Soy parte del mar implica un registro en primera persona de esas voces del periodismo del rock que estuvieron en el lugar indicado en el momento indicado. Charla relajada alrededor de las historias y las fantasías detrás de más de cinco décadas de discos y canciones, de shows y festivales, de vidas y milagros. Qué sea rock en clave periodística.
Raúl “Dirty” Ortiz, el eslabón cordobés
Podría haber sido jugador de fútbol, un cinco armador que no le tiene miedo a raspar(se). Podría haber sido letrista de bandas de rock o de la Mona Jiménez (con quien ha trabajado en varias canciones). Podría haber sido un saltador en alto. Pero prevaleció más la urgencia como la meseta de las redacciones: Raúl “Dirty” Ortiz (Córdoba, 1962) es un emblema de periodismo de rock en la Docta. Desde allí ha levantado una torre eléctrica para diseminar por las calles de la ciudad varias ondas, sean en formato de intervenciones o acciones, programas de humor (radial), libros fulgurantes bajo un alias futbolero y miles y miles de notas y entrevistas alrededor de los discos y demás.
Eduardo de la Cruz –profesor de la Facultad de Comunicación de la UNC (Universidad Nacional de Córdoba) y periodista cultural– lo bautizó un par de décadas atrás como “El Decano”. Mientras que el activista de la poesía cordobesa Ricardo Cabral afirma que Dirty es el maestro dilecto: “Enseña sin puntero en la mano, acompaña procesos creativos sin directivas. Y es el observador participante de todo evento que se corra un poco de las convenciones”.
Cabral nos aporta más tela para cortar: “Dirty es todavía el estudiante anarquista de Comunicación de la ECI de la vuelta democrática, un integrante de Los Burdos y letrista de Proceso a Ricutti; es el periodista de Página/12 Córdoba y La Mañana, es el profe y bibliotecario del cole Alemán que estimuló a generaciones a aventurarse en proyectos imposibles; es Juan Carlos Maraddón en El Ojo Bizarro obsequiando fanzines o el DJ de gemas implacables de la historia sonora universal. Es el cronista que necesitamos para continuar relatando la historia de nuestros días (dan cuenta de ello las columnas de lunes a viernes sin interrupciones en Diario Alfil)”.
Apostillas varias para lectoras y lectores fuera de las fronteras de la ciudad mediterránea. Los Burdos, legendario ciclo radial de humor en los albores de los años 80. Proceso a Ricutti, banda moderna de los 80, con un hit como “Yo fui un relator de salto en alto”. Juan Carlos Maraddón, su alter ego como cronista de una noche eterna y con tres libros en su haber: Yo también fui un boludo (Diálogo Beat, 2006), El lado luna de lo oscuro (Abrazos – Maraddón Press, 2008) y Por qué no nos invaden de una buena vez (Chatmuyo, 2018). El Ojo Bizarro, “uno de los antros más alucinantes que tuvo esta maldita y bendita ciudad”, según el periodista José Heinz.
Siempre con la vara alta, sin medir las consecuencias. Eso es el Dirty. Porque una tarde a mediados de los años 80 podría haber agarrado sus cosas y mudarse a Buenos Aires, donde Dios sigue preparando el guiso del entretenimiento –sea realidad política, sea fantasía cultural–, pero pasaron cosas. O dejó pasar el tren, dirán otros. La realidad es que este licenciado en Comunicación continúa vivito y coleando. No hace mucho publicó sus memorias y la de su generación perdida en Relato de un salto en alto (Vademécum, 2022), donde a partir de la historia de Proceso a Ricutti reconstruyó la modernidad de los años 80 en Córdoba.
- Dicen que tenés el olfato para estar donde las cosas suceden. Estuviste detrás de ciertos cambios que se dieron en la cultura cordobesa de los años 80, que fueron puntales para que la ciudad respirarse otros aires, unos más modernos.
- Quizá teníamos intuitivamente esa necesidad de provocar cosas para después cronicar porque considerábamos que no pasaba demasiado en Córdoba. Leíamos lo que sucedía en otros lugares y nos parecía que había que fomentar o promover que pasaran acá. Siempre recuerdo una reunión en la azotea de una casa en Nueva Córdoba; una comida con un montón de gente, la mayoría periodistas o estudiantes de periodismo, otros músicos y actores. Corrían las botellas y en un momento alguien dijo: “Che, acá no pasa nada, pero si pasa algo lo tenemos que hacer nosotros; porque nos estamos quejando de que no pasa nada pero nosotros, ¿qué hacemos?”. Creo que eso fue el disparador.
