El suicidio se detiene en comunidad
Uruguay es verde y bajo, tranquilo. No tiembla ni se desborda ni se quiebra. Tiene murgas y carnavales, brillos. Tiene costas y aguas y cielos azules. Grita los goles con la boca abierta. Uruguay es campeón. Uruguay festeja, baila, canta. Uruguay con ramblas y con montes y con ríos. Uruguay cálido, manso, quieto. Uruguay diverso, ondulado, folklórico.
En Uruguay viven tres millones y medio de personas. El territorio se recorre en línea recta en ocho horas, no hay ruido ni sobresaltos ni estridencias.
En Uruguay todo, casi siempre, vive en una calma crónica, asintomática.
En Uruguay la gente se mata más que en ninguna otra parte de este continente.
Y nadie sabe bien por qué.
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—Amiga, no te hacés una idea lo difícil que ha sido mantenerme viva en el último mes. A veces parece que lo digo con ironía, cuando preguntás cómo estoy y yo respondo “viva”, pero cada tanto tengo que decirlo en voz alta casi como un recordatorio, un reconocimiento. Estoy viva. Como. Me baño. Salgo de la cama. Intento hacer algunas cosas. Intento. Intento. Intento. No es fácil. Pero intento.
Fragmento de un mail que me envió una amiga el 28 de febrero de 2023.
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Cada tanto, los gatos pasan por delante de la cámara, se atraviesan en la pantalla, se acercan a la taza de café. Ella los agarra, los acaricia, les habla. Son dos, la de siempre y uno nuevo, amarillo, chiquito. Ese, el amarillo, se queda sobre ella. No se ve, por el cuadrado del Zoom, nada más que eso: una pared blanca, los gatos, la piel blanca y gruesa, el pelo por los hombros.
—La vez anterior, en 2020 creo que fue, yo tomé una medicación que tomada en mucha cantidad te puede generar un problema en el corazón. Me llevaron a la emergencia y me dejaron esperando en la sala de espera a que se me pasara un poco el efecto. Después de que se me pasó, me llevaron con un par de psiquiatras que me preguntaron si me arrepentía de lo que había hecho. Yo me sentí como en la iglesia. Además, cuando vos te empastillás de esa manera, demorás un montón de días en estar bien de vuelta, en ser consciente de nuevo. Me preguntaron eso y yo pensaba: si les digo que no, que es la verdad porque no me arrepiento de haberme querido matar, esto no va a ser bueno, no sé, es muy raro que me preguntaran eso, entonces les dije que sí, que me arrepentía. Y ellos me responden “ah qué bueno, porque si me decías que no, te tendríamos que internar”. Y yo por dentro pensé “capaz que tendría que estar internada”.
Uruguay es el país de la región con la tasa más alta de suicidios. Viven tres millones y medio de personas, y solo 2022 se mataron 818.
María José tiene 31 años y varios intentos de suicidio. El primero fue a los 27 y ocurrió después de que empezó un tratamiento psiquiátrico. Todos fueron iguales: sacó todas las pastillas que tenía que tomar en el mes y las tomó juntas.
La vez anterior, dice, porque después hubo otra. Fue unos días antes del cumpleaños de su sobrino. Hizo lo que ya había intentado: tomó todas las pastillas que encontró. Fue a la emergencia, la vio un médico y la mandaron de vuelta para su casa. Al otro día de intentar matarse, María José tuvo que ir a trabajar.
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Le mando un mensaje a una amiga médica que trabaja en la puerta de emergencia de un hospital. Le pregunto qué hacen si llega alguien que intentó matarse o que tiene pensamientos suicidas. “Negri es algo re importante lo que me preguntás. Lamentablemente no hay ningún protocolo de actuación, hacemos lo que nos parezca, no nos educan para saber qué tenemos que hacer. Es un tema re complejo, justo lo hablaba con la psicóloga ayer, en general te agarra re saturada y nosotros no estamos preparados para eso”.
