Por estos días circula uno de los últimos hits que le dio Sarlo a la cultura popular: “La mayor parte de la gente cree que soy una vieja pedante. Eso no me afecta”. No es el único: hay una historia de sus reacciones picantes en medios masivos ante críticas variopintas –el debate televisivo con Viñas, el inmortal “conmigo no, Barone”–, expuestos desde adentro de una arena masiva que ella también analizó desde afuera. Esa es una versión más que puso en escena a lo largo de su vida.
En la primera década del siglo XX, no tanto tiempo después de haber publicado sus Escenas de la vida posmoderna, en la que contraponía el desarme del aparato estatal con la estética y la ética del consumo en shoppings y en la televisión, Sarlo tuvo una columna semanal en la revista Viva, de Clarín. A veces decía cosas interesantes, a veces no. Ella misma pensaba que había una actitud de cierta humildad y una performance en la obligación de decir algo todas las semanas. Muchos de los que sentían encono hacia la Sarlo profesora porque los había dejado afuera del canon que tallaba en su programa de literatura argentina del siglo XX también menospreciaban por vulgar el hecho de que la Sarlo periodista escribiera semanalmente en una revista masiva.
Probablemente les costara entender que ella, que representaba a la intelectual argentina, que hablaba de sí misma en esos términos, tenía una curiosidad que no era solamente letrada, sino que también era territorial: en realidad, su mirada vinculaba inexorablemente la intelectualidad con el territorio, en sus dimensiones simbólicas y materiales. Ver la ciudad le producía pensamiento. Por eso, alguno de sus libros más célebres mencionan una condición geográfica en su propio título: por caso, Borges, un escritor en las orillas y Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930. Para Sarlo, “las orillas” de Borges “son un espacio imaginario que se contrapone como espejo infiel a la ciudad moderna despojada de cualidades estéticas y metafísicas”, pero también y justamente las orillas eran barrios pobres, “limítrofes con la llanura que rodeaba a la ciudad”. El borde es una idea y un paisaje, como en El Sur, de Borges, en donde Dahlman se bate a duelo con su destino sudamericano en el descampado. La modernidad periférica es una obra maestra de la mirada. Y una clave para entender por qué Sarlo decía que ella leía todo –desde una feria en Mataderos hasta la interna peronista– como si fuera literatura. En su análisis de las vanguardias de principios de siglo XX, Sarlo leía a una ciudad en transformación, y el puro presente de la escena urbana que aparece en los versos de un “poeta-ojo”, como ella define a Oliverio Girondo. En sus poemas, dice Sarlo, se conjuga el verbo “no saber” –¡justo! tan parecido al nombre que le puso al libro de memorias póstumo, No entender, que saldrá en 2025–: “En vez de saber, se palpa, se oye, se huele, se percibe”. Girondo se quiere separar de los poetas que “sienten”, “expresan”, “imaginan”. También Sarlo: si Girondo era un “poeta-ojo”, ella era una “crítica-ojo”.
Su libro La ciudad vista se publicó en 2009. En sus páginas, la crítica-ojo pasa por Liniers, el Barrio Charrúa, Puerto Madero, registrando la transformación de esa ciudad y esos márgenes que vuelven a ser una construcción literaria y una realidad generalmente precaria, frágil y a la vez estructural. Releerlo hoy, después de una pandemia que agudizó y legitimó el trabajo intelectual y periodístico como uno cada vez más de escritorio, realizado adentro de cuatro paredes, suena mucho más contracorriente que en el momento de su lanzamiento.
Por estos días, muchos leyeron sus mails con una sonrisa –algunos los compartieron en redes sociales–. Tenían gracia, filo y una amabilidad a veces inesperada. Beatriz Sarlo indagó en determinadas novedades que trajo internet alrededor de sus temas de interés. Por ejemplo, el libro La audacia y el cálculo, dedicado al kirchnerismo cultural, es también un fresco de la discusión y militancia online circa 2010. Pero nunca aceptó que el desplazamiento virtual suplantara el desplazamiento urbano, que informaba sus libros más conceptuales.
Su oficina quedaba en Microcentro, su casa en Caballito, y era común cruzarse a Beatriz Sarlo en el subte A yendo de su cama a su living. Pero tampoco sorprendía encontrarla en la boletería de salas teatrales de todos los tamaños y ubicaciones: en La Boca, Almagro, Boedo, en Chacagiales. Antes de la ubicuidad de la internet móvil, era capaz de ir a escribir a cibers si tenía alguna circunstancia le imposibilitaba asistir a su computadora.
Como los vanguardistas del 20, como el Borges orillero, Beatriz Sarlo supo construir en su obra y en sus intervenciones, de pique corto y largo, de “alta” y “baja” cultura, de mirada, caminata y pensamiento, un espacio urbano simbólico y concreto.
Ese es, también, su legado.