Durante el tiempo que mi madre estuvo enferma tuve una fijación con su cuerpo, con el estado de su cuerpo. Muchas veces he levantado la sábana para mirarlo. Lo miraba por fragmentos, lo recorría como el sereno nocturno de una fábrica. Supervisaba nuevas marcas, manchas, lastimaduras. La piel que perdía vida aún estando prolijamente humectada, los históricos lunares donde no le volvía a salir el pelo, las costillas asomando, las rodillas rotadas hacia adentro. Las tetas vacías, derretidas cayendo desde el esternón. La mandíbula empezó a molestarle, lo noté cuando le revisaba la boca. Le pregunté si le dolía, asintieron sus ojos llorosos. Sentí alivio, olía a abandono. Miraba y tocaba su cabeza de pelo chamuscado y cerebro latente, le habían quitado un parietal en la segunda operación de cerebro. Siempre recuerdo con ternura mis expectativas de ese momento cuándo iban a ponerle la prótesis, qué pasaría mientras tanto. Preguntaba y me preocupaba como si efectivamente fuera sólo eso, como si no me hubiera alcanzado el milagro de que hubiera llegado hasta allí. Cuando salió de esa cirugía el médico respondía casi exclusivamente: El primer paso es que despierte.
No podíamos comprender la dimensión de lo que estaba pasando.
Finalmente despertó a las puteadas. Enojada porque a Ricardo lo habían tratado pésimo en el programa de Susana Gimenez. Contó, con lujo de detalles, cómo había sido presionado por los productores para que contara su historia de militancia y exilio, decía que eran amarillistas, que lo manipulaban para que contara la vez que casi tuvo que tomarse la pastilla de cianuro que llevaba en el cuello de la camisa. Ricardo no entendía nada. Su cabeza medía exactamente el doble, tenía una cara gigante y amoratada. Chorreaban hematomas desde las sienes hacia abajo, en degradé de negros y rojos sobre esa piel que había alcanzado un nuevo nivel de blancura. Una venda enorme que daba la vuelta, un cable que salía desde la tapa de la cabeza. La apodamos “cabeza plasma”, aludiendo al modelo de televisores del momento. Estaba horrible, viva y horrible. Horrible y delirante. Era muy difícil mirarla sin reír o llorar.
Ella reía, no entendía nada pero reía.
Cuando su lado izquierdo dejó de funcionar le pusimos nombre a su mano, traé la tarada, le decíamos mientras con la derecha agarraba la izquierda. El gato llamábamos a la peluca que se compró y que la colgaba descaradamente en el perchero de la entrada del departamento, entre abrigos y bufandas. La depilábamos entre todas, cada una la zona que se animara. Una amiga de mi hermana mayor, experimentada en el rubro, se ocupaba siempre del bozo. No te vamos a dejar con bigotes, le decíamos. Lo mismo con las uñas de los pies, el desodorante, el perfume. Mi amiga Carla siempre dice que está bueno tener una hija en el staff, son las que irán a levantarte la persiana cuando tengas ochenta. Somos, también, las que empujaremos tu silla de ruedas por la rampa a los gritos, riendo, cantando falta envido aún cuando la mano que nos tocó sea bastante mala. O al menos, serán las que te saquen los bigotes cuando estés a punto de morir.
La mañana del día que murió me despedí, nos despedimos. El día anterior acordamos junto a Ricardo, la tía Inés y mis hermanas, ayudarla a morir. Qué cosa ridícula preocuparse tanto por quien muere y tan poco por quienes quedan.