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El artículo 3 de la ley 18.097 que declara al 17 de julio como el Día Nacional de la Prevención del Suicidio dice: “Será obligatoria la capacitación del personal de la salud pública y privada, bomberos y funcionarios policiales en la atención de personas con señales de comportamientos suicida, así como en el abordaje del rescate”.
Poco tiempo después, mientras volvía en un taxi luego de festejar los dos años de su sobrino, María José tuvo la sensación de que si regresaba a su casa podía volver a hacerlo. Entonces insistió: fue a otra emergencia, dijo que había tenido intentos de suicidio y que no se sentía bien. Habló con una psiquiatra y después con otra y le plantearon la posibilidad de internarse en una clínica. Ella dijo que sí, que quizás era lo que necesitaba.
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Montevideo. 11 de noviembre. 2022.
La primera vez que escuché sobre un suicidio tenía 13 años. Yo vivía en una ciudad de poco más de 10 mil habitantes en el departamento de Colonia, al suroeste de Uruguay. Volvía del liceo un mediodía y, cuando llegué a mi casa, el barrio tenía un movimiento distinto, estaba conmocionado: mi vecino de al lado, simpático, tranquilo, contento, había ido al parque y se había pegado un tiro en la cabeza. De ese día todavía recuerdo algunas cosas: el sol, los ladridos de mi perro, el llanto desgarrado de mi vecina, la imagen que venía a mi cabeza del hombre que hacía segundos se había suicidado paseando a mis hermanos más chicos en su moto — una nave negra y enorme que hacía un rugido feroz— y la confusión; sobre todo, la confusión.
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Hay un índice que mide la felicidad de los países del mundo y dice que, en 2023, Uruguay es el país más feliz de América del Sur, el segundo más feliz después de Costa Rica en América Latina, y está en el puesto número 28 de felicidad a nivel mundial.
Se llama Índice de Felicidad Bruta y toma determinados marcadores de calidad de vida: poder adquisitivo, seguridad, acceso a la salud, acceso a la educación, democracia. Todos los años los medios uruguayos hacen la misma nota: ¿cuál es el país más feliz del mundo y qué puesto ocupa Uruguay?
“En el hospital no hay ningún protocolo de actuación, hacemos lo que nos parezca, no nos educan para saber cómo actuar.”
De acuerdo a un informe del Banco Mundial, en 2021 Uruguay era el país con menos pobreza de América Latina (solo 3,2 por ciento de su población percibe menos de 5,5 dólares diarios, mientras que en Argentina, por ejemplo, el porcentaje es de 14,4). Además, según el Índice Global de Paz, es uno de los países más seguros de la región, solo después de Chile, tiene una economía estable y ha apostado, en los últimos años, a una agenda enfocada en los derechos humanos.
Hay otros datos: en 2022 se mataron 818 personas en Uruguay, y, entre noviembre y en enero de este año, hubo más de 1.000 intentos de suicidio, la tasa de suicidio se mantiene desde hace unos años por encima de 20 muertes cada 100.000 habitantes (el promedio mundial es de 10,5), siendo el suicidio la principal causa de muerte violenta, superando a los homicidios y a los accidentes de tránsito.
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Montevideo. 8 de enero de 2023.
