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Querer ser madre y no poder: dolor, negocio y silencio

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Mariela se retuerce hasta encontrar una postura cómoda frente a la cámara de su computadora. Está a punto de entrar en un taller de escritura para volcar sus experiencias en la búsqueda de la maternidad. Apoya la espalda en unos almohadones y entrecierra los ojos. Su día de arquitecta se termina. Con un suspiro se desinfla sobre la cama, aureolas ojerosas alrededor de sus ojos, labios apretados. No ha podido dormir bien las últimas tres noches desde que su empresa de medicina prepaga le avisó que para hacer su último intento de tratamiento de reproducción asistida con sus propios óvulos junto a su pareja, sólo puede optar por tres clínicas: una lejísimos y de la que le hablaron mal, otra a la que ya fue y se sintió maltratada y la última en la que le dicen que no, que la prepaga está incumpliendo los pagos y no atienden más afiliados. Al menos tiene cobertura social. En el sistema público llegar a esta posibilidad es casi como encontrar una perla en el mar vasto. 

Lleva casi cinco años de búsqueda entre análisis, procesos emocionales internos, tratamientos de baja complejidad (inseminación y relaciones sexuales programadas) y de alta complejidad (cuando la fecundación sucede in vitro, afuera del cuerpo de la mujer) que no han funcionado. Está pensando si pagar o no este último intento de su bolsillo. Sabe que la Ley 26.862 la asiste en la cobertura de tres tratamientos de alta complejidad (se discute si es por año o de por vida), y toda la medicación y estudios diagnósticos. Ella lleva dos. Está decidiendo si “gastarse” esa tercera posibilidad con los óvulos de sus 43 -algo que todos los médicos desestimulan- o intentarlo con los de otra mujer más joven, una donante anónima (y por ende con más chances de fertilizar). Todo esto mientras lidia internamente con la incertidumbre y el miedo de que el tratamiento no funcione y ese hijo nunca llegue, con el dolor de otra vez poner el cuerpo -los pinchazos en la panza, las hormonas arrebatadas, la acrobacia de conseguir los turnos médicos, el llano de las esperas en los consultorios, la vida sexual que es un páramo y tiene a un tercero (la ciencia) en el medio- y con sus fantasmas sobre la posible genética extraña de su futuro hijo. 

Mariela es el nombre falso de una mujer real que quiere proteger su intimidad pues el tema sigue siendo un tabú. Y aunque la Organización Mundial de la Salud nomencla la infertilidad como una enfermedad, se sigue viviendo como una falla de la persona.

Decisiones condicionadas

Lo que los psicólogos llaman el “duelo genético” es otro mojón a atravesar, o no. Mariela intenta aceptarlo, pero se pregunta si entonces será “menos hijo”, si entonces se parecerá a la donante y se desconocerán, si acaso los afectará a ambos en su psiquis, en su vínculo, en la construcción de su identidad. En qué pasaría si ese hijo quisiera acceder algún día a los datos de su donante, en el proceso judicial necesario para salvaguardarlos. Mariela se va hacia el futuro porque en esta cuestión todo tiene consecuencias hondas. Su psicóloga, sus amigas, otras mujeres que han tenido hijos con donación de óvulos o espermatozoides le dicen que, al parir, esos miedos se evaporan y lo que más pesa es el vínculo de amor, que la genética es lo de menos, que aproveche esta gran oportunidad que le da la ciencia. Pero ella no está segura. 

Ha escuchado en los grupos de las ONG Concebir y “Abrazo por dar vida”, sobre muchas mujeres que no tienen cobertura, que lo intentan en el sistema público de salud y que quizás logran un tratamiento de baja complejidad. Para la alta complejidad hay cinco centros públicos en hospitales del país (en Caba, provincia de Buenos Aires, Córdoba, San Juan y Tucumán), la lista de espera es larga (y en fertilidad el tiempo biológico es precioso), los cupos son escasísimos y en ovodonación, al no haber bancos públicos de gametos, todo queda supeditado a un posible convenio con centros privados. También al envío de la medicación de Nación o de los gobiernos provinciales. Desde la época del Covid el engranaje ha quedado destartalado y con un funcionamiento mínimo y en este último tiempo -dicen las fuentes consultadas- es aún peor.    

