Una confesión: lo único y lo último que recordaba de Val Kilmer era ese par de labios gruesos bajo la máscara de Batman. A él le tocó interpretar al superhéroe en la versión Forever, dirigida por Joel Shumacher y estrenada en 1995. Debió haber sido el Batman más sexy antes de que Christian Bale vistiera el mismo traje de murciélago discreto y justiciero. Después de Batman Forever me olvidé de Val Kilmer.
Pero hace unos días mi amiga Ana me dijo, al pasar, que había un documental de Val y que esperaba tener un rato libre para verlo. “¿Qué tendrá para contar Val Kilmer?”, pensé, pero no dije. Así que el hueco me lo hice yo y le di play: Val, la vida que vives es la historia que cuentas, así se llama, es una pieza periodística.
Yo, que de Val recordaba la mitad de la cara y un cuerpo tallado en plástico, ahora sé varias cosas. La más importante, y la que justifica el documental, es que en 2015 le diagnosticaron un cáncer en la laringe. La quimio y los rayos le afectaron la voz. Kilmer, 61 años, respira, se alimenta o habla liberando o bloqueando con los dedos una válvula que le han colocado a la altura de la garganta.
Lo que supe viendo el documental conforma un contrapunto entre la ilusión que ofrece la alfombra roja y la vida cotidiana del más común de los seres humanos. Filmadora en mano, Val Kilmer llevó un registro de su día a día desde que era un niño. Conserva en un depósito horas de grabación en kilómetros de cinta. Hay registros familiares, pruebas de audición, “cámaras ocultas”, el nacimiento de los hijos… Una memoria viva, riquísima. Gran parte de ese archivo personal es el que construye este autorretrato.
Uno de esos contrapuntos es revelador y tiene que ver con Batman. En la idiosincrasia de la fama interpretar a ese superhéroe es un sueño hecho realidad para todo actor. Val no es la excepción: aceptó el protagónico sin dudar y sin leer el guion. Opuesto a lo que parece obvio, ahora sé que para él haber hecho de Batman fue una pésima decisión.
Con un dedo bloqueando el estoma, administra el aire y habla. Dice Val Kilmer: “Actores como Tommy Lee Jones y Jim Carrey (el primero era Dos Caras; el segundo, Acertijo) tuvieron la oportunidad de lucirse. Creo que lo que yo hacía no cambiaba nada. Intenté ser como un actor de telenovelas. El modo en que miraba a Nicole (Kidman, la psiquiatra Chase Meridian)...”. Silencio.
Entonces Val se interrumpe para mirar a cámara y hacer esa mueca que cualquier televidente reconoce como fácil, elemental, la mirada de un enmascarado en plena conquista. Pide Val: “Cuenten cuántas veces puse los brazos en jarra en esa película. No sé cómo se les ocurrió ese estilo de actuación”. Y con mucha dificultad se ríe. Yo también me río, pero la gracia me incomoda.
Googleo: sólo en la semana del estreno (y sólo en salas de los Estados Unidos), Batman Forever recaudó casi 53 millones de dólares, la mitad de la inversión inicial. Un éxito de taquilla que instaló a Kilmer en el firmamento intocable de Hollywood. Para él, sin embargo, fue una tortura.
El peso del traje le impedía moverse y un asistente debía ayudarlo a ubicarse en la escena. Necesitaba oxígeno y agua. La máscara iba pegada a los oídos y no podía escuchar. Kilmer se sentía aislado en el set, su despliegue actoral era limitadísimo. En medio del rodaje se dio cuenta de que su verdadera función en la película era aparecer y pararse donde le indicaban. Wow.
En su autorretrato, Val Kilmer se cuenta sin distancia. Su ojo, que está puesto sobre sí, no es piadoso ni descarnado. Una estrategia narrativa difícil para llegar adonde nos propone: esa frontera difusa entre la persona y el personaje. De un pasado de juventud y belleza en la dosis que demanda la industria del cine de masas, a un presente marcado por las secuelas de la enfermedad.
“Mi voz suena peor de lo que me siento”, avisa Kilmer y siento alivio. ¿Es alivio? Mmmhh… No sé, no sé si es alivio. Digamos que me siento menos responsable, que me quita peso, que no es el morbo lo que me abduce mientras miro. Lo que me atrapa es un ex-sex symbol exhibiendo sus fracasos. Me atrae su humanidad, me fascina cómo se cuenta un tipo que no se muestra como víctima, sino que se avergüenza de tener que girar por su país, básicamente, porque necesita plata. Lo considera una falta de respeto a sus colegas.
Sigo mirando, me hago un ovillo en el sillón. Veo a un hombre que debe elegir entre respirar, hablar y comer, porque no puede hacer esas tres cosas -todas vitales- al mismo tiempo. No hay pesar en la historia que se cuenta y nos cuenta Val, sino un amor incondicional a sus hijos y a su ex esposa, y a su madre e incluso al padre, por el que tuvo que tomar una decisión más que económica. Ese amor es recíproco. Y hay, sobre todo, un humor negro, impecable, asertivo en la forma en que se muestra.
Veo al hombre que hizo de Iceman en Top Gun y que ahora envuelve su cuello con pañuelos y collares para disimular el agujerito que asegura su permanencia en este plano que compartimos. El más perfecto Jim Morrison de ficción está ahí en la pantalla diciéndonos que la fama es mentira, que no vale el precio que se pide. Que quien emprende ese camino en realidad no llega a ningún lado, que hacer pie en las colinas de Hollywood está más cerca de flotar que de sumergirse.
En la pantalla, desnudo y sin embargo: “He vivido una vida mágica. Capturé gran parte de ella. Guardé todo. Lo que más tristeza me da es que está incompleta”, dice Kilmer. La experiencia de vivir, pienso ovillada en el sillón, es intransferible. Y eso, estoy segura, es justo. No hay quien pueda, incluso desde su primera persona, saber todo para contar todo. Ni siquiera al final nos quitamos la máscara. Por eso también creo que el periodismo es un oficio imposible.
VDM