Me gusta Montevideo en enero. La ciudad queda vacía, se enlentece, los ómnibus andan más rápido, los autos no tocan bocina. Me gusta salir de trabajar en el diario y cambiar el rumbo y en vez de caminar hacia mi casa ir hacia el otro lado, bajar por Zelmar Michelini hasta llegar a la rambla, caminar hacia el Parque Rodó y seguir un poco más, dejar el sol a mis espaldas y después, en el momento justo en el que empieza a bajar, como a las ocho de la noche, dar vuelta, mirarlo de frente como si estuviésemos cerca, ver cómo los edificios cambian de color, cómo la ciudad se vuelve anaranjada. Yo crecí en un lugar sin agua. Desde que vivo en Montevideo vengo poco, menos de lo que me gustaría. Casi siempre, en la tardecita, la rambla está repleta de personas que toman mate o corren o caminan o juegan al fútbol o entrenan y a mí casi siempre, en la tardecita, me gusta estar sola. Pero hoy es enero y parece que todos están de vacaciones y la rambla es un buen lugar para la soledad. El río está tranquilo, el agua choca contra las rocas con un poco de vagancia, el cielo es azul, claro. Es extraño el color de este río. Al sol parece uno, a la sombra, otro. Es difícil decir de qué color es el Río de la Plata en la costa de Montevideo. Podría ser verde y marrón pero no es ni verde ni marrón. Si tuviera que decir de qué color es el agua, hoy, ahora, diría que tiene el color de los domingos a las cinco de la tarde. Hace una semana, en este mismo río, apareció el cuerpo de un hombre de 25 años. Están averiguando si se ahogó o se mató. No es el primero ni el último que se ahoga o se mata en este río.
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Pablo Hein es sociólogo, integrante del Grupo para la Comprensión y Prevención de la Conducta Suicida de la Universidad de la República. Dice que el suicidio es un problema serio en Uruguay al menos desde finales de los ‘90 o comienzos de los 2000.
—A partir del año 2000 hay una lógica de la felicidad, una fórmula que dice que la felicidad depende de cada uno. Eso se engarza con la lógica del individualismo que hay en la sociedad a partir de los ‘70 y ‘80 y, a su vez, con la pérdida de centralidad de ciertas instituciones que nos daban cohesión social, como el Estado, la iglesia, los sindicatos, los partidos políticos, los clubes deportivos. Todo eso nos daba pertenencia, unidad. Hoy en día vivimos en el tiempo de arreglatelá vos como puedas. Vivimos en un individualismo en el que vos te construís tu propio bienestar. Y en el que tus éxitos son solo tuyos y tus fracasos también.
Tus éxitos son solo tuyos y tus fracasos también.
—El problema acá es la sociedad que construimos, la que estamos construyendo y la que vamos a construir. Tenemos una gran incapacidad para vernos en temas que nos involucran a todos. Y ni siquiera hablo de buscar una solución, hablo de poder mirarnos. Siempre buscamos un por qué. Y el único por qué que encontramos es individual: se suicidó, yo no tuve nada que ver, yo estoy lejos de eso. Lo negamos, lo ocultamos. En general miramos para otro lado. Y el otro problema que hay es que acá patologizamos todo: perdés un novio y te mandan a terapia y te empastillan. Y está bien, es algo doloroso, pero es parte de la vida, nosotros patologizamos cosas que son de la vida normal de cualquier persona. Hay que empezar a entender que la vida no es solo felicidad, también es infelicidad.
Hay un índice que mide la felicidad de los países del mundo y dice que, en 2023, Uruguay es el país más feliz de América del Sur después de Costa Rica en América Latina. Está en el puesto número 28 a nivel mundial.
En 2019 en Uruguay los psiquiatras entregaron 2.643.760 recetas de medicamentos; en 2020 fueron 2.697. 751 y en 2021 fueron 2.852.786. Los datos salen de la columna Nación Diazepam publicada en el semanario Búsqueda por el periodista Gabriel Pereyra. Allí también dice esto: después del consumo de alcohol y de tabaco, las benzodiacepinas —fármacos con efecto ansiolítico, hipnótico, relajante muscular y antiepiléptico— son las sustancias más consumidas por los uruguayos.
