En mi familia estaba mal visto hablar de plata. No había que preguntar cuánto había costado un regalo, cuánto había costado la cuenta del restaurante, no había que mirar los precios al elegir el menú - para pedir lo más caro ni lo más barato -. No había que preguntar cuánto ganaba papá, cuánto ganaba mamá, cuánto salía la cuota del club. Menos cuánto teníamos y cuánto costaba lo que poseíamos, aunque no tuviéramos tanto para inventariar. Era una regla de buenos modales, una etiqueta a seguir. Nos enseñaron a ocultarlo con el mismo pudor que se manejan los asuntos fisiológicos. Eran asuntos que hacen al funcionamiento de las cosas, al tablero de control de la subsistencia de una familia que no le incumbían a unas niñas y, mucho menos, al resto de la gente. No teníamos que saber, nosotras, las hijas, las cifras exactas y tampoco se debían comentar con los demás. No era algo que se dijera abiertamente, se vivía así y una aprendía. El dinero familiar era, entonces y allá, indescifrable, anumérico, nebuloso por una cuestión de buen gusto.
Estaba implícita en esa costumbre ampliar el rango de un estatus social, para arriba o para abajo -vale aclarar que éramos clase media media media media de toda mitad y todo centro, si quieren, media bien- que es el recurso acomodaticio que se necesita para moverse en unos parámetros de ascenso social siempre buscados: el sueño de llenarse de guita algún día y no escatimar más. Era más fácil mimetizarse para moverse en los dos mundos. Y realmente sucedió, eso de moverse entre clases sociales, en mi caso, como pez en el agua y como pez en el aire también. “El arte del disimulo” -es un subrayado personal de un cuento de Carver que cito cuando puedo- podría ser el título de mi autobiografía.
La estrategia de ocultar el patrimonio, los ingresos, los costos y los gastos pasada como etiqueta protocolaria partía, claro está, de un estado de alarma hacia un pecado capital: la envidia. No hay que decir lo que se tiene o lo que se paga o lo que se estuvo dispuesto a pagar porque pueden envidiarnos, pueden criticarnos y, bien extendida la costumbre, como un comportamiento higiénico social, sirve también para salvarnos de nuestra propia envidia: si las demás familias de bien hacen lo mismo que la nuestra nos ahorrarán la psicótica y concupiscente sensación de celar y, en una de esas, querer actuar en consecuencia: desde secuestrar y pedir rescate -no nos daba el piné- hasta ojear -no nos daba la fe-. Por eso nos enseñaron a no preguntar. Así que el dinero no existía hasta que existía. ¿Cuándo? Cuando no había más. De pronto, no había y entonces irrumpía la palabra. Un chancho de cerámica roto, unos bolsillos dados vuelta, una cuenta sin fondos eran la representación posible y rudimentaria para personas como nosotras que nunca habían visto plata. (Mentira: me daban plata cada mañana para los recreos, bajábamos al sótano de mi colegio de monjas, famélicas las chicas, a las 10.20 de la mañana, derrapando escaleras de mármol como skaters con las polleras escocesas infladas para comprar un sándwich de pan francés con salame y queso y papas fritas de paquete para hacerle crunchy a la mordida. Y una coca. Volvía trepando escalones de a dos con mis piernas largas y la energía lípida y sódica del refrigerio, con el vuelto hecho un bollo y lo apoyaba en el pupitre. Y mis compañeras me aconsejaban que guarde la plata, que la iba a perder). Lo decían con todas las palabras y sorprendidos porque no supiéramos: “No alcanza la plata”, “no tenemos más plata” y entonces la disciplina corría por nuestra cuenta. Por supuesto, se sobreentendía, no era algo para contar, pero llegado el caso, como el mecanismo que habilita una convocatoria de acreedores, era hasta una buena pose una bancarrota temporal. Esas cosas íbamos aprendiendo a callar.
¿Cuál sería el reproche? Todavía no lo tengo claro. Perder destreza y habilidad para el manejo monetario, puede ser uno. Abrir la boca para negociar un sueldo, un contrato, una regalía, una tarifa me es difícil. Ni hablar si, aparte, una se dedica a trabajos relacionados con el arte. Piglia decía que las condiciones de producción definen los registros de la literatura a lo largo de la historia. En sus diarios, escribió mucho sobre esta relación. A veces, quienes escribimos, lamentamos la precariedad en la que estamos sumidos, pero al mismo tiempo queremos afirmarnos en ella como si fuera una declaración de principios. La profesionalización, la circulación de las obras, la relación entre éxito y calidad literaria, la cotización del trabajo intelectual, ¿el precio del talento?, la conversión del objeto artístico en mercancía son temas con los que incomodó el escritor Guillermo Sacomanno en el discurso inaugural de la Feria del Libro hace unos días y de los que es difícil hablar por la tradición de considerar la autonomía del arte como un ideal de pureza en sí mismo. Si uno no aprendió el movimiento de las cosas después no sabe moverlas y con eso no sólo hablo del plano especulativo y eficiente del dinero si no del manejo simbólico y de poder que despliega. La abuela te paga las clases de teatro. La abuela paga a la empleada, el cuñado le debe a la cuñada, mamá puso la mitad del departamento, mamá no trabaja todo el día para llegar a buscarlos por la escuela, la facultad privada ya no es opción, papá guarda la plata en el estante de arriba del placard dentro de la lata hecha lapicero del Día del Padre que le regalaste en preescolar, papá estuvo hurgando el placard. Son indicios que se leen ya de adulto, cuando se sale a lidiar con la aventura personal de llevarse algo a la boca.
Así aprendimos a no hablar de dinero por pudor. Pero no importa, la gente sabe hacer cuentas y en dobladillo te cuenta los piojos. Me encanta la expresión de los piojos. La escala milimétrica y copiosa de una pediculosis da la idea de la voluntad extrema de saber de dónde saca la guita el otro, de qué vive, cómo vive y cómo gasta. Nos incomoda sentirnos menos, nos incomoda contar cuál es nuestro precio, o que se note, o cuál es el precio que nos ponen los demás. Nos da culpa el éxito y vergüenza el fracaso. Las cifras no dichas por uno son calculadas por los otros. Por eso, por contrapartida a la prohibición nace el chisme. Y el chisme sobre dinero es uno de los más jugosos. Del que todos somos blanco en mayor o menor medida, a veces no hay un bicho para contar, ya sea por prolijidad y estabilidad. Pero quienes nos hemos portado mal con la plata aprendimos a disimular, a esconder, a estar siempre pidiendo disculpas, a parecer neutros económicamente. En nuestro país, el contexto de crisis cíclica y eterna permite establecer la charlita de la queja como para evadir el asunto. “¡Qué caro está todo”, “¡Cómo aumentan los precios, qué barbaridad!”. Cualquiera se puede quejar de que no tiene plata, hasta los ricos. A nadie nunca le va bien, porque se vive hablando del dinero propio como pidiendo perdón. Como si exponer la necesidad económica y la ambición económica fuera cosa de pobres, de huelguistas, o cosa de avaros y materialistas. Y se habla del dinero ajeno como sospecha. “¿Cómo hace para viajar tanto?”, “¡No tiene para alquilar y se vive comprando libros!” “¿A estos quiénes los bancan?”
La historia debió haber sido inversa. Deberíamos haber sabido hablar del dinero. Nos hubiera permitido evitar muchos malos entendidos y acunar una prosperidad más lineal si hubiéramos aprendido a tener las cuentas claras. Desde un punto de vista cósmico incluso. Debe y haber. Debe haber -tendemos a ello pero no- un cosmos equilibrado, espero.
AS