Estar frente al miedo y la incertidumbre de querer y no poder tener un hijo, es toda una epopeya emocional.

Un dolor masivo, pero silencioso

Se piensa muchas veces que con la ciencia de la fertilidad se resuelve todo. Pero cada tratamiento con óvulos en buenas condiciones biológicas (y esto depende mayormente de la edad), tiene una chance de éxito del 30%, según el Conicet. Y el camino puede durar años.

“El dolor de una búsqueda sin suerte es equiparable al duelo por la pérdida de un ser querido”, sostiene la psicóloga especialista Laura Wang.

La burocracia y la economía se enmarañan con las emociones, que tienen sus propias lógicas. Mientras la edad de la maternidad promedio en el mundo se atrasó (según el estudio de fecundidad en la Ciudad de Buenos Aires por ejemplo, pasó de 28 en 2002 a 32,4 en 2021) y los tratamientos de fertilidad crecieron abruptamente en la última década (los gráficos del registro mundial ICMART indican que entre 2016 y 2019 la cantidad de tratamientos de alta complejidad subió de 1.800.000 a 3.400.000), siguen aumentando las mujeres (las personas) que quieren tener hijos y no pueden en un dilema que pasó de ser algo excepcional, a un tema que atraviesa en voz baja las conversaciones cotidianas, pues se lo sigue viviendo con vergüenza. Afecta a uno de cada seis adultos (17,5% de la población) según la Organización Mundial de la Salud. Son, entonces, alrededor de cuatro millones de argentinos, 2.200.000 las argentinas (el porcentual según mujeres edad reproductiva) que no logran un embarazo o no pueden llevarlo a término; equivale a una Mendoza llena. 

Se suman las parejas homoparentales y monoparentales, cuya infertilidad, como se dice en la jerga médica, es “estructural”. Es decir, les falta parte de la estructura biológica necesaria entonces requieren de un tratamiento de fertilidad con donación de gametos (y quizás del cuerpo de una mujer, en los países en los que la subrogación está permitida) o de la adopción para lograr tener un hijo.

Aún siendo algo cada vez más común, el dolor de querer y no poder y todas las peripecias que suelen vivirse en el camino sigue estando socialmente invisibilizado y subestimado.

Poner el cuerpo

A Inés Schvartzman la mandaron a hacer la fila de recepción en el hall de entrada del Hospital Güemes con los pies llenos de sangre. Era septiembre de 2024 y estaba perdiendo su segundo embarazo, esta vez de un mes y medio. 

Se había hecho su tercer tratamiento en siete años, buscaba ser madre en un modelo de familia monomarental con donación de espermatozoides. Había quedado embarazada pero con el transcurrir de las semanas, el embarazo se detuvo y le indicaron esperar que la pérdida se desencadenara sola. 

Sintió que no aguantaba, fue al hospital. Era viernes y le dijeron que iban a internarla y esperar al lunes. Esperó esa cama doce horas hasta que se cansó y se fue a su casa. A pesar de lo que manda la ley, la Obra Social no le cubría el misoprostol necesario para provocar el aborto. Recurrió a una red de mujeres y empezó el proceso en su casa, acompañada de su prima. Unas horas después decidió ir al hospital, con la sangre cayendo hasta sus pies. 

“Parece una paradoja, pero el aborto fue un parto. Yo no terminaba de perderla”. Se llamaba Indiana y la tiene tatuada en su cuerpo, debajo de la nuca, en esa piel frágil que esconde el pelo está el trazo negro en una imprenta redondeada y con una clave de sol trasversal. Dos años antes había gestado hasta el sexto mes a Oliver. Ahora que decidió parar con su búsqueda los atesora, los rememora, los relata como otra manera de despedirse. Con el amor de sus pupilas celestes acuosas y su voz desafectada. Una parte de su cuerpo muestra el dolor, la otra sigue adelante. Lleva puesto el desconsuelo de haber parido a Oliver en una sala de prepartos, de escuchar en silencio los llantos de las otras habitaciones, de bajar el ascensor de salida con los brazos vacíos al lado de una mujer con su bebé. 