Suponiendo que en Uruguay viven 3.426.000 personas — el último censo es de 2011— y que cada receta fue entregada a una persona diferente, el 85 por ciento de la población toma psicofármacos
James Davis es un psicoterapeuta inglés, profesor de sociología y psicoterapia en la Universidad de Roehampton, Reino Unido. Ha estudiado, a lo largo de los años, el sistema de salud mental de su país. En una entrevista con eldiario.es de España, dijo: “Drogamos a la gente en lugar de ofrecerles terapia psicológica porque (...) se ve el dolor como una disfuncionalidad que debe ser corregida y la solución más rápida que se ha encontrado es la medicación. Pero con ella no arreglamos nada, porque se trata de químicos que sedan un sentimiento que actúa como faro: el dolor ilumina lo que está mal, algo a lo que debemos prestar atención”.
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Montevideo. 27 de abril. 2023
Son cerca de la una de la madrugada. Escribo sentada en la cama, una bolsa de agua caliente en las rodillas. Es otoño, pero hace frío. En la mesa de luz tengo un plato con los restos de una sopa instantánea, una botella de agua de un litro por la mitad, un libro de Nona Fernández, un llavero con la cara de Lali, dos piedras que me traje del cumpleaños de mi prima y que supuestamente me dan energía, me protegen de alguna cosa, la mitad de un alfajor con mucho dulce de leche que no pude terminar. Arriba de la cama, conmigo, tengo dos libros: Enigmas y estigmas del suicidio en el Uruguay, y la poesía completa de Alejandra Pizarnik. Hace unos meses que les digo a mis amigas “estoy trabajando en el suicidio” o “me voy a meter en el suicidio” o “estoy con el suicidio”. Ojalá pudiera pensar solo en esto, pero me cuesta concentrarme, pensar en una sola cosa. Ahora estoy dispersa. Miro Instagram cada cinco minutos y Whatsapp cada tres. Tengo 29 años y vivo en una especie de hastío, como si nada de lo que soy, nada de lo que tengo, nada de lo hago, fuese suficiente. Algunas veces ese hastío se me mete en el cuerpo y siento, ahí, entre las costillas pero un poco más arriba, como si el corazón fuese un globo al que no le cabe más aire.
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En la clínica todo era blanco. Las cortinas blancas, las paredes blancas, las sábanas blancas. María José llegó de noche. Le sacaron el celular, la cartera, todo lo que llevaba con ella. Se acostó a dormir. Al otro día empezó a entender cómo funcionaba, cómo era la dinámica.
El desayuno todos los días a las ocho y el almuerzo todos los días a las doce y la merienda todos los días a las cinco y la cena todos los días a las ocho. A las diez había que estar en el cuarto y se podía salir al otro día, a partir de las siete. Había enfermeros y guardias de seguridad. Hacían talleres. Podía pintar o escuchar música con auriculares inalámbricos. Podía charlar con los demás. Había un horario de visita y su novio iba a verla todos los días. La tenía que mirar desde lejos, a través de una puerta y a través de una reja. Le permitían una llamada. Había una televisión y esa era la única conexión con lo que pasaba afuera. Había en la clínica una niña de 12 años. Como era tan chica tenía que estar con un acompañante y ella estaba con una abuela. María José y la niña se hicieron amigas. Algunas veces pensaba: ¿qué te hicieron para que estés acá?
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—Si te tengo que decir quién soy, no sé, soy María José, tengo 31 años, soy del interior, me vine a Montevideo a trabajar y a estudiar, aunque eso no fue fácil, estudié profesorado en Colonia y viví un tiempo allá, ahora trabajo como taster en una empresa de tecnología. Vivo con mi novio y nuestros gatos y no sé qué más decirte.
Después dirá.
Cuando tenía seis o siete años fue abusada sexualmente. Poco después, a los 12 o 13, un día estaba cocinando y pensó, por primera vez, en que se quería morir. Desde ese día ha tenido ideación suicida.
(Ideación suicida: se define como la «presencia de deseos de muerte y de pensamientos persistentes de querer matarse» y representa la primera fase de lo que se conoce como conducta suicida).
