El fiord intenta explorar los límites de la lengua narrativa, aglutinando en sus “puntos de tensión” todas las significaciones de una escena revolucionaria crispada, considerada como un suplicio totémico de los cuerpos y el lenguaje. El efecto intolerable que buscaba esa escritura que, más que pensar la violencia, intentaba inventarle un idioma con su vocabulario y gramática completa, era el de poner a prueba todo el armazón de la literatura nacional.
Horacio González, “El boom: rastros de una palabra en la literatura y la crítica argentina”. Volumen XI, Historia Crítica de la Literatura Argentina.
Contra mi voluntad me he transformado – pandemia mediante – en redactor de obituarios. No termino de acomodar en mi cabeza la muerte de Juan Forn, cuando irrumpe la de Horacio González. Antes Pablo Levín y un rato antes, Adrián Blanco. Mis amigos caen en fila india. El talento no los guarece de este tiempo cruento, y la sociedad no cuida a nadie. No es esa exactamente una novedad.
La revista Unidos, en la década del 80 del siglo pasado, tuvo en Horacio uno de sus brillantes protagonistas. Acababa de ser derrotado electoralmente el peronismo, algo que se creía imposible. Entonces, el peronismo debía reconvertirse y Horacio puso manos a la obra. Antes, el tercer peronismo, ese que nace con el regreso del general Perón a la Argentina en 1972, también había sido vencido, y de modo bastante más terrible que en un accidente electoral. Entonces, todos los que apostamos a la transformación revolucionaria de América Latina habíamos sido diezmados en simultaneidad. No necesariamente lo metabolizamos tan claro, pero había sido así.
1976 simboliza esta llaga trágica. Y Unidos intentó, junto a la renovación peronista, pensarla en sus propios términos. Horacio González asumió en primera persona del plural esa pesada tarea histórica. Por eso, como él afirma que hizo Osvaldo Lamborghini en El Fiord, “puso a prueba todo el armazón” de lo que entendíamos entonces por política nacional. Es decir, allí inició la tarea que demandó el resto de su vida.
En el número 10 de Unidos, Horacio escribe sobre “Actualización política y doctrinaria para la toma del poder” (una entrevista al general Perón, filmada por Octavio Getino y Pino Solanas), reflexiona sobre la lógica mítica del peronismo y dice: “… la historia de la Patria contada por quien era una de sus últimas encarnaciones. Perón acepta de buen grado el esquema conceptual propuesto, pero en muchos momentos se nota una disparidad de contenidos. El historicismo de Solanas era uno, el de Perón otro. El primero era tercermundista estricto, basado en un realismo histórico radical, en secuencias de acciones cada vez más lineales y definidas, hasta que los pueblos y el imperialismo se encontraban, por última vez, en el terreno de confrontación de las sociedades modernas, industrializadas y dependientes. El historicismo de Perón contenía todo eso, pero subordinadamente. Era, en realidad, un historicismo basado mucho menos en el libre albedrio de la historia que en el libre albedrió del conductor”.
Dicho con sencillez: Horacio entiende que aceptar el peronismo supone admitir los límites de Perón o intentar quebrarlos contra el propio general. Perón había convocado a los más radicalizados para enfrentar al general Lanusse, pero una vez salteada la valla electoral puso el límite del 20 de junio. El socialismo nacional quedó para mejor oportunidad. Los que lo aceptaron sin rechistar no tuvieron mayores inconvenientes, para los otros estaba la “Triple A”. Nuestra generación eligió ampliar de mil modos el “libre albedrio de la historia”; resultó vencida. María Estela Martínez de Perón se ocupó del tema y las organizaciones político militares fueron duramente golpeadas. La cacería de militantes alcanzó su pico a partir del 24 de marzo de 1976. Entre ese yunque y aquel martillo, murió la década del 70.
