Peter Schaffer imaginó, en Amadeus, a Mozart escribiendo un Requiem para sí mismo. En la Edad Media, el poeta y músico Guillaume de Machaut ya lo había hecho, con una obra extraordinaria, la Messe de Nostre Dame, escrita en la catedral de Notre Dame de Reims. Blackstar de David Bowie o You Want it Darker de Leonard Cohen son, también, canciones para las (propias) muertes.
Paul Simon, después de un disco donde releía, junto con grandes arregladores, algunas de sus canciones olvidadas (In a Blue Light, de 2018) y a siete años del último álbum con material nuevo (Stranger to Stranger, publicado en 2016) vuelve con una obra que se le apareció en un sueño y que compuso durante varias madrugadas sucesivas: una suerte de suite de siete canciones entrelazadas a lo largo de 33 minutos a la que bautizó Seven Psalms (siete salmos). Un diálogo con un dios en el que no termina de creer, puntuado por acuarelas extraordinarias, en las que abunda el humor ácido y el escepticismo –el diálogo entre dos vacas titulado “My Professional Opinion”, por ejemplo–.
Se trata de la mirada sobre el mundo de un neoyorquino que definió para siempre el aliento de su ciudad –y el de tantas otras– con apenas cuatro palabras: los sonidos del silencio. La despedida de un artista que hizo siempre lo inesperado, desde abrir su primer disco solista con un reggae grabado en Kingston –“Mother and Child Reunion”– un año antes de que los Wailers registraran “Catch a Fire”, hasta poner en el mapa musical a Sudáfrica en Graceland o incluir entre sus partenaires a Stéphane Grappelli o a Urubamba, Olodum o Los Lobos. Alguien que con apenas algo más de 20 años –y hace casi sesenta– ya había compuesto, para el dúo que integraba con Art Garfunkel, algunas de las mejores canciones de todos los tiempos: “Mrs. Robinson”, “Punky’s Dilemma”, “The Dangling Conversation”, “America”, “The Sounds of Silence”, “The Boxer”, “Bridge Over Troubled Waters”, “The Only Living Boy in New York”. Simon, uno de los compositores e intérpretes de canciones más importantes de la historia, publicó ayer un Requiem para sí mismo.
Los salmos son alabanzas al dios, en las tradiciones judía y cristiana. La primera canción de este disco se llama “The Lord” y allí dice que “El Señor es una comida para los más pobres, una puerta de bienvenida para el extranjero” pero inmediatamente agrega que “El señor es mi ingeniero de sonido/ El Señor es mi productor/ El Señor es la música que escucho/ profunda como un valle o elusiva/ El virus de Covid es El Señor/ El Señor es el océano que se eleva”. Desde siempre, Simon mezcló lo más popular con lo más culto (“Y vos leés tu Emily Dickinson, y yo mi Robert Frost” decía la letra de “The Dangling Conversation”) y lo sagrado con lo profano. “Bridge over Troubled Waters” era un himno, al fin y al cabo. Y por ese motivo The New York Times se ensañaba, en noviembre de 1969, en la crítica del primero de los dos conciertos que Simon & Garfunkel dieron en el Carnegie Hall, donde estrenaron esa canción. Decía: “Con reminiscencias de las ‘canciones de fe’ que alguna vez fueron grandes favoritas en circuitos menos prestigiosos, parece inconcebible que esta clase de anacronismo pueda ser ofrecida naturalmente en un concierto de Simon & Garfunkel”. John S. Wilson, que era quien firmaba, agregaba: “Lo que resulta más asombroso es el entusiasmo y las ovaciones del público”. No fueron los únicos. Una semana después de su publicación, en enero de 1970, Elvis Presley, Aretha Franklin y Willie Nelson ya habían pedido los derechos para grabar sus versiones del tema. Y en marzo de ese mismo año lo grababa Quincy Jones, que con su impactante lectura à la rhythm & blues, cantada por una maravillosa Valerie Simpson y con solistas como Herbie Hancock en piano, Toots Thielemans en armónica y Eric Gale en guitarra, abría el notable disco Gula Matari.
El diálogo –o las discusiones– con Dios es un viejo tópico jasídico –y, desde ya, de los chistes judíos– y Paul Simon lo practica con virtuosismo. Ya en “The Afterlife”, una canción del álbum So Beautiful or So What (publicado en 2011) imaginaba su encuentro con El Señor. Un encuentro que, en rigor, no tenía lugar: “Después de morir y de que el maquillaje se secó/ volví a mi casa/ No había luna esa noche, pero una luz celestial/ brillaba en mi cara/ Aún así pensé que era raro/ que no hubiera un signo de Dios/ para darme la bienvenida/ Y entonces una voz desde arriba, endulzada de amor,/ dijo: ”Empecemos“/ Primero tenés que llenar este formulario/ y después debés esperar en la fila…”
El gusto por lo religioso ya había aparecido, por su parte, en Wednesday Morning, 3 A.M., el primer disco de Simon & Garfunkel, grabado en 1964, con la inclusión de un “Benedictus” del compositor renacentista Orlando Di Lasso.
En estos Siete Salmos, donde la voz y la guitarra de Simon son protagonistas, aparecen también las campanas y artefactos del compositor e investigador sonoro Harry Partch, algunos tambores, una armónica grave que remeda el sonido de un didgeridoo y el coro inglés VOCES8.
Y, en una nueva mixtura, esta vez entre obra y biografía, la voz de Edie Brickel, la ex líder de New Bohemians y autora del éxito “What I Am”, a quien Paul Simon conoció en el Saturday Night Live y con quien se casó hace 25 años.
En el final del disco, en la canción “Wait”, él canta, como quien protesta ante el destino: “Mi mano está firme/ Mi mente aún está clara”. Y la voz de Brickell contesta: “La vida es un meteoro/ el cielo es hermoso/ Es casi como estar en casa”. Al final, las dos voces se unen en una única palabra: “Amén”.
Los Requiem que Machaut, Bowie y Cohen escribieron para sí mismos.
DF