Después empezó el psicólogo y entendió que no se trataba solo de ese hecho puntual, sino de muchas otras cosas que habían ido pasando a lo largo de su vida. Primero se lastimó, se cortó con la hoja de una máquina de afeitar. Después vinieron las pastillas. Una de todas esas veces no quería morir. Quería meterse esa mezcla de drogas al cuerpo para perder la consciencia. Las otras veces sí. Las pastillas eran una certeza.
El problema, dice Pablo Hein, no son los jóvenes que se quieren suicidar: el problema son los adultos que no les dan una segunda oportunidad de repensarse en el mundo.
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Si podés, agregá esto en lo que escribas, me pide Pablo Hein: “Nadie se mata solo”.
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Cuando Sofía era niña encontró un pingüino. Fue en las playas de Piriápolis, la ciudad donde vivía. Lo levantó y lo llevó a la casa de su abuela, Yaraví. Ella lo curó y, unos días después, la convenció de llevarlo al refugio de animales marinos que funciona en una ciudad cercana, también de la costa. Durante mucho tiempo, Sofía fue a visitar al pingüino todos los días.
Levantaba de la calle a todos los animales que encontraba y a todos los llevaba a lo de Yaraví. Ella siempre hacía lo mismo: los curaba, dejaba que Sofía los cuidara. Era su única nieta.
Fue el sábado 12 de marzo de 2016. Hacía una semana que Sofía viajaba a Montevideo para estudiar en la Facultad de Veterinaria.
Lo primero que se escuchó del otro lado del teléfono fue un mensaje automático: “Buenos días. Si es una emergencia llamá al 0800 0667. Sino, esperá a que pueda contestarte”. Después, un ruido como a papeles arrugándose.
0800 0667 es el número de la línea de prevención del suicidio de ASSE (Administración de Servicios de Salud del Estado). Funciona como tal desde 2018 y brinda atención primaria a quienes tengan ideas suicidas. En 2021 recibieron más de 7.000 llamadas. Es decir que, por día, más o menos 20 personas en Uruguay pensaron en matarse.
Hay una fórmula de la felicidad que dice que depende de cada uno. Eso se engarza con la lógica del individualismo: arreglatelá vos como puedas.
El mensaje suena desde el celular personal de Yaraví Rois, que es, también, el número de Resistiré, la ONG que creó el 28 de agosto de 2016, seis meses después del 12 de marzo, el día que Sofía, su única nieta se suicidó.
Es como un tsunami. Como un terremoto. Como algo que, de un momento a otro, arrasa con todo. No deja nada. Ni siquiera posibilidades. Fue así, entre escombros, que Yaraví pensó que, con lo poco que le había quedado, tenía que reconstruirse: agarrarse de algo y empezar a subir. Volver a la superficie.
Resistiré es una organización sin fines de lucro para trabajar en la prevención del suicidio, sobre todo, en adolescentes. Es, también, el hueco que encontró para respirar.
Empezó a estudiar el tema, a formarse, leyó, fue a talleres y a charlas, viajó para escuchar conferencias, preguntó, investigó. Hoy Resistiré ofrece talleres y charlas y es una de las dos organizaciones uruguayas que da apoyo a familiares de suicidas.
—Tendríamos que hacer más, mucho más; con lo que hacemos, evidentemente no alcanza. El año pasado hicimos un trabajo muy grande en el departamento de Maldonado, y sin embargo fue el que tuvo más suicidios en todo el país. El suicidio se detiene en comunidad y en el territorio: cuando una persona llega a la puerta de emergencia ya es tarde, hay que hacer algo antes.
—¿En qué falla el Uruguay a nivel social para que, a pesar de que haya una ley de prevención y una ley de salud mental, planes nacionales y estrategias, tanta gente se siga matando?
—Ah, querida, es una pregunta que nos hacemos todos los días. Esta sociedad está fallando en todo. Somos egoístas, nos falta empatía. Los grupos donde se reúnen las personas no están funcionando, el Estado no tiene políticas activas. Hay que mirar más para los costados, hay que mirar si el otro está pasando mal y no dejarlo pasar, buscar ayuda, todos somos capaces de captar alguna señal. Si alguien dice que está mal, no hay que subestimarlo, hay que prestarle atención, el suicidio es un problema que le puede pasar a cualquier persona.
