. Sigue: “Yo recorro el país con la Asociación de Travestis, Transexuales y Transgéneros de Argentina (ATTA) y me dicen: 'las de Neuquén están soñadas', ¿pero en otras provincias? Vos vas a Salta y todavía las sigue corriendo la policía. Estamos en 2022, la policía es muy machirula. La Iglesia también. Acá porque tenemos a la hermana. Pero no sabés todas las que le hicieron a la hermana. Aunque hay un grupo que sí la ayuda. Hasta el Papa Francisco le ha dado su apoyo”.

La hermana Mónica acompaña a la comunidad LGBT+. Recauda dinero para terminar de reconstruir una casa en Mar del Plata, donde vivirán 4 mujeres trans. La casa tendrá la misma idea que el complejo: que sea un espacio bien construido y, sobre todo, luminoso. Este último, un punto innegociable para todo lo que emprende, porque está convencida de que “las mujeres trans ya vivieron mucho en la oscuridad”.

El barrio Confluencia está ubicado al sureste de la ciudad de Neuquén. Es un barrio popular, de casas de chapa o ladrillo hueco sin revoque. Con la iniciativa del fallecido intendente radical Horacio “Pechi” Quiroga de idear una ciudad “mirando al río”, el barrio cobró relevancia por ser un acceso directo al paseo costero del Limay. El sendero permite caminar por una postal de pequeñas islas con álamos y sauces de tonos verdes y amarillos entre los brazos del río. A partir de la llegada del paseo, asfaltaron e iluminaron algunas calles del barrio. 

La cercanía con el río hizo que el terreno donde levantaron el complejo Costa Limay fuera codiciado. Además, se había instalado el rumor de que los alrededores del barrio se convertirían en una zona roja. Una vez adentro, la relación con los vecinos del barrio Confluencia empezó a mejorar a costa de concesiones y buenos gestos. Una vecina que solía tratar despectivamente a las mujeres de Costa Limay, perdió todo cuando se le incendió la casa. Inmediatamente Adriana pidió ayuda a Desarrollo Social y la asistieron con materiales para reconstruirla. También hubo quejas sobre cómo vestían las trabajadoras sexuales que visitaban a sus amigas del complejo. La solución fue pedirles que se cubrieran más. 

En otra ocasión, las mujeres organizaron una colecta de ropa para repartir en el barrio, como un gesto más para aplacar la desconfianza vecinal. Actualmente, luego de un curso de sensibilización en Género que dictó la secretaría de Diversidad, los prejuicios se disiparon y existe una relación de cordialidad, respeto y protección mutua. Por lo demás, es un barrio como todos: chicos que se juntan a jugar en la plaza.

Vivir, como mucho, 35 años, sin techo ni trabajo formal

La expectativa de vida de las personas trans en Argentina es de 35 años. La falta de oportunidades, la discriminación, la pobreza, la violencia de género, el transodio, la falta de derechos básicos como la salud, la vivienda, el trabajo formal, arman un combo literalmente fatal. Adriana vivió por más de 50 años cada una de esas violencias, consecuencia de un Estado que acompaña poco y reprime mucho. “A lo largo de mi vida he tenido todo. Las mejores ropas, los mejores zapatos. Pero no era feliz. Todo viene, todo se va. Siempre que me caí, me levanté. Siempre me levanté. Como el ave fénix. Ahora no voy a perder”, dice Adriana, que está sentada en el comedor de la departamento de Paola.

Y ahora que tienen un hogar, ¿se permiten pensar en algo que antes no podían siquiera imaginar? 

En la tranquilidad y la paz. Y saber que podemos morir dignamente --responde Adriana.

