Es el año 1961 y Joan Didion está muy enojada. La imagino sentada frente a su escritorio, fumando y tecleando. Tiene veintisiete años. Escribe para Vogue y otras revistas. En este caso, tiene la tarea de reseñar para The National Review una novela de un autor que todos reverencian: J. D. Salinger. Escribe Didion:
“Hay cierto encanto arrullador en que te digan que estás en lo correcto, sobre todo si es en la prosa deslumbrante de Salinger, que te digan que tu sensibilidad a flor de piel, tu resaca de ciudad, tu propia ridiculez no es en realidad ridiculez sino una especie de noche oscura del alma; hay algo muy atractivo en que te digan que la paz o la iluminación se pueden alcanzar gracias a algo tan fácil como la tolerancia hacia los escritores de televisión o los profesores universitarios, que se puede alcanzar la calma que trae el entendimiento con solo buscar a Cristo en la mirada del chico con el que fuiste a ver un partido de fútbol.
Por más brillante que sea (y lo es), por más que su ritmo y sus diálogos sean conmovedoramente perfectos (y lo son), al final Franny y Zooey termina siendo falsa y lo que lo hace tan falsa es la tendencia de Salinger a adular esa trivialidad esencial que anida en cada uno de sus lectores, su predilección por dar instrucciones para la vida. Lo que otorga al libro su atractivo más potente es justamente que se trata de un libro de auto ayuda: termina siendo una especie de Pensamiento Positivo para la clase media alta, del mismo tipo que Duplique su energía o Viva sin Fatigarse pero para gente privilegiada“.
Desde que la leí por primera vez, la crítica de Didion me sorprendió por su mordacidad. También por el argumento al que recurre. No discute la belleza de la obra de Salinger —de hecho la concede— . Descarta la novela por el mundo que pinta y al que se dirige: jóvenes ricos, hipersensibles y hermosos. Niños ricos que tienen tristeza.
Toda crítica, la más baja y la más alta, decía Oscar Wilde, es una forma de autobiografía. También fue él quien nos dejó las máximas más inteligentes sobre el crítico como artista. Wilde abogaba por un respeto a la superficie —que no es otra cosa que un respeto por el secreto de la obra—. Despreciaba a los que buscaban explicaciones fuera o dentro del texto, a quienes ejercían una especie de hermenéutica de sus autores favoritos, como si fueran divinidades a las que intentaban, sin éxito, explicar.
Claro que esos párrafos hablan más de Didion que del autor de Franny y Zooey. Reflejan a la joven de la costa oeste recién mudada a Nueva York, desconcertada frente a cierta juventud privilegiada que esa novela reverencia. Pero la reseña también es una toma de posición acerca de lo que hay que leer y de lo que hay que escribir, es decir, es una teoría de la ficción. Didion está pensando en una literatura política, emocionante; una que apele a toda la humanidad, o que, por lo menos no se ocupe solo de “los problemas de la gente blanca”. Lo que escribe no es solo una crítica de la novela de Salinger, es un pequeño manifiesto que pronto dará sus frutos. Es más, una podría pensar —y estoy segura de que Didion acordaría— que sin Salinger ella no hubiera escrito sus mejores libros, textos que en muchos sentidos cambiaron un modo de hacer narrativa. El estilo, se sabe, empieza en la mirada. O lo que sería mi única tesis firme en estas notas: todo acto creativo es un acto crítico (algo que no necesariamente se comprueba a la inversa, aunque debería).
Wilde creía, sin embargo, en la necesidad de la crítica, siempre y cuando fuera lo más parecido a la labor de traducción. Para él, el verdadero crítico es quien puede “traducir de un modo distinto o con un nuevo procedimiento” su impresión ante la belleza de una obra. Quiero pensar en esa idea de traducción como la pensaría hoy Anne Carson: una tarea que se parece a hacer silencio.
Entonces, ahora, otra vez: silencio, exilio, astucia.
Hubo una época en la que yo también creí en “la crítica”. Quizás a causa de mi formación norteamericana. Pensaba que reseñas como la de Didion eran necesarias para la literatura, que abrían el diálogo entre autores y lectores. Después de todo, algunas críticas de mis libros me habían servido. Recuerdo en especial una sobre Arte menor que salió en La Gaceta de Tucumán. Era una lectura honesta de la novela, de la que señalaba un defecto en particular con el que yo coincidí ni bien la leí. Así que en 2013, cuando volví de Estados Unidos a Argentina sin nada, excepto dos títulos de posgrado y un optimismo criminal, no vi ningún problema en ejercer ese “oficio” (también necesitaba la plata, pero eso no es excusa). Resultó una muy mala decisión. Escribí los peores textos de mi vida. Me enojé con autores, editores, periodistas, lectores. Sobre todo, conmigo misma. Sumé estruendo a un mundo que hacía rato se venía desmoronando.
La idea de Wilde apunta a una confusión que lleva más de cien años: la crítica no son las reseñas de diarios, ni lo que produce la academia; tampoco lo que hace el periodismo cultural. Todas esas actividades carecen de la experiencia auténtica de la comprensión, de lo que George Steiner llamaba “responsabilidad que responde”.
Entre Wilde y Steiner, un siglo, el último de la literatura.
Wilde: “Antes los libros eran escritos por la gente de letras y leídos por el público; hoy son escritos por el público y leídos por nadie”.
¿Si ya no existe la literatura, cómo va a existir la crítica?
Steiner: una sociedad de lo secundario, una sociedad que privilegia lo parasitario y no la presencia primaria de las obras, termina aplastada por el peso de su propia intrascendencia.
“Vivir es una invención arrancada al terror”, dice la filósofa Anne Dufourmantelle. ¿Vamos a resignar la literatura en ese combate?
Quizás Wilde fue uno de los últimos en ejercer la crítica como creación de un modo tan explícito. Entre nosotros, el ejemplo de Jorge Luis Borges sigue siendo fulgurante.
En 2013 yo ya había leído Presencias reales, el bello libro de Steiner que argumenta en contra de toda labor parasitaria en torno al arte. ¿Lo había olvidado? Claro que no. No me había dado cuenta de que la crítica como “responsabilidad que responde” estaba oculta en otros lugares, no en el periodismo cultural.
Armas para la vida: el amor y la creación. En ambas, la imaginación reina. La ensoñación, el secreto, la palabra, también.
Por supuesto, en nuestra sociedad igual se publica muchísimo. Estamos ante una verdadera inflación de la industria editorial, que no ve ningún contrasentido en destruir libros “poco exitosos” para sacar la novedad del momento del último verano que nadie recordará. Del otro lado, también algunas “editoriales independientes” publican libros olvidables, a veces meros ejercicios de vanidad. Poco de lo que vemos en las librerías es literatura. Pero: a no alarmarse, no es un fenómeno nuevo. Leamos otra vez a Wilde (siento citarlo tanto pero es que Wilde escribió El crítico como artista hoy y lo publicó hace 120 años, o eso parece). “Una época sin crítica es una época en la que el arte no existe, o bien permanece inmóvil y se limita a la reproducción de tipos consagrados”. A esto nos ha llevado la corrección política, el mercado, la cultura de la cancelación, una serie de fenómenos que son parte del estruendo. Se trata, no lo dudemos, de un apocalipsis de la sensibilidad.
En una sociedad donde nadie arriesga la palabra, ella deja de albergarnos.
Harto de la conspiración del estruendo, Salinger publicó su última historia en 1965. Después, se recluyó en su casa de New Hampshire y se dedicó a escribir durante diez horas por día todos los días de su vida, hasta su muerte, ocurrida en 2010. Su hija recuerda una especie de bóveda llena de manuscritos cuidadosamente clasificados según colores que indicaban cuáles eran para publicar y cuáles no. En 1974, en la última entrevista que concedió —apenas una charla telefónica— Salinger dijo: “Hay una calma maravillosa en no publicar. Me llena de paz. Editar un libro es una invasión insoportable de mi vida privada”.