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Buenos Aires. Abril de 2019.
Tengo 27 años. Vine con dos amigas a pasar el fin de semana a Buenos Aires. Es domingo. Amanece. Caminamos por la calle después de haber bailado toda la noche. Tomamos birra, fernet, champagne con energizante, eso toman los argentinos. Estamos eufóricas. Vivas de una manera muy simple, real. Me descalzo porque el cierre de una de las botas me molesta. Caminar descalza por Buenos Aires es una experiencia reveladora. Una de mis amigas, S, pega saltitos un poco más adelante. La otra, P, canta unos versos de Wos. Paramos un quiosco. Compramos papas fritas, coca cola. Avanzamos un poco más. Cantamos Bandana. Yo intento rapear. P me graba con el celular. S se adelanta unos pasos, se sienta en la vereda. El sol apenas se asoma, pero nosotras todavía estamos borrachas y todo, en Buenos Aires, nos parece bonito. Entonces S dice, de la nada, que quiere contarnos algo. Dobla las rodillas, habla. Que todos los días de su vida, dice, ha pensado en matarse. Que es una sensación que no puede explicar, dice, pero que la siente en el cuerpo, en la cabeza, en el pecho. P la agarra de la mano. Yo miro hacia abajo. Dejo que el silencio haga lo suyo. Después les cuento de unos errores que encontré en el primer libro que publiqué. Ellas no dicen nada. Entonces P, sentada con las piernas extendidas, dice: “Yo no me mato por mis perras”.
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Se han dicho muchas cosas: que los uruguayos son nostálgicos y tranquilos y que eso — la nostalgia, la tranquilidad crónica— han fraguado una especie de personalidad colectiva que roza la grisura; que los uruguayos se matan en invierno y si es domingo mejor; que hay un pueblo en Rocha, Castillos, donde la gente se suicida más que en ningún otro lugar; que hay una piedra magnética que irradia mala energía; que el mayor problema del suicidio en Uruguay son los adolescentes; que los viejos se matan porque están solos.
Los datos oficiales, sin embargo, dicen otra cosa: que la mayor parte de los suicidios en Uruguay suceden en diciembre, es decir, en verano, y que, si se puede encontrar un patrón, el día que más se matan son los martes. Castillos no tiene ninguna particularidad más que la de estar en el Este del país que es, junto a Montevideo, la zona con la tasa de suicidios más alta del Uruguay. Los adolescentes se matan tanto como las personas entre 25 y 29 años y los viejos se matan, sí, pero por distintos motivos.
No hay, en Uruguay, una única razón que sostenga los números.
—¿Qué pasa? No sé qué pasa. El primer plan de salud mental es de 1986, postdictadura. Somos conscientes de que hay un problema, pero es como si fuésemos a la misma vez negadores de ese problema. Claro que hay una falta de respuesta política. Todos los 17 de julio en el día de la prevención se hacen acciones que después no se sostienen, son intentos espasmódicos. Hay un plan de salud mental y una ley de salud mental, que evidentemente no son suficientes y que, además, hay que ver qué tanto se aplican. Pero como sociedad hay algo que no se termina de modificar. Hay una invisibilidad muy grande de la afectación psíquica, el dolor no se manifiesta. De por sí los uruguayos somos una sociedad muy pudorosa, muy cerrada, no nos sale colectivizar lo que sentimos.
Gabriela Novoa es psicóloga clínica. Empezó a trabajar en el problema del suicidio en los años noventa. Fue parte de la dirección de salud mental, participó de la creación del plan nacional de prevención del suicidio. Hoy está jubilada. Siente un poco de vergüenza por no haber podido hacer más en sus años de trabajo. También un poco de rabia: cada vez que alguien se suicida en Uruguay, dice, se está matando una persona de su país.