Adriana recuerda la primera vez que se enteró con quiénes iba a vivir. La hermana Mónica las había convocado en la casa Santa Teresita para que se conocieran. “¡Ay, cuando nos vimos las caras! Nos conocíamos pero de la noche, de la calle y de los calabozos. Algunas habíamos vivido juntas, pero otras no. Cuando nos mudamos al complejo empezamos a pelearnos. La primera pelea fue de las de arriba con las de abajo, porque decían que las de arriba queríamos ser más que ellas: clásico de personas que nunca tuvieron nada de más”. 

En 1992, Adriana había vuelto de una gira por los cabarets de la Patagonia y traía la moda de las trabajadoras sexuales del sur: el torso desnudo, un triangulito y taco aguja. Cuando llegó a Neuquén capital el resto de las trabajadoras sexuales de la Ruta 22 empezaron a ver cómo su clientela disminuía: la preferían a Adriana. Convencieron a dos pibes de que le darían cocaína a cambio de que la mataran. Tres disparos impactaron en su estómago y uno en el glúteo. Adriana anda por la vida con cuatro tiros en el cuerpo. Recuerda Adriana: “Me decían que no iba a poder volver a trabajar con los tacos. Al mes volví a la esquina y las mujeres se burlaban porque estaba con alpargatas, así que me puse unos tacos de 15 centímetros y sentí un orgullo... 'Acá estoy', les dije, 'vivita y coleando'”. 

Las garantías para alquilar una pieza a una mujer trans son nulas. Paola y Adriana saben por experiencia que el valor para ellas es el doble que para cualquier otra persona. Los propietarios sacan provecho de su vulnerabilidad porque son conscientes de que les es difícil conseguir un alquiler. Adriana le alquilaba una piecita a una mujer que un día decidió cobrárselo dos veces en un mes. “Me pagás o te echo a la calle”, amenazó.

¿Hoy me echarán? ¿En dónde me voy a quedar después? Siempre vivimos con esa constante: ¿Dónde viviré mañana? Contar con esta estabilidad, de que va a ser tu casa siempre, es mucho para nosotras”, dice Paola. Después de treinta años y una vez que le dieron la casa dejó de prostituirse. Ahora trabaja en la Casa Santa Teresita, acompañando a otras mujeres trans. “¿Viste cómo llueve afuera? En otro tramo de nuestra vida, ya estaba parada en la ruta. En invierno, desde las seis de la tarde hasta las cinco de la mañana. Porque si no, no podía vivir, no llegaba. Y tenía que pagar el alquiler. Ahora me puedo dar el gusto de quedarme. Si no quiero salir a la ruta, no salgo. A veces voy una hora y vuelvo, para controlar mi zona nada más, agrega Adriana, que todavía es trabajadora sexual.

El complejo se inauguró en agosto de 2020 y, como en todos lado, la convivencia nunca es fácil. En el complejo Costa Limay rige un reglamento de convivencia que armó la hermana Mónica con la abogada del Instituto Provincial de Vivienda y Urbanismo de Neuquén. El departamento es propiedad de cada una, pero el complejo es de todas. La limpieza y el mantenimiento se hacen colectivamente. Además, tienen prohibido ejercer el trabajo sexual dentro del complejo, y deben demostrar que quieren abandonar las adicciones y la prostitución, según los valores cristianos. A la segunda advertencia o llamado de atención, el monoambiente se lo dan a otra persona.

¿Y si hubieran entregado doce departamentos distribuidos por Neuquén en lugar de un complejo, es decir, que este no sea “el barrio trans”? Paola cree que el complejo fue una buena idea, que disfrutan de la convivencia y se sienten seguras: “Estamos bien así, juntas, porque nos conocemos, nos podemos proteger y, ante una situación de enfermedad, podemos pedir ayuda a quien tenemos al lado. Entonces sentimos una hermandad. Me preguntan: '¿Por qué estudiaste gerontología?'. Y yo les digo a las más adultas: 'Porque algún día yo te voy a cuidar'. Ya sé tomarles la presión, sé si les pasa algo. Con otras personas del barrio solo nos decimos ‘hola, buenos días, buenas tardes’, nada más”.

LG/MG