En el segundo episodio de la serie Allen vs Farrow, el documental que expone en profundidad la acusación de abuso sexual que le hace a Woody Allen su hija Dylan Farrow y también su exesposa Mia, aparece un detective. No es un verdadero forense dedicado a reexaminar el abuso denunciado en 1992. Es Richard Morgan, una especie de forense cultural, en realidad un periodista freelance, que se adentró y leyó completitas las 56 cajas de archivos de Woody Allen que yacen hoy en una de las bibliotecas de la Universidad de Princeton. En esas cajas residen artículos, guiones y borradores de sus películas más conocidas, como Días de radio, Zelig, Manhattan, y también de otros cortos o proyectos truncos.
Morgan aparece en el documental para brindar las conclusiones psicológicas de alto impacto a las que llegó con su filología sin marco teórico: Allen tiene una obsesión con las mujeres jóvenes. No solamente es una constante en su filmografía, sino que en algunos borradores se puede ver clarito cómo el cineasta decidió corregir las edades de las protagonistas para que fueran más y más jóvenes. Es decir: si en una primera versión la chica a la que conquistaba al hombre maduro con crisis de mediana edad iba a tener 21 años, en las siguientes tenía 18. Después de que habla Morgan y devela su hallazgo, aparecen imágenes de Manhattan, una de las películas de Allen en la que el protagonista de 42 sale con una chica de 17. Pero ahora en vez de la música de Gershwin que es característica de la película, está sonoramente ilustrada por una música tenebrosa y oscura: el documental corrigió la obra.
La referencia a las versiones de los guiones no es para nada ingenua ni pretende abrir una línea de discusión profunda de las películas de Allen desde una crítica feminista. De hecho, sería perfectamente posible incluir un lúcido análisis feminista de su filmografía. Toda la serie está centrada en la acusación de abuso sexual de 1992, cuando su hija ahora adulta tenía 7 años. El caso fue contemporáneo a otra conmoción pública: la relación entre Allen y la hija de su exmujer, Soon-Yi Previn, cuya fecha de inicio es incierta. Mientras hay quienes aseguran que empezó cuando la chica estaba en la secundaria, la pareja sostiene que no fue así. Se casó a los 21 años de ella. La de Morgan no es la única intervención que apuesta a leer la ficción ya no solamente en clave de realidad sino en clave de prueba judicial frente al abuso sexual que motiva la serie.
Dos críticas de cine aportan sus ideas al brebaje entre ficción, intención y realidad. Alissa Wikilson vuelve a Manhattan y a esa pareja perturbadora que es el núcleo de la película. Y también extiende ese núcleo incómodo a un riff alleniano: “Al ver las películas de Woody Allen tenés la sensación de que trata de acostumbrarnos a la idea de este tipo de relaciones, de esa dinámica de poder, y en un sentido, trata de prepararnos”, dice, para introducir escenas de películas como Crímenes y pecados, Poderosa Afrodita, Maridos y esposas (película de 1992, protagonizada por Farrow y Allen y filmada mientras la pareja se divorciaba post Soon-Yi). Claire Dederer hace otra interpretación de la relación de Manhattan en línea con la asimetría de poder: “Un movimiento importante que hace Allen es poner el deseo en la chica de 17 años. Ella es la que quiere seguir con la relación. Él la usa para hacer su depredación aceptable”, dice.
Especialmente en este capítulo, Allen vs Farrow utiliza las películas del cineasta como pruebas o como ejemplos al servicio de aspectos horrendos de su biografía, cosa que resulta, como mínimo, superficial, y que para nada cuestiona las gravísimas acusaciones de la hija de Allen. La propuesta artística de la serie también apunta a esa colisión entre ficción y realidad: el principal recurso que utiliza, además de los testimonios, son las cintas familiares caseras de cuando eran una familia numerosa, atractiva, de moda. La cinta cinematográfica casera, el estilo Super 8, no fue solo un hallazgo retro de Instagram. Años antes ya el cine de autor, especialmente documental, había logrado grandes cosas con este recurso de forma y contenido. En esta serie, la combinación estética de ficción y realidad se acentúa por el hecho de que Woody Allen y Mia Farrow protagonizaron juntos muchas películas, además de su familia.
La cultura popular en general está revisando algunas de sus formas de leer después de lo que representó el MeToo y distintos movimientos feministas que atravesaron la industria del entretenimiento, entre otras cosas. ¿Qué se hace con la obra genial de gente horrible?, algo que no es de ningún modo nuevo (siempre hubo gente horrible), sí se está convirtiendo ahora en una pregunta recurrente y ya algo cliché que, aun así, no tiene una respuesta unívoca. En principio, parece haberse roto el canon que trazaba una línea divisoria entre la obra y el artista. Incluso, aquella máxima barthesiana de “la muerte del autor”, que buscaba ligar la obra a su propia cultura y a otras obras y así independizarla de su creador, hoy se reconfigura cuando algunos autores son marginalizados del establishment por sus comportamientos y, con ellos, sus obras.
Pero es una pregunta abierta. Las Guerrilla Girls, un grupo de artistas y activistas feministas, inauguraron el nuevo milenio contando las pocas mujeres artistas y las muchas mujeres desnudas en los museos y forman parte de los colectivos que de algún modo entienden que mayor participación de minorías en la producción cultural va implicar una cultura más diversa. Otra mirada sobre artista-obra, por cierto.
Las preguntas se acumulan: ¿Qué pasa con el ideario sensible diseñado por El Otro Yo en los 90? ¿Está bien que Café Tacuba deje de tocar en vivo Ingrata, la canción que narra con alegría un femicidio, sería mejor que la siguiera cantando y experimentara la incomodidad que ahora genera o que intentara nuevas versiones feministas? Las taradas, una banda de mujeres liderada por Paula Maffia, también cantaba una versión de Johnny Cash sobre un señor que después de un shot de cocaína le tiraba otro tiro a su novia y huía. En la voz de estas mujeres que seleccionaban en su repertorio temas de distintas épocas, la canción funcionaba como un testimonio de lo que se cantaba y festejaba en otras épocas.
Las operaciones de lectura, escritura y reescritura que plantea este momento de la cultura pueden ser sofisticadas y lidiar creativamente con el bagaje cultural que va resultando más y menos fuera de su tiempo.
Pero leer la obra de un artista como Woody Allen, relevante para la formación sensible y cultural -buena o mala- de Occidente en clave cifrada de prueba literal no sólo no forma parte de una propuesta profunda. Además, banaliza las mismas gravísimas acusaciones que quiere respaldar.