- ¿Pero pasaban cosas?
- Sí, muchas pero había que meterse en el barro para encontrarlas. Esa fue la consigna detrás de la cual seguí de ahí en adelante. En ciertas revistas que venían de Buenos Aires –antes de que se hiciese más fácil conseguir revistas importadas como Rolling Stone, Melody Maker o New Musical Express–, yo leía cosas que me interesaban. Después cuando nos tocó trabajar en los medios, tratamos de copiar esos modelos y adaptarlos a lo que era la realidad local. En un punto, con nuestro trabajo inauguramos espacios que no estaban en los diarios y las radios, más acostumbrados a hacer anuncios y solo disponer de una cartelera. Como mucho había algo de crítica de cine y de teatro, pero nada de rock o música.
- ¿Quién fue el pionero? ¿Quién tiró la primera piedra?
- Gabriel Ábalos, hijo del autor de la novela Shunko, fue uno de los pioneros en hacer crónicas y críticas de rock en Córdoba. Él estudió música en la universidad (UNC) y dio clases ahí. Para nosotros era un referente, alguien de acá del cual podíamos tomar esa influencia. Mucho más tarde, cuando vimos la película 24 Hour Party People (2002), nos dimos cuenta de que no estuvimos tan errados. Se trataba de inventar o ficcionalizar una movida que probablemente no existía como tal, pero que a partir de que nosotros le dimos esa entidad, los músicos sintieron que formaban parte. La primera que hubo fue la del 87. Necesitábamos que hubiera una movida así. Había bandas muy buenas, muy importantes, pero el tema era que quizá cada una se consideraba como algo aparte. Sin embargo, al darle un título, esa escena se consolidó y fue el germen del que nació, entre otras, Proceso a Ricutti.
- ¿Tal vez en esto se halle el germen de un aspecto de tu vida profesional: el paralelismo entre el periodista y el músico, la sinergia entre ambos?
- Si bien de chico estudié un par de instrumentos, nunca fui músico, pero desde la adolescencia me convertí en un melómano apasionado. En un medio tan chico como Córdoba, los amigos músicos me pedían devoluciones de lo que estaban haciendo y sin darme cuenta me vi involucrado en sus carreras. Aunque siempre tuve en claro que mi tarea era más la del curioso, la del flaneur, del tipo que se mete en esa banda pero sobre todo para poder hablar desde adentro. Eso sigue ocurriendo, por ejemplo, con Juan Manuel Pairone, uno de los periodistas que considero que está siguiendo esa tradición. Es un tipo que se ha preocupado por relevar en un libro – Esto no es una escena (Servicio Postal, 2016)– lo que fue la movida de diez años atrás en Córdoba.
- Me encanta que hayas rescatado la palabra cronicar, ¿de dónde viene?
- Según el estatuto del periodista de Córdoba, la categoría de cronista aparece como una menor; la más alta es la de redactor. Como recién arrancabas, tenías que bancarte de que te pusieran como cronista para pagarte menos. Pero eso era valorar bastante poco la tarea del cronista, que justamente es quien releva la información en el campo y después, según ese convenio, elabora un informe. De ahí viene la palabra. Ahora bien, eso de ir al campo a buscar la información es lo que más me seduce. Siempre me gustó ir a los ensayos, a los shows; ahí es donde realmente te das cuenta del potencial que puede tener un músico.
- El rock y sus revistas te moldearon una mirada del mundo distinta. ¿Es así?
- No me acuerdo cómo llegué a la Expreso Imaginario, un faro en aquel momento para la mayoría de los que nos gustaba la música y queríamos leer cosas que analizaran la música desde otro lugar. Si la Pelo te informaba, la Expreso con sus firmas te formaba. Recuerdo notas, por ejemplo, sobre Bryan Ferry o una sobre U2 donde decían que iba a ser una de las bandas más importantes de la década. Había que decirlo en el año 1980. (Risas)
- ¿Qué encontraste en el rock y sus discos?
- En las letras de los temas había citas de literatura, de cine, de artes plásticas, que además de transmitirte cosas con las que podías identificarte –por ser canciones románticas o en algunos casos de protesta–, asimismo contenían citas de otras referencias artísticas hacia las cuales te dirigías. Si los Doors hablaban de Aldous Huxley, por ejemplo, yo iba y buscaba ese material. Esto me permitió después acceder al mercado periodístico como experto en música aunque quizá no lo era. (Risas) La formación empezaba en la música y seguía en cualquier otro lugar.
