Opinión y blogs

Sobre este blog

Mamushka

Paula Yeyati Preiss

0

La mamushka no se abre. La tenemos desde siempre. Perteneció a nuestra mamá y a su mamá antes que ella, y quién sabe a cuántas madres más. Todos los domingos le pasamos con cuidado un trapo y la ponemos de vuelta en su lugar, en el último estante de la biblioteca de la sala. Desde ahí nos mira con unos ojos que parecen dos pasas de uva. 

Limpiarla nos resulta automático ahora, pero me acuerdo los nervios que sentíamos mi hermana Irene y yo las primeras veces. Teníamos diez años: el cuidado de la mamushka se empieza desde una edad muy temprana. En ese entonces aprovechábamos al máximo esos breves momentos de contacto. Mientras quitábamos el polvo, intentábamos medir su peso indescifrable en nuestras manos. Algunos domingos la sentíamos ligera, otros, pesaba como si estuviera llena de arena. La inclinábamos para un lado y para el otro, y escuchábamos los golpes de las demás muñecas. La manera en que encajan tan prolijamente, una dentro de la otra, siempre me dio escalofríos. Como si una se tragara a la siguiente y escondiera los huesos debajo de su falda. 

Somos mujeres las que nos encargamos de cuidar a la mamushka. Los hombres no respetan los secretos, decía mamá. No conocemos a nuestro papá, ni a nuestro abuelo, como ninguna de las mujeres de la familia. Siempre fuimos madres e hijas, nadie más. A veces, a una hija le toca sufrir varios años de soledad tras la muerte de una madre. Pero eventualmente llega una nueva hija a hacerle compañía, y ella misma se convierte en madre. No hay registro de que haya habido ningún hijo varón en la familia. 

Irene y yo somos excepciones, mellizas. Es un privilegio que atesoramos, en especial después de la muerte de mamá. Sabemos que dentro de un tiempo aparecerá una hija nueva, pero no sufrimos la espera porque estamos juntas. 

Hace un tiempo, Irene me contó que conoció a alguien. Era el vendedor del almacén donde hacemos las compras todas las semanas. Yo le repetí lo que ella ya sabía: vivía muy cerca y nos conocía demasiado, las cosas no funcionaban así. Si ya estaba lista, podía llevarse el auto y buscar un hombre más lejos, en otra ciudad, o hasta en alguna parada de la ruta. Irene me respondió que ya sabía eso, que era solo una diversión.

Pero al mes, me desperté de una siesta y los escuché discutiendo en la sala. Se oía la voz del almacenero, le decía a Irene que no entendía por qué se había enojado tanto, solo le habían llamado la atención los colores y quería ver la muñeca de cerca. Irene le decía que no, que era hora de irse, y lo arrastró hacia afuera. Desde la ventana los espié mientras ella le daba un beso de despedida, intentando disimular la incomodidad. Él parecía confundido e intrigado. Temí lo peor, pero no dije nada. Irene sabía por qué existían las reglas. 

Una semana después, al llegar a casa, la encontré llorando en la entrada. No tuve que preguntar para saber qué había pasado. 

—¿Dónde está? —dije. 

—En la sala. —Irene ni siquiera podía mirarme. 

—¿Alguien los vio juntos? 

Ella negó con la cabeza. Cruzamos la puerta y, antes de llegar a la sala, cerramos los ojos. De la mano, nos fuimos guiando hasta alcanzar la biblioteca. Le hice el favor a Irene de ir primero. Frené cuando sin querer pateé un cuerpo con mi pie. Me agaché hasta el piso con los párpados bien apretados, ciega. Avancé tanteando el suelo cubierto de muñecas partidas al medio, algunas más grandes, otras más chicas. En la mano fría del almacenero encontré la más diminuta, aún entera y apenas entreabierta. La cerré con dedos temblorosos. Después hice lo mismo con las demás, sumando capa tras capa. Con cada mamushka que se cerraba, yo respiraba un poco más tranquila. 

Recién cuando acomodé todas, abrí los ojos. 

—Ya podés mirar —le dije a Irene. 

Irene ya no lloraba. Así todo iba a ser más fácil. Todavía teníamos que hacernos cargo del cuerpo, sacarlo de la casa. No tenía marcas ni indicios de violencia, podía pasar por un típico caso de ataque cardíaco, tal vez un poco extraño dada la edad. 

Mientras Irene se lavaba la cara, yo coloqué la mamushka de vuelta en su lugar. Me quedé unos segundos observando la cara del almacenero: parecía más joven, un nene dormido. Me pregunté si nuestro papá habría tenido una expresión parecida. Le acomodé su flequillo despeinado. Era una lástima, siempre me había parecido simpático cuando iba a hacer las compras. Pero las cosas no funcionan así. No podemos acercarnos tanto. Mamá siempre lo dijo: los hombres nunca respetan los secretos.

La mamushka no se abre. La tenemos desde siempre. Perteneció a nuestra mamá y a su mamá antes que ella, y quién sabe a cuántas madres más. Todos los domingos le pasamos con cuidado un trapo y la ponemos de vuelta en su lugar, en el último estante de la biblioteca de la sala. Desde ahí nos mira con unos ojos que parecen dos pasas de uva. 

Limpiarla nos resulta automático ahora, pero me acuerdo los nervios que sentíamos mi hermana Irene y yo las primeras veces. Teníamos diez años: el cuidado de la mamushka se empieza desde una edad muy temprana. En ese entonces aprovechábamos al máximo esos breves momentos de contacto. Mientras quitábamos el polvo, intentábamos medir su peso indescifrable en nuestras manos. Algunos domingos la sentíamos ligera, otros, pesaba como si estuviera llena de arena. La inclinábamos para un lado y para el otro, y escuchábamos los golpes de las demás muñecas. La manera en que encajan tan prolijamente, una dentro de la otra, siempre me dio escalofríos. Como si una se tragara a la siguiente y escondiera los huesos debajo de su falda.