Se ríe y mueve la cabeza de un lado a otro cuando se dispone a enumerar una serie de “insensateces” que atravesó: fecundaron sus óvulos con un donante de distintas características a las que ella había elegido (como es rubia y de ojos claros, supusieron que buscaba alguien igual); las 24 horas que le dieron de un Juzgado para decidir si quería intentar la adopción de un bebé con discapacidad abandonado en un hospital; los varios zoom en el que distintas personas anotadas en la Dirección Nacional del Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos (DN RUA) “competían” por algún niño declarado en estado de adoptabilidad; la vez que le pidió a su doctora especialmente que no le dijera nada a su pareja sobre la posible donación de su esperma porque sólo iba a acompañarla a la consulta, y fue lo primero que ella hizo al recibirlos; cuando la metieron inútilmente en un quirófano para extraerle óvulos, aún no habiendo detectado ninguno en las ecografías previas. Unos meses después le dijeron: “Debe haber sido un error”, aunque ella está segura de que lo hicieron para cobrar la práctica. 

“Fue todo un proceso de duelo primero aceptar que no iba a estar en pareja para concebir ni a ser madre de la manera convencional. Me tomó bastante tiempo tener la fortaleza y la claridad para poder intentarlo sola. Después vino el duelo de no poder con mis propios óvulos. Después el duelo de las pérdidas de los embarazos, el dolor en el cuerpo, las esperas sin un llamado cuando me anoté en el Registro de Adopción, del que me terminé dando de baja. Y ahora el duelo de decir ‘ hasta acá’. Fue toda una década, ya estoy grande para esto. No quiero sufrir más, o sea, no quiero tentar a la locura”, asegura Inés. 

El costo emocional

Desde su consultorio Wang desmigaja: “Las pacientes dicen que las mujeres que son madres, o van a serlo, cuentan y publican a los cuatro vientos que están embarazadas, y que son esas mismas mujeres, que saben del inmenso lugar que ocupa ese deseo, las que no dan lugar al dolor que produce no lograr un embarazo”. Y aporta: “En nuestra sociedad la infertilidad no tiene inscripción psíquica como trauma. No se habla de ese sufrimiento entre las mujeres y entre los varones tampoco. No hay legitimidad para expresar ese dolor, para hablar del miedo que produce toparse con la posibilidad de no tener hijos”.

“Un reporte de la Fertilty Network del Reino Unido sobre una encuesta publicada en el 2022 -cuenta el médico especialista en Reproducción, Adan Nabel-, describe el impacto de los tratamientos de Fertilidad en las pacientes: 59% expresaron un impacto negativo en su relación de pareja, 47% experimentaron depresión frecuentemente o todo el tiempo, 40% tuvieron en algún momento un sentimiento de suicidio, 36% sintieron que su carrera se vio dañada por los tratamientos de fertilidad. –y se pregunta– ¿Somos conscientes los médicos de lo que sienten nuestros pacientes?”.

Aurora llegó a la vida de María de los Ángeles Castro Stoppini, una mendocina sensible y feroz, después ocho años, ocho tratamientos, once transferencias y un embarazo detenido. Cuando dejó de vivir entre paréntesis, de postergar su vida en pos de ese hijo que no llegaba, cuando instaló en el cuarto que esperaba al hijo un escritorio y muchas plantas, cuando empezó a viajar, a armarse una vida linda y confortable a la que volver, cuando empezaron con su marido a ser una pareja sin hijos, una médica amorosa la convenció de que encontraría a los donantes adecuados, de que lo intentaran una vez más. 

Había empezado un taller para escribir sobre eso: sobre otros posibles finales felices, algo que la psicóloga había habilitado en su terapia de pareja y que le hizo mucho bien. “Estaba armando al fin una vida de cosas que me gustaban y reconfortaban en el alma y empecé a sentir que eso es fértil; para mí eso es la fertilidad, no solamente un hijo”, sonríe Ángeles.

Lo suyo había sido una epopeya, rehén de los dos únicos centros de fertilidad de la provincia en los que los médicos dejaron todo que desear. 