Entonces Horacio tuvo que exilarse en Brasil, donde hizo su doctorado. Antes se había recibido de sociólogo en Filosofía y Letras de la UBA. Con la vuelta democrática se sumó a Unidos y a la docencia en la Universidad de Buenos Aires. A la carrera de Sociología, lugar para todos los que no teníamos ninguno. Escribía copiosamente. Podemos decir que pensaba con los dedos. Y de colaborar con publicaciones de diversa ralea, paso a tener la propia: El ojo mocho terminó siendo el primer proyecto colectivo que Horacio encabezó. El grupo con que lo armó (María Pía López, Christian Ferrer, Eduardo Rinesi) era un cruce de discípulos y contertulios. Los que fueron primero alumnos terminaron sumándose con su propia entonación. Jóvenes talentosos que mostrarían su valía, acompañada de una marca identitaria: actuar desde el peronismo, con independencia crítica.
Me topé con Horacio, en esa época, en la librería Premier. Al lado del cine homónimo, a pasos de La Paz; el torrente de la calle Corrientes nos juntó. Una magnifica nota que escribiera sobre el celebrado libro de Louise Michel (Mis recuerdos de la Comuna) facilitó la charla. Así me enteré que la bibliográfica sobre Los Cuatro peronismos, que escribió en Unidos Mario Wainfeld, debía haber sido escrito por González. Pero el apuro del cierre y las dificultades de una revista hecha a pulmón lo impidieron. “Tuviste suerte”, me dijo, “Mario es menos peronista que yo”. Esa fue la primera vez que nos reímos con ganas.
En los 90 soñamos libros que nunca escribió. Mejor dicho, de los que no fui editor. En una de nuestras largas conversaciones consideramos una “historia de las ideas políticas” posterior a la generación del 80. La idea le encantó. Propuse un contrato en regla con Planeta, y el cobro de un adelanto significativo. Me hizo saber que no asumía semejantes compromisos. Nunca entendí sus motivos, pero resultaron irreductibles. Eso sí, tomo la idea y puedo decir, sin exagerar mucho, que Las multitudes argentinas tuvo ese origen. No es poco.
La verdadera estatura de Horacio se hizo visible para todos cuando lo nombraron director de la Biblioteca Nacional. Cargo que ejerció durante una década. No fue nada fácil. Con paciencia de lama, sin presupuesto, hostigado por una burocracia insensible, logró llevar adelante una tarea imposible para un organismo público. Como si quisiera hacer, de eso que había pensado en Osvaldo Lamborghini, una política cultural, “ más que pensar la violencia” argentina, reconstruyó su “idioma con su vocabulario y gramática completa”, y lo hizo reproduciendo las publicaciones críticas que permitían socializar sin reduccionismos un tema de tan intensa complejidad (las revistas Contorno, Los Libros, etc). En el país de los “dos demonios”, él cambió el discurso: permitió que las ensoñaciones pulverizadas en la mesa de tortura tuvieran lugar. No solo organizó un completo repositorio de textos, además los puso al alcance de todos, internet mediante. Sin olvidarse de rescatar libros notables, a veces ni siquiera traducidos, como el de Felix Weil, El laberinto argentino; también puso en valor a un gran pensador argentino que la derrota y las modas universitarias ninguneaban con impunidad: publicó las obras completas de León Rozitchner. Que el filósofo marxista argentino más importante circule hoy por América Latina, y entre nuestros jóvenes, que se haya traducido por primera vez al inglés, son logros de Horacio, que además organizó en la Biblioteca unas Jornadas sobre León, cuyas ponencias se publicaron en un tomo, “León Rozitchner: contra la servidumbre voluntaria”.
Puesto a pensar, Horacio no tenía límite. La Biblioteca le permitió editar, reeditar, organizar ciclos por donde pasaba el corazón de la vida cultural argentina; armó con María Pía López el Museo del libro y de la Lengua, no dejó nunca de intervenir conceptualmente en la vida pública. Tanto desde