- Sos generación Malvinas, ¿cómo viviste ese momento?
- Sí, soy clase 62. La mía y la 63 son las que fueron a Malvinas. A mí me sortearon en 1981. Yo estaba estudiando ingeniería y saqué número bajo. En ese momento no sabía que no solo me estaba salvando de hacer la colimba, sino también de ir a Malvinas. Fue muy shockeante lo de la guerra, no solo porque iba gente de mi edad –nosotros estábamos formados desde el pacifismo hippie, en contra de cualquier guerra–, sino porque además era contra Inglaterra, la cuna de los Beatles y los Rolling Stones; era toda una contradicción. A lo que hay que sumarle la fama que gana el rock argentino a partir de la prohibición a difundir música en inglés en las radios. Ahí apareció otra contradicción: esos tipos que yo admiraba y que eran un consumo para un gueto, empezaban a circular en todas partes gracias a la guerra de Malvinas. Así que había una sumatoria de contradicciones muy grande que nos llevaron a reflexionar mucho. Hasta pensé en hacer un libro alrededor de esos cambios que estaban ocurriendo, muy en línea con Cómo vino la mano de Miguel Grinberg. Un compañero de facultad –perteneciente a una familia adinerada– me dijo: “Bueno, yo te banco que vayas a Buenos Aires a emprender ese proyecto”. Finalmente no lo pude hacer, pero me parece que hubiera sido bastante atinado.
- Primero como agente de prensa y luego como periodista, ¿cuál de los festivales de La Falda en que estuviste fue el más violento?
- Sin duda, el último que hizo Mario Luna en 1984. Me sentí un marciano porque veía que los músicos que yo adoraba eran los que mucha gente detestaba. Me pasó con Suéter, con Gustavo Montesano, Fontova Trío, Cantilo y Punch: todos músicos y bandas que fueron abucheados. Todo lo que lo que era novedoso eran muy silbado y le tiraban cosas. El rock en ese momento era súper conservador. En ese festival, a Miguel Abuelo –que no solo estuvo al frente de Los Abuelos de la Nada, sino que fue a presentar su disco solista Buen día, día (1984)– lo intentaron ningunear tirándole de todo porque estaba trayendo algo nuevo.
- ¿De dónde venía ese lado milico del público cordobés?
- Creo que venía un poco de ese lado de la cuestión represora infiltrada en el rock, ¿no? El prototipo de hippie –por eso yo terminé convirtiéndome en un punk– era el espectador conservador, que quería que las cosas volvieran a los años 60 o a los 70. Cualquier insinuación de algo novedoso, raro o distinto, no le gustaba. Charly (García) –siempre varios años adelantado al resto– tenía esa forma medio ambigua de moverse sobre el escenario –para decirlo de alguna manera– y para el rockero de Córdoba, el que hacía eso era puto y entonces había que gritarle y abuchear. Pero a su vez, Charly se prendía. Como yo estaba con las antenas puestas en la new wave y en el punk, cualquier músico que hiciera algo diferente y que estuviera asociado con eso, para mí iba a ser mi músico favorito. Entonces yo sufría en carne propia estas agresiones para los que hacían algo diferente.
- ¿La visita de la Fura dels Baus en 1984 para presentarse en Córdoba en el Festival Internacional de Teatro fue la bisagra para la cultura under cordobesa?
- Lo más cerca de un show punk que habíamos estado fue una presentación de Los Violadores en un pub del centro en el que éramos a lo sumo treinta personas. Por eso que viniera la Fura dels Baus, en plena de ebullición de la movida madrileña, con esa actitud punk –que era violenta para lo que era el concepto generalizado de lo que debía ser un actor–, generacionalmente nos impactó. Además, era la primera vez que llegaba primero algo a Córdoba antes que a Buenos Aires. Y ellos venían de Barcelona, que era la ciudad rival de Madrid. Como Manchester con Londres después. (Risas) Está mal visto ahora este tipo de instrumentos, pero ellos usaban motosierras, rompían paredes con masas y se tiraban desde la azotea. Ver ese espectáculo fue muy fuerte. A partir de la visita de la Fura entendimos el punk. Nada para nosotros fue igual después de eso. Luego aparecieron bandas como Los Enviados del Señor, con una influencia muy fuerte de la Fura.