Nuestra hipótesis era que ella estaba resistiéndose. Para variar sus planes eran distintos a la realidad. Aunque empujaba el inevitable desenlace hacia adelante como burro de carga, con tozudez y firmeza, ella entendía perfectamente lo que pasaba. Los primeros diez meses de su enfermedad se la pasó hablando de lo que iba a hacer cuando se recuperara, cuando terminara con la quimio, sus efectos, cuando pudiera volver a trabajar. Luego vinieron las despedidas solapadas, abrazame que no van a haber más abrazos, contale a tus hijos sobre la abuela Lily. Sobre el final dimos con una vacante en el ala de cuidados paliativos del hospital Tornú, lo festejamos. No dábamos más. Necesitábamos que otros la sostuvieran y cuidaran. Necesitábamos que otros controlaran su medicación y sus necesidades, delegar la responsabilidad de tomar las decisiones correctas, esas con las que después pudiéramos sentirnos bien, no arrepentirnos.
****
Mi amiga Carla se encargó de mí durante mucho tiempo. Me reemplazó en el trabajo, hizo compras para mi casa, me llamó todas las veces, estuvo en todas las salas de espera. Juntó las cosas de mi mamá mientras yo lloraba estupefacta a los pies de ese cadáver. ¿Qué es eso? ¿Qué es ese cuerpo pequeño y verdoso? ¿Por qué le cruzaron las manos como a los muertos? Eso que estaba ahí de color putrefacto y olor nauseabundo no era mi madre. De origen inglés, blanca como la leche, rubia profunda que sin rimmel en las pestañas no podía ver con el sol, vivaz, apasionada. El cuerpo de mi madre era movedizo, era deseante, sensible a la música y al tacto, una boca imparable de labios finos y besuqueros. Los rulos apagados y el gesto ausente, su cara parecía la de otra persona. Tenía ojos enormes, redondos y turquesas, vibrantes. Tenía ojos que hablaban. Eso que estaba depositado allí no podía ser ella, ni siquiera tenía el mismo tamaño. No se escuchaba su mirada en ningún lado.
Lloré, lloramos. Mi tía, su hermana, la besó. Qué asco, pensé. Helada, tiesa, ausente, horrenda. Había un olor espantoso en la habitación pero Carla no dijo nada. Ni ese día, ni nunca. En silencio lloró, en silencio me abrazó. En silencio me preguntó qué prefería hacer. En silencio se ubicó detrás mío para atajar todo lo que yo no pudiera o no quisiera. Mi papá nos llevó hasta el hospital, esperó en el buffet mientras hicimos los trámites y café de por medio nos iba pasando el teléfono para recibir el pésame de parte de sus amigos y su esposa. Mañana a la mañana mientras velemos lo que quedó de ella (y de nosotras) él se subirá a un avión rumbo a Brasil. Que si quieren me quedo, que tenemos todo pago, que también son las vacaciones de Miguel y Alicia (unos amigos), que tampoco es que soy el marido, que nos divorciamos hace veinte años. Andá tranquilo viejo, que esto fermentará dentro mio a fuego lento y hoy no tengo con qué despreciarte.
***
Con mi padre al sol en otro país y mi madre muerta en un cajón llegué a la cochería el sábado temprano, decidimos dar unas horas de velatorio para aquellos que no habían estado acompañándola durante la enfermedad. Por momentos creía que estábamos en una reunión de amigos y amigas, reí, conté anécdotas. Cada tanto la realidad me caía como un balde de agua helada, me sorprendía.
Con los muertos siempre me pasa lo mismo, casi puedo ver como se mueve la panza por la respiración, casi puedo notar una mueca, una especie de sonrisa hija de puta. Me olvidé de pensar que en ese cajón solo había un cuerpo, un envase. Y mientras la miraba sufría pensando que era ella. Sufrí pensando en su dolor, en si habrá estado esperando la muerte. Sufrí pensando si se habría ahogado con el último respiro, aunque la enfermera que me recibió con un abrazo y un gesto ameno respondió mi duda suavemente en el oído.
- Se fue mientras dormía, no sufrió nada.
Imposible de chequear pero surtió el efecto buscado, sentí alivio. Aún recuerdo lo grueso de su cuerpo cuando la abracé, me agarré de ella para dejarme caer, para adentrarme en el siguiente capítulo. Su cuerpo también me alivió.
