Misiones, en el noreste de Argentina, es la segunda provincia del país que prohíbe el glifosato, a partir de 2025. La primera fue Chubut, en la Patagonia. Los agricultores se dividen entre los que apoyan la medida y los que la rechazan, incluso con demandas judiciales. Junto a Brasil, Argentina es uno de los países que más agroquímicos utiliza y tiene registrados 400 principios activos.
Norma Herrera ha hecho todo lo posible por lograr que herbicidas como el glifosato desaparezcan de Argentina. Pero es como luchar con molinos de viento. “El glifosato se prohíbe cada vez más en todo el mundo, pero aquí lo siguen usando”, dice. Herrera es parte de las “Madres de Ituzaingó”, que se unieron hace 20 años, cuando de pronto se produjeron tres casos de leucemia en ese barrio de Córdoba, la segunda mayor ciudad de Argentina. Entre ellos estaba también la hija de Norma. A poca distancia de su casa, grandes plantaciones de soja eran fumigadas con el herbicida desde aviones.
En realidad, este pesticida todavía está autorizado en la Unión Europea (UE) hasta el 15 de diciembre de 2022. Bruselas aún no ha sido capaz de acordar una extensión de la regulación, pero el Gobierno de Alemania planea prohibir completamente el uso de glifosato en el país a fines de 2023. Tales restricciones, sin embargo, no aplican en Argentina.
“Muchos vecinos han muerto en los últimos años, y aún hoy hay personas que mueren de cáncer. Lo que hacen aquí las empresas de soja no es otra cosa que un ecocidio”, asegura.
Un gran negocio
Los mayores beneficiarios son empresas químicas como Bayer y BASF, que junto con el grupo chino Syngenta y el estadounidense Corteva, dominan cerca del 70 por ciento del mercado mundial. Un negocio lucrativo. En 2020, las ventas de Bayer en este segmento fueron cercanas a los 9.800 millones de euros, y las de BASF se elevaron a unos 5.500 millones.
En entrevista con DW, BASF dijo: “En todo el mundo, incluidos los países de América del Sur, BASF comercializa productos de protección de cultivos que cumplen con los requisitos del Código Internacional de Conducta de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). Todos los productos BASF son ampliamente probados, evaluados y aprobados por las autoridades públicas siguiendo los procedimientos de aprobación oficial”.
Y en cuanto a Argentina, añadió: “BASF participa, a través de la Cámara de Sanidad agropecuaria y Fertilizantes (CASAFE), de distintos programas de capacitación de productores, docentes de escuelas rurales, médicos y bomberos y promueve las Buenas Prácticas Agrícolas. Además, cuenta con un plan para la capacitación continua de su personal, acerca del buen uso de los productos, su almacenamiento y transporte”.
“Bayer y BASF se atienen a las leyes nacionales, así que, para ellos, en principio, está todo en orden. Pero en muchos países las normativas son mucho más débiles que en la UE. Por eso se exporta allí donde sea más probable que se dé autorización. Y eso ocurre especialmente en países de América Latina”, dice Dewitz.
La voz de la ciencia
En realidad, la ciencia lleva hablando décadas sobre el asunto. “Entre 1980 y 2019 se publicaron en todo el mundo más de 1.200 trabajos que demuestran, de distintas formas y con distintos organismos, la toxicidad del glifosato”, dice a DW Rafael Lajmanovich, profesor de ecotoxicología en la facultad de Bioquímica de la Universidad Nacional del Litoral, e investigador del Conicet. Para Lajmanovich, director académico de varios de los artículos publicados en Argentina sobre el tema, el multimillonario acuerdo con Bayer supone un “tácito reconocimiento a lo que la ciencia independiente de gran parte del mundo lleva diciendo desde hace muchos años: el potencial carcinogénico que tienen los formulados comerciales del glifosato”.
Un negocio redondo
Corría el año 1996 y Estados Unidos acababa de liberar la soja RR, resistente al glifosato. Sin llevar a cabo estudios sobre impacto ambiental, Argentina aprobó, a su vez, la liberación de este organismo modificado genéticamente, que facilita el cultivo de soja en cantidades masivas. “Argentina tuvo la desgracia de ser el segundo país del mundo en el que se liberó la soja RR”, comenta Rafael Lajmanovich.
“Pero, en realidad, el negocio no estaba en las semillas. El gran negocio, que sigue hasta la actualidad, era el herbicida”, prosigue Lajmanovich. “Probablemente fue una estrategia de las multinacionales: liberarlo acá en Argentina, sabiendo que este país tiene leyes laxas en muchos sentidos. Rápidamente, de contrabando, esta soja RR invadió países cercanos: se fue a Brasil, a Paraguay, a muchos países de la región”, señala.
Entre 1980 y 2005, la superficie de cultivo de soja en Argentina pasó de 2 a 17 millones de hectáreas, un manto gigantesco sobre el que aplicar los productos de las multinacionales, fundamentalmente el glifosato. Y, durante décadas, las políticas de los distintos Gobiernos no han hecho sino reafirmar la expansión del agronegocio: “Argentina se vio, de alguna manera, condenada a proseguir con el cultivo de estos granos. Es un círculo del cual cuesta mucho salir”, sentencia Lajmanovic.