En Limónov (Anagrama, 2013), la vampirización de la vida de Eduard Limónov (1943– 2020) contada por Emmanuel Carrère mediante una serie de alambiques formales que sitúan al autor en el pedestal de la corrección política y el ecumenismo literario, hay elementos que vemos de frente y otros que se ocultan detrás de unos arbustos. Son los arbustos que impiden detectar con precisión y profundidad cuál es el punto de vista verdadero desde el cual Carrère observa a su héroe y, de algún modo, también su presa.
Desde el vamos, se da por hecho el dominio del que contempla sobre el que actúa. Es un aspecto policial de la literatura, su matiz vergonzoso, porque aun cuando escribir sea un acto (un acto pasivo) nunca lo será tanto como los actos que se emplean para vivir. La primera sensación general de las biografías, y su primera verdad, es que el que escribe hace menos que el que vive.
Referida esta generalidad, encontramos las particularidades de Carrère, cuyos recursos podrían enumerarse dándoles a cada uno de ellos los más altos valores del mercado verbal salvo, como puede verse, los de la poesía. Antipoético, de la escuela de los que van al grano, Carrère es inteligente, irónico, informado. Es un baqueano de precisión a la hora de detectar la literatura que anida en la vida, administra con sabiduría las proporciones de “yo” que se mezclan con las novelas de los otros, es contenido para el ejercicio del canchereo y trabaja con maestría las lenguas prestigiosas de la cultura, a las que también con maestría ensucia con alguna frasecita ordinaria como para darle un susto miedo a las señoras lectoras de Saint-Germain-des-Prés.
En pocas palabras, es un gran escritor del tipo recolector especializado en cuestiones humanas, al que en Limónov vemos moverse con sagacidad, evitando o suspendiendo el juicio sobre su personaje mientras lo va endureciendo en varias figuras de hormigón. Después de todo, ¿qué otra cosa que un monumento podría hacerse al convertir la vida de alguien en una escritura?
En el esfuerzo titánico de Carrère por omitir un juicio sobre Limónov, tratarlo con afecto de perdonavidas, hacer la vista gorda a sus barbaridades y amasar hasta la uniformidad los eventos vinculados a su vida de guerrero trashumante, poeta, novelista de sí mismo, lumpen, presidiario, gay hardcore de intemperie, amanuense y playboy vemos cómo se lava las manos que podrían ensuciarse si le diese una lección.
Hay un riesgo de sentirse maestro en el que mira actuar a alguien, una ilusión de superioridad de la que Carrère quiere desentenderse. Lo logra “hasta ahí”. No más. El balance del libro, cuyo combustible es la sangre de Limónov, es que, bueno, en fin, Eduard no ha podido olvidar que es un producto de la Unión Soviética, hijo de un padre soplón de la KGB (un guerrero sin guerra) enterrado en vida en un pueblo de Ucrania, a quien Carrère hace bien en considerar el Lado B de Vladimir Putin. ¿Por qué otra causa Limónov dejaría de lado la literatura, en la que ya no cree, y enfrentaría a Putín sino por la del peor despecho: el de no ser él?
Por supuesto, los temas de los que estamos hablando no son tanto Limónov ni Carrère sino Rusia y el modo en que en la Rusia de hoy persiste un alma soviética, esa luz en el interior de la estepa que a los habitantes de Occidente nos cuesta tanto entender.
Koba, el temible (Anagrama, 2004), es el libro de Martin Amis sobre Stalin que Carrère debe haber carpeteado para evitar pasar por las mismas rutas. Pero Amis es demasiado anticomunista; en todo caso demasiado para un escritor francés que agita la bandera de la tolerancia y el relativismo. Por lo que Carrère se inspira en la misma pulsión personal que Amis, pero se desentiende del radar revisionista que apunta al colaboracionismo de los intelectuales europeos con El Hombre de Acero.
¿En qué estábamos? Ah, sí, en que no entendemos nada. Más o menos en esos términos es la reacción de Limónov contra Carrère una vez que su biografía lo convirtió en ícono ¿de qué arrabal soviético? Limónov comenta con desprecio la supuesta hazaña de su biógrafo de retratarlo con sondas de profundidad. Es un desprecio que puede verse en las fotos de 2007 en las que confluyen Carrère y Limonov en el espacio, más no en un instante común, como si cada cual estuviera en la isla remota de su pasado. Ambos están en otra, sobre todo Limónov (Limónov siempre está en otra).
Lo que puede verse flamear debajo de las aguas del desencuentro es la fricción de clase, que Carrère quisiera suprimir o al menos relativizar sólo porque cree que la entiende, mientras que Limónov no hace más que subrayarla con su legendaria indiferencia.
Posiblemente con la intención de rechazar esta verdad que los enfrenta, en un momento del libro Carrère apunta sus ironías a lo que en Francia (por no decir solo París) se conoce como los bo-bos: los bourgeois bohemian, que podríamos traducir a la realidad (a la realidad de esta actualidad) como progresistas integrados, cuando no ultracapitalistas hispters, más proclives a defender por Tik-Tok el asado de verduras o la parrillada completa de La Brigada (da lo mismo) que a observar con malicia las estructuras de la economía mainstream que derivan, por decir algo, en las hambrunas de Yemen. Una canción de Renaud, Les Bobos, alude con gracia este tema.
Para distinguirse de los bo-bos, entre quienes con “muchas precauciones” Carrère podría encontrar algunos de sus amigos, nos cuenta que ninguno pensó (como él) en la palabra “fascismo” al hablar de Limómov. En cambio, creyeron que en sus viajes a Rusia iba a entrevistar “a la vez” a Houellebecq, Lou Reed y Cohn-Bendit.
El instinto salvaje de Limóvov debe haber sospechado este malentendido. ¿Qué tiene que ver él con estas tres tremendas celebridades burguesas, y qué con el fascismo? El es solo el hijo de un burócrata de la URSS, y no hay consuelo ni calma para su resentimiento. Se lo dijo de una manera inesperada a la periodista Sabina Urraca, que lo entrevistó para Vice News en español y padeció la indiferencia y el maltrato. Mientras hacía girar sus dedos con un anillo con incrustaciones de trilobites, contó cansando sobre el libro en el que Carrère cuanta su vida: “Carrère es un niño burgués que se ha imaginado cosas”.
La rueda da su vuelta completa y centrifuga dos sujetos irreconciliables allí donde pensamos que había dos escritores en estado de camaradería. ¿Y si todos los escritores fueran solamente niños burgueses imaginando cosas? ¿Y si fueren tristes bo-bos? Algo de Limónov el poeta desertor de la candorosa isla de la literatura señala esa comodidad, presiona para elegir un bando (un bando de clase) y nos invita a emprender un breve viaje por nuestra pequeñez sin guerra, ni cárceles ni exilio
JJB