Cuando perdió su primer embarazo lo llamó al médico, que no le contestó el teléfono. Le escribió avisándole que estaba sangrando, él le respondió al día siguiente por mensajito que se quedara tranquila, que era normal. No le hizo caso y fue al hospital: estaba teniendo un aborto. Unos días después, en la consulta, ella expuso su enojo. Él le dijo que su vínculo médico-paciente se había terminado, sin darle ninguna posibilidad ni derivación. Tuvo que ir a buscar a alguien más que la acompañara hasta que no quedaran restos dentro suyo de ese hijo que no sería. 

Ya venía con un camino difícil. En otra clínica le habían querido cobrar un estudio que se mandaba a hacer a Estados Unidos en dólar billete, cuando la regulación permitía pagar con transferencia y a cambio oficial y costaba la mitad. Terminó haciéndolo directamente en Buenos Aires. Cuando volvió a la consulta, el dueño del centro le recriminó que por su culpa ese estudio (el Test de endometrio ERA) ya no se haría más en la provincia, que le había quitado la posibilidad a otras pacientes. 

Como en el caso de decenas de testimonios, justo antes de una de las ocho transferencias del embrión al útero (algo que lleva semanas de preparación hormonal, emocional y medicación costosa), el centro le avisó que debía pagar más: había un problema con la obra social en su caso, y en otros faltaba un insumo que la prepaga no terminaba de cubrir. El pedido de copagos para insumos importados, para técnicas supuestamente no cubiertas por la Ley o para medicación alternativa se ha vuelto moneda corriente. Antes había trabas de obras sociales y prepagas, ahora también de los centros de fertilidad, cuenta Paula Castro, una abogada especialista que después de siete años de tratamientos de fertilidad hoy tiene a Simón de 4.

“Han sido muchos años de mucha violencia por todos lados, violencia simbólica, económica, psicológica. Los médicos no tienen ni idea del daño que generan con lo que dicen. No están preparados, han hecho una especialidad que ha crecido un montón y no se han aggiornado. No saben cómo acompañarte”, asegura Ángeles.

El especialista Adan Nabel lo reconoce: “Algunos médicos tienden a creer que los aspectos emocionales no son parte de su sapiencia ni su incumbencia y que somos meros operadores para alcanzar el objetivo de lograr el embarazo”. Es responsabilidad de sus colegas, sostiene, habilitar un espacio propio para un vínculo donde prevalezca la autonomía del paciente para tomar sus propias decisiones.

Agrega: “Este nuevo paradigma de respeto requiere mucho tiempo para poder transmitir conocimientos, para poder comparar las distintas alternativas terapéuticas”. La necesidad del tiempo colisiona con la retribución económica pero no es sólo eso. Encontrar profesionales con sensibilidad sigue siendo la excepción. 

El camino de la adopción

Adoptar también resulta un desafío emocional que empieza con la decisión de tomar ese camino.

Desde la pandemia hubo una baja “muy importante” en los postulantes a la adopción, cuenta Laura Salvador, referente de la ONG Ser familia por Adopción y madre de dos adolescentes que llegaron por esa vía. Ella cree que se explica por la depuración del Registro en base a criterios más estrictos y por la crisis económica. 

La experiencia reciente, cuenta Salvador, es que hay muchos postulantes que han sido convocados en un tiempo relativamente corto ya sea por niños transitando su segunda infancia como así también por niños pequeños. “La realidad respecto a la tan mentada ‘espera’ de los adultos ha cambiado un montón”, sostiene. Pero sigue faltando quien quiera mapaternar niños más grandes, adolescentes, hermanos y niños con alguna discapacidad. 

Por los talleres y espacios de la ONG pasan unas 800 personas cada año en busca de información, preparación, asesoramiento. La multiplicidad de historias y en función de ellas de estados, sensaciones, emociones y desafíos es enorme. Hay mujeres y hombres que llegan para formar familias monoparentales porque deciden ser madres y padres sin pareja, quienes forman parte de una pareja heteroparental u homoparental. “La mujer que viene después de años de tratamientos, llega a la adopción después de muchísimo sufrimiento físico y emocional, de una desilusión y de un duelo grandísimos porque en un momento dado dijo: no voy a poner más mi cuerpo, no voy a ser madre biológica, no va a haber panza y voy por la adopción -reflexiona Salvador-. No es lo mismo que parejas que se deciden directamente por formar su familia por adopción, esos padres llegan desde otro lugar. Pero que la adopción sea plan A, es minoritario. Generalmente es plan B o plan C. Y  no todos han elaborado lo que les pasó hasta llegar acá”. 