- Pensaba también en otro ribete importante en tu trabajo que es el humor. En el libro Relato de un salto en alto decís: “El humor y la música son los mejores antídotos contra la desilusión”. Pero el humor no es una veta que se asocie al periodismo de rock, ¿en qué modo te interpeló a lo largo de tu trayectoria?
- En mi casa se consumían muchas revistas de humor. A dos cuadras vivía un señor que tenía una distribuidora de revistas y diarios, e íbamos todas las semanas con mi viejo. Yo veía todas esas revistas tiradas en el piso –el tipo las tenía en montoncitos– y nosotros elegíamos. Nunca me voy olvidar del olor a tinta en esa habitación. La Hortensia fue la primera revista donde colaboré y me pagaron por esa nota. Era el año 83. El tiempo pasó, cursé en la facultad de Comunicación, hice programas de radio, leímos La Conjura de los necios de John Kennedy Toole, no nos perdíamos revistas como Satiricón o Fraude, que dirigió Pipo Cipolatti. Era el humor que nos gustaba y hacíamos con Los Burdos.
Por eso se dio naturalmente esa asociación con Proceso a Ricutti. Martín “Tincho” Sigoldi era el guitarrista del grupo y también uno de Los Burdos. Durante un año yo viví en su departamento, en el centro de la ciudad. Ahí empezamos a compartir los ensayos de los grupos que él tenía, y Tincho me sugirió de hacerle letras. Las letras eran humorísticas porque además nos inspirábamos en Los Twist y en Virus. Fue una veta que se abrió por una cuestión lógica: veníamos por ese lado y seguimos por ese lado.
- ¿Nunca te tentó mudarte a Buenos Aires?
- (Risas) A nosotros nos pasó un poco lo que le ocurrió a Proceso a Ricutti. Uno de mis amigos de la facultad, Marcelo Franco, se fue a trabajar al Suplemento Sí! de Clarín con una beca en 1986 y cuando quizá nos tocaba el turno de irnos a nosotros (con el Topo Gregorati), vino la hecatombe, la hiperinflación y todo el quilombo. Además, mi vieja se enfermó y yo tenía que estar acá con ella. Se me hizo difícil. Después enganché trabajo en el Diario Córdoba, más tarde Página/12 y La Voz del Interior. Como que hice una carrera acá y no volvió a surgir ninguna oportunidad de mudarme. Además, construí mi vida acá. Me casé, nació mi hija. Como que estaba todo planteado para seguir laburando en Córdoba.
- ¿Cómo es que tuviste una cátedra de cultura rock?
- A principios de los dos mil, le hice una entrevista a Alfredo Rosso que estaba empezando a enseñar la historia del rock en colegios secundarios. Me acuerdo que yo profundizaba al respecto porque me interesaba su opinión debido a que él era un referente. Pero, además, porque me sonaba contradictorio que el rock se institucionalizara. ¿Cómo puede ser que el rock, que es algo tan caótico y que predica la contracultura, vos lo transformes en algo que se enseña en un aula? De todas maneras, la cátedra la impulsamos con Carlos Rolando y Martín Toledo. Fue muy inspirador. La idea fue ir desde el rock a la historia, a la geografía, a la antropología, la filosofía. El curso no duró mucho, a lo sumo un año en 2004, pero nos dejó una puerta abierta que después se transformase en ciclos de charlas y debates. Pensá que varios de los participantes ahora son referentes del periodismo cordobés como Juan Manuel Pairone o José Heinz, que hoy es un tipo que te puede dar no solo una cátedra de cultura rock sino de un montón de otras cosas, nuevas tecnologías, periodismo del futuro, etc.
- “La voluntad de gloria chocó con la adversidad del mercado”, subrayás en el libro Relato de un salto en alto. ¿Qué otras gemas del rock cordobés quedaron en el camino?
- Si nos circunscribimos a los años 80, el referente indiscutido es Daniel Giraudo y el grupo Tamboor, que llegó a grabar dos discos para Buenos Aires. Él sigue produciendo música. Ese tipo es increíble. Vive en Málaga (España). Es esa gema escondida, pero tuvo la mala suerte de que canta con un tono parecido al de (Luis Alberto) Spinetta. Después hubo un montón de grupos que se quedaron en el camino; o sea, yo los menciono en Relato de un salto en alto porque me pareció que había que hacer justicia. Astroboy, una banda que era una mezcla entre un tipo que escuchaba Bauhaus y otro que venía del jazz rock y lo más cercano al rock que escuchaba era King Crimson. Una cosa increíble. Otra fue Seno de Beta, un trío muy oscuro a lo Joy Division y que hubiese merecido tener su disco.