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Montevideo. 25 de noviembre de 2022.
Leo:
Quiero morir. No quiero oír ya más campanas.
La noche se deshace, el silencio se agrieta.
Si ahora un coro sombrío en un bajo imposible,
si un órgano imposible descendiera hasta donde.
Quiero morir, y entonces me grita estás muriendo,
quiero cerrar los ojos porque estoy tan cansada.
Si no hay una mirada ni un don que me sostengan,
si se vuelven, si toman, qué espero de la noche.
Quiero morir ahora que se hielan las flores,
que en vano se fatigan las calladas estrellas,
que el reloj detenido no atormenta el silencio.
Quiero morir. No muero.
No me muero. Tal vez
tantos, tantos derrumbes, tantas muertes, tal vez,
tanto olvido, rechazos,
tantos dioses que huyeron con palabras queridas
no me dejan morir definitivamente.
Idea Vilariño, poeta, uruguaya.
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—Durante mucho tiempo tuve la sensación de que las cosas malas me pasaban solo a mí. De que las desgracias eran solo mías. Y cuando estuve internada me di cuenta de que había gente que pasaba por cosas parecidas, o incluso peores. Obvio que no es algo que yo pensara a nivel racional, sería idiota si pensara que solo a mí me pasan cosas malas. Era una cuestión emocional. Yo no lograba, nunca, asimilar que había otras personas a las que también les había pasado lo mismo que a mí. Yo salí contenta. Pero contenta porque me siento mejor. Y la última vez que me había sentido así tenía 19 años. Ahí se murió mi abuela y yo me terminé de desarmar. Ahora tengo 31.
El problema no son los jóvenes que se quieren suicidar: son los adultos que no les dan una segunda oportunidad de repensarse en el mundo.
Es 25 de abril de 2023. Son las seis y media de la tarde. Cada tanto, los gatos pasan por delante de la cámara, se atraviesan en la pantalla, se acercan a la taza de café. Ella los agarra, los acaricia, les habla. Son dos, la de siempre y uno nuevo, amarillo, chiquito. Ese, el amarillo, el chiquito, se queda sobre ella. No se ve, por el cuadrado del Zoom, nada más que eso: una pared blanca, los gatos, la piel blanca y gruesa, el pelo por los hombros: María José.
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Montevideo. 19 mayo de 2023.
Hace días que no llueve. Los ríos están secos. El agua de la canilla, en Montevideo, sale con gusto a sal. Hace muchos días que en Uruguay solo se habla de eso: nunca nos faltó nada y ahora nos falta el agua. Es de madrugada. Afuera suena una alarma. Desde mi ventana se ven algunas luces del edificio de enfrente. En una de ellas, un hombre se asoma. Es un hombre que ya he visto antes. Mi cuarto da directo a su casa. Solo lo veo cuando saca el torso hacia afuera y tranca su cadera en la baranda. No sé si él también me verá, pero yo me quedo mirándolo por un rato. No distingo su cara con claridad, pero veo cómo, cada tanto, acerca la mano derecha a los labios, sostiene un cigarro o un porro o algo parecido. No lo conozco, no sé quién es ni cómo suena su voz, ni si huele a perfume o a marihuana, ni si vive solo o si trabaja, si tiene un perro, si los gatos le dan alergia. Pero ahora, que alguien apagó la alarma y el silencio cubre todo lo que hay entre su ventana y la mía, pienso en algunas cosas, imagino otras. Es 19 de mayo de 2023. Según la estadística, dos uruguayos se van a matar.
SG/MG
Este texto se trabajó en el Laboratorio de No Ficción Creativa llevado adelante por Revista Anfibia, el Doctorado de Escritura en Español de la Universidad de Houston y la Maestría en Periodismo Narrativo de Unsam entre septiembre de 2022 y mayo de 2023.
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