Siento ganas de darme vuelta el estómago como si fuera un gajo de naranja y vaciarlo. Todo lo de los muertos me da asco. El aspecto, los olores, los colores, la mueca de muerte que tienen los cuerpos. La hipocresía absoluta de los carteles de las casas de velatorios que prometen comprensión y acompañamiento y lo que recibimos fue el importe del plus por traslado de coronas.
Métanse las coronas en el culo.
Como si no supieran que pagamos el servicio en tres cuotas sin interés.
Mi hermana menor se fue de copas con amigos mientras que la mayor firmó conmigo los papeles del crematorio. No teníamos padres, pero tuvimos tías y tíos, amigas y amigos. Algunos primos y primas también. Volví del cementerio en el auto de Carla, me pregunta si quiero ir a su casa. Me quedé horas allí, llorando y picando algo, llorando y hablando, llorando y riendo. Llorando en silencio.
Pasé tres días enteros con fiebre. Se me inflamó la garganta, tuve alucinaciones, lloré incontables horas y dormí. Dormí unas dieciocho horas por día. La información se fue acomodando sin que me diera cuenta, la tristeza era tan grande que no sabía cómo abordarla. Catarata de imágenes en mi mente entumecida por la fiebre, el llanto y el dolor.
El cuerpo me ayudó a sufrir, sola no hubiera podido.
****
Golpear y martillar hasta convertirme en pedacitos de mí. En polvo de mí. Desaparecer para los ojos ajenos, salir de sus órbitas y espectros, escapar del veneno de sus miradas. Pasar desapercibida, no hacer olas, no ser descubierta. No quiero ser vista ni estar bajo ningún escrutinio. El soborno que me representan sus opiniones, hipotéticamente positivas y melosas, alabando en mí algo que no es. Vivo sumida en el infierno de esperar el efecto, como perro mendigo sentado en el acero frío y duro, esperando un cacho de algo.
Miro el techo de mi habitación, podría quedarme así por horas mirando los defectos del durlock, viendo las lámparas que no instalé.
Amarga.
Amarga verme ofrecida para el consumo. Amarga verme no mover una sola ficha hacia sentirme mejor. Amarga verme desear seguir el impulso de lo oscuro.
Lloro.
Llanto profundo y amargo.
Sale algo que no sé cómo nombrarlo pero lo prefiero así, ya estoy harta de aprender cosas nuevas.
Me duermo. Sueño con ella otra vez.
Otra vez me descuida.
Otra vez ni se da cuenta.
Miro por la ventana y veo recuerdos.
Algunas imágenes, sin sonido pero con el volumen alto. Por su forma, su textura. Por la sensación que me dan en el cuerpo. La sensación de algo conocido, algo que es mio. Algo que me constituye. La lluvia finita y sus ruidos, algún aroma leve viajando en el aire que pasea. Las no personas. Qué cosa que tiene este pueblo que es de tan poca gente. Vive poca gente, te cruzas poca gente.
Encima los muertos.
Después de tantos años sin vernos pensé que lo único que querría es abrazarte infinitamente. Se hizo grande tu ausencia por momentos. Se hizo imposible, inabarcable. Sentí el estómago hecho piedra durante bastante tiempo. Sentí una tristeza única. Y también pensé que sería siempre así, que era un dolor tan grande que me llevaría más años de los que tengo tramitarla.
Quisiera echarte de las fiestas con mis amigos de las que nunca te ibas. Quisiera decirte que te calles, que dejes de molestarme ya con tus preguntas y comentarios. Que el novio es mío y lo único que importa es que me guste a mi, no a vos. Quisiera mandarte a la mierda por haber traicionado mi confianza. Quisiera despegarme de la hija que querías que fuera, que no vine al mundo a calmar tus dolores infantiles. Que no es mi culpa. Que no quiero ser esa bebé que derrite a la mamá que te hubiera gustado tener.
Quiero decirte que me dejes de joder. Que los hijos son del mundo y de la vida y que lo mejor que podemos hacer las madres es corrernos del medio, llamar a una amiga y hacer la nuestra.