- ¿Cómo es que Córdoba, siendo la plaza rockera que es, no tiene un referente a nivel nacional? ¿Qué pasó?
- Hay muchos referentes, pero pasan como parte de los géneros urbanos o de una movida más folky. Tenés a Zoe Gotusso, a Juan Ingaramo, a Paulo Londra, a Santi Celli. Si bien Lula Bertoldi no es cordobesa, Eruca Sativa se formó en Córdoba.
- Sí, eso es cierto.
- Gaby Pedernera, el baterista de la banda, se ha transformado en una figura de la producción de discos y es un tipo muy groso. Es un orgullo haberlos visto crecer a él y a la bajista Brenda Martín, que se formaron con el Titi Rivarola; es más, Lula (Bertoldi) también llegó a ser parte de esa tribu, en una banda que se llamaba Tórax, donde estaban estos chicos que tenían menos de dieciocho años y que la rompían. El Titi (Rivarola) venía desde los años 80 y 90 tocando música, y trasladó un poco ese espíritu. De hecho, ese mínimo componente que pueden tener un poco menos rockero las Eruca, lo heredaron de Titi (Rivarola).
- Antes las bandas que no eran de Buenos Aires, debían establecerse en la capital. Eso ha cambiado.
- En aquel momento la dificultad era que había que irse a Buenos Aires. Fito Páez, Juan Carlos Baglietto, Los Enanitos Verdes, La Sobrecarga, todos tuvieron que instalarse allá. Era eso. No había redes sociales, no había Spotify: tenías que publicar un disco y tocarlo en Buenos Aires. Hoy esos chicos que te nombré se establecieron en la Capital pero pudieron llegar desde Córdoba; después decidieron por motu proprio quedarse. Además, hay bandas como Hipnótica o Rayos Láser, u otras de Río Tercero o Villa María, que gracias a las redes y Spotify se establecieron en Buenos Aires sin pasar por Córdoba capital.
- ¿Asociás el rock cordobés a un futuro perdido?
- Sí, es cierto que la movida actual son más artistas de otros géneros. Pero tampoco es que el rock hoy en día sea tan prolífico en figuras en Buenos Aires. El rock fue tan amplio, tan híbrido, que aparecieron géneros que se lo terminaron morfando. Pero aquel futuro que se veía en los años 80 nunca se concretó. De todas maneras, en el libro Relato de un salto en alto lo digo: valió la pena hacerlo aunque no haya conducido a nada tan trascendental. Estoy orgulloso de lo que se pudo hacer. Por otro lado, si el rock de Córdoba se agota en un circuito local, en fans locales, y no trasciende, será que tiene que ser así. He visto bandas como Sur Oculto o Tomates Asesinos, con un público fiel de quinientas personas, que no se pierde ningún show. Después de veinte años de trayectoria, ellos hacen la música que se les canta, sin resignar nada. Son exitosos en otros términos, no en los industriales. Eso me parece que tiene un valor altísimo y también es un éxito:
La próxima invitada será Patricia Pietrafesa.
Podría haber sido jugador de fútbol, un cinco armador que no le tiene miedo a raspar(se). Podría haber sido letrista de bandas de rock o de la Mona Jiménez (con quien ha trabajado en varias canciones). Podría haber sido un saltador en alto. Pero prevaleció más la urgencia como la meseta de las redacciones: Raúl “Dirty” Ortiz (Córdoba, 1962) es un emblema de periodismo de rock en la Docta. Desde allí ha levantado una torre eléctrica para diseminar por las calles de la ciudad varias ondas, sean en formato de intervenciones o acciones, programas de humor (radial), libros fulgurantes bajo un alias futbolero y miles y miles de notas y entrevistas alrededor de los discos y demás.
Eduardo de la Cruz –profesor de la Facultad de Comunicación de la UNC (Universidad Nacional de Córdoba) y periodista cultural– lo bautizó un par de décadas atrás como “El Decano”. Mientras que el activista de la poesía cordobesa Ricardo Cabral afirma que Dirty es el maestro dilecto: “Enseña sin puntero en la mano, acompaña procesos creativos sin directivas. Y es el observador participante de todo evento que se corra un poco de las convenciones”.