Por primera vez, después de 14 años de existencia de la ONG, Salvador dice que están llegando personas en busca de información para tomar la decisión con más conciencia y responsabilidad antes de anotarse en el registro que le corresponda. Y eso la llena de alegría.   

Enfrentar el dolor

Hace poco Castro Stoppini se encontró con un cuaderno de cuando empezó su tratamiento.  Venía con una frase impresa en la primera página: “Cuando deseás algo con el corazón, el universo conspira a tu favor”. “Esa fue la primera trampa en la que caí”, recuerda ahora: “A medida que pasa el tiempo y ese hijo no llega, nos acosa la sensación de que es porque no lo deseamos lo suficiente. Cuando uno tiene dificultades reproductivas hace falta mucho más que el deseo. La poca visibilidad social del tema está ligada a que todavía no nos bancamos otras respuestas que la familia formada como único final feliz. Hay muchos otros finales felices que no contamos”.

El camino se vive con mucha soledad, coinciden todas las entrevistadas, sobre todo porque la mayoría de las personas que las circundan no se le animan al dolor, lo evitan, intentan ignorarlo. El resultado es la invisibilización.

Mariela prende la cámara del zoom y del otro lado hay un grupo de mujeres que sabe lo que es estar en ese baile de la infertilidad. Juntas descularán sus miedos, abrazarán sus penas, exorcizarán su soledad. Escribirán sobre lo que necesitan que los otros les digan, se intercambiarán información, harán tribu. Se prepararán para lo que venga sin bajar los brazos. No sólo empáticas, también compasivas dejarán que la noche caiga, se dirán hasta la semana que viene y se irán para seguir con sus desafíos. Volverán a la realidad de los lechos sin sueños interrumpidos ni pañales que esperan. Se sabrán juntas, pero únicas. Apagarán la vela de un soplido,intentarán buscar (acaso mientras tanto) otros posibles finales felices.    

LM / MA

Mariela se retuerce hasta encontrar una postura cómoda frente a la cámara de su computadora. Está a punto de entrar en un taller de escritura para volcar sus experiencias en la búsqueda de la maternidad. Apoya la espalda en unos almohadones y entrecierra los ojos. Su día de arquitecta se termina. Con un suspiro se desinfla sobre la cama, aureolas ojerosas alrededor de sus ojos, labios apretados. No ha podido dormir bien las últimas tres noches desde que su empresa de medicina prepaga le avisó que para hacer su último intento de tratamiento de reproducción asistida con sus propios óvulos junto a su pareja, sólo puede optar por tres clínicas: una lejísimos y de la que le hablaron mal, otra a la que ya fue y se sintió maltratada y la última en la que le dicen que no, que la prepaga está incumpliendo los pagos y no atienden más afiliados. Al menos tiene cobertura social. En el sistema público llegar a esta posibilidad es casi como encontrar una perla en el mar vasto. 

Lleva casi cinco años de búsqueda entre análisis, procesos emocionales internos, tratamientos de baja complejidad (inseminación y relaciones sexuales programadas) y de alta complejidad (cuando la fecundación sucede in vitro, afuera del cuerpo de la mujer) que no han funcionado. Está pensando si pagar o no este último intento de su bolsillo. Sabe que la Ley 26.862 la asiste en la cobertura de tres tratamientos de alta complejidad (se discute si es por año o de por vida), y toda la medicación y estudios diagnósticos. Ella lleva dos. Está decidiendo si “gastarse” esa tercera posibilidad con los óvulos de sus 43 -algo que todos los médicos desestimulan- o intentarlo con los de otra mujer más joven, una donante anónima (y por ende con más chances de fertilizar). Todo esto mientras lidia internamente con la incertidumbre y el miedo de que el tratamiento no funcione y ese hijo nunca llegue, con el dolor de otra vez poner el cuerpo -los pinchazos en la panza, las hormonas arrebatadas, la acrobacia de conseguir los turnos médicos, el llano de las esperas en los consultorios, la vida sexual que es un páramo y tiene a un tercero (la ciencia) en el medio- y con sus fantasmas sobre la posible genética extraña de su futuro hijo.