Escondida en la obra de Wilde hay también una teoría del secreto que a veces pasa desapercibida. Un secreto, diría Anne Dufourmantelle, jamás puede ser revelado. Al igual que la dulzura y la libertad, solo puede ser entregado, nunca jamás puede ser extraído o forzado. La verdadera crítica —esa responsabilidad que responde—consiste en respetar el secreto en la obra.
Nadie podría hoy ejecutar con estilo el retiro salingeriano, transformado en una pose más por sus millones de imitadores, comentaristas, exégetas, detractores. (Por favor, no me hablen de Elena Ferrante y otros fenómenos mercantiles contemporáneos). Pero hay otras formas del exilio y la astucia. Solo Sse trata de encontrar nuevos disfraces para cada conspiración.
Susan Sontag escribió páginas memorables en contra de la interpretación. Ya advertía cómo los críticos se limitaban a hacer encajar a las obras en moldes predeterminados de pensamiento. Una crítica que analizaba desentrañaba meros temas o contenidos. Hoy esa mirada es todavía más miserable, y parece la única capaz de ordenar el estruendo editorial: se clasifican libros según su relación con los temas “de actualidad”, se escribe sobre eso, se evalúa la habilidad para dar con el hashtag de moda, para generar “tendencia”.
La obra no es un enigma a revelar, ni un misterio tan sagrado que no acaba de entenderse. Es apenas un secreto en el que anida lo desconocido, aquello que esa ficción en particular tiene la gracia de señalar.
La literatura se ocupa del presente, jamás de “la actualidad”.
El sentido no tiene que ver con lo que puede interpretarse sino con lo que no. También a la autora le ha ocurrido hallar lo desconocido —o mejor aún, lo incognoscible—, anidando, de pronto, en su texto. No es que ella haya escondido o guardado un secreto personal o un saber que alguien debería, entonces, desentrañar. Lo que ocurre es que la obra por ser tal ha entrado en comunión con Algo Más. Ese Algo Más es la tarea que comparten autora y lectora. Es la responsabilidad que responde.
Si la crítica no es cómplice del secreto, no es crítica.
Papers, reseñas, artículos, tesis, tesinas, entrevistas, comentarios, opiniones, seguidores en redes: formas contemporáneas de un mismo y viejo estruendo. Nada de eso tiene que ver con la creación ni con la crítica. Porque nada de eso tiene que ver, sobre todo, con la lectura. Con poner el corazón. Hacer lo que toca. Abrirse a la l a obra y su contacto con Algo Más.
No se trata de hablar del secreto sino de hablarle al secreto.
La crítica es un tipo especial de lectura en la que una ola o un escándalo de la inteligencia y la emoción mueve al hacer.
La literatura si no es forma, no es nada.
Respetar el secreto es hacer algo nuevo que lo vuelve a decir sin revelarlo. Resistir. Hacer silencio frente a lo que no puede ser dicho dos veces, encontrar otra manera de presentarlo, no de interpretarlo. No transformar el secreto en enigma. (los enigmas siempre se resuelven). La crítica, igual que la buena ficción, solo puede señalarlo el secreto. B, bordearlo, aludirlo, cercarlo. Es un montón, es más que suficiente.
Lugares en los que existe hoy la crítica como “responsabilidad que responde”: en los cuartos de los adolescentes que todavía cuelgan pósters de poetas, músicos, dibujos, esloganes, frases, posiciones, depresiones. En los diarios íntimos que no se publican. En los ensayos apasionados y conmovedores sobre los libros que nos cambiaron la vida. En las historias de Instagram de alguien que leyó por primera vez a César Vallejo. En proyectos como Libros Drama, que distribuye frases de Joyce y Artaud en performances subterráneas y silenciosas y secretas. En los clubes de lectura donde Antígona no es una obra de Sófocles, sino mil versiones de un dolor que no cesa. En las aulas de la Facultad de Ciencias Sociales (al menos en las mías) donde los alumnos lloran o se ríen a carcajadas al leer un cuento; se enojan, argumentan, discuten, abandonan sus celulares, buscan un lápiz o una birome y escriben apretando la punta contra el papel hasta traspasarlo. Y hay más. A pesar de la monstruosa y eficiente industria del estruendo, siempre habrá, por suerte, mucho, muchísimo más.
BG/SB