Apenas termina su sesión de yoga matinal, el escritor Emmanuel Carrère responde desde su casa parisiense a las preguntas sobre su última novela, Yoga, una combinación de varias historias, una de ellas sobre la profunda depresión que vivió y su diagnóstico de trastorno bipolar.
Tras el impacto que supuso la obra en su país hace unos meses, también por la polémica previa, ya que que su exesposa no consintió que se publicara con alusiones hacia ella, Anagrama la editó en febrero en España y ahora llega a Argentina.
El lector podrá conocer desde su participación en un curso de meditación en el Morvan, en la Galia más profunda, a cómo le afectó el atentado de “Charlie Hebdo” en 2015, o qué hizo con un grupo de refugiados en la isla griega de Leros durante unas semanas.
A pesar de que llevaba años apostando por la no ficción, en esta ocasión el autor de El adversario optó por crear algún que otro personaje, como confiesa al final del libro, considerando que así actuaba con honestidad.
Asegura encontrarse bien en este momento de dificultades generales por la pandemia de coronavirus, llevando a cabo una vida muy parecida a la que tenía antes de marzo de 2020 puesto que ya trabajaba, igual que ahora, en su casa de techos altos.
Sin embargo, no esconde que en la parte central de Yoga narra un periodo de crisis personal, “muy aguda”, sin duda alguna la crisis “más grave y severa” que ha experimentado en su vida.
“En el momento en el que empieza el libro -justo después del día de Reyes de 2015- me sentía protegido, dentro de una especie de fortaleza que era inatacable, hecha de una vida conyugal, de una vida familiar muy ordenada, feliz y fecunda”, explica.
Aunque pensaba que seguiría por estos derroteros, añade a continuación: “Las cosas no siempre suceden como uno quisiera y digamos que una especie de crisis provoca la destrucción de esta fortaleza y me precipita, en mi caso, hacia esa depresión tan profunda que explico en el libro”.
En un momento, además, en el que, a punto de cumplir los 60 años -en 2017- “tenía la impresión de que todo iba sobre ruedas, pero descarrilé”, dice.
Consciente de que la vida es “imprevisible”, de que “nadie sabe lo que va a pasar mañana”, considera, justamente, que una de las lecciones de la meditación que practica y de todas las experiencias que comenta en estas páginas es que “hay que tener una conciencia un poco más aguda de la no permanencia de las cosas, de que la situación que uno vive no tiene ningún carácter absoluto”.
Hacia la mitad de la novela, el lector se encontrará al artífice de “Limónov” ingresado en el hospital de Saint-Anne, donde permaneció durante cuatro meses, y se familiarizará con términos como diagnóstico de trastorno bipolar, ketamina, taquipsiquia (como la taquicardia, pero para la actividad mental), o con terapia electroconvulsiva (TEC), lo que antaño se denominaba electrochoque.
Reconoce que no ha sido fácil narrar sobre ello, especialmente porque describía “una depresión profunda, melancólica, que no significa que uno esté un poco triste, si no que realmente pone en riesgo tu vida”.
Entonces, prosigue, era inimaginable para él sentarse ante el ordenador para describir lo que sentía, pero agrega: “Una vez que salís del pozo, sí lo intentás y, de hecho, forma parte de mi trabajo. Es mi experiencia de la vida y es una experiencia compartida”.
Por otra parte, defiende que al ser algo “de lo que cuesta mucho hablar, porque hay como un estigma y una vergüenza es, por tanto, más importante hacerlo, no es vergonzante, y sí algo muy doloroso, incluso peligroso, para quien lo sufre directamente y también para los allegados”.
De hecho, desliza que tras publicarse el libro en Francia recibió muchas reacciones, correos electrónicos y cartas de gente que le agradecía el texto y que le decían que “les había tocado la fibra sensible y les había sido útil”.
Tampoco tiene ninguna duda en responder a la pregunta sobre si deberá seguir tomando litio e indica: “Por suerte soy de las personas que responde bien al tratamiento y ni yo ni mi psiquiatra nos planteamos, de momento, dejarlo porque tengo la sensación de que es muy beneficioso y, tal vez, si hay inconvenientes, los descubriré más adelante”.
Otra parte del libro ahonda en su experiencia en Leros con un grupo de jóvenes refugiados afganos y sirios, en una parte que reconoce ha ficcionado en algunas escenas, pero donde muestra que la mayoría de estas personas “tienen la impresión de estar atrapadas en un callejón sin salida, porque tienen muy pocas posibilidades de acceder al mundo que quieren”.
Con alusiones a su fallecido editor Paul Otchakovsky-Laurens, quien le conminó en una Feria del Libro de Guadalajara (México) a que escribiera ante la computadora con los diez dedos de la mano y no con uno sólo como llevaba haciendo desde hacía más de tres décadas, el libro termina con un capítulo feliz, que ubica en Mallorca.
Con el mismo quiso decir: “Miren, en un momento dado, el movimiento se invierte y, tras una caída en los infiernos, uno sale de las tinieblas”.
Respecto a nuevos proyectos, avanza que el próximo no verá la luz de inmediato y que será una obra de no ficción.
Por Irene Dalmases (EFE)
Esta nota fue publicada originalmente el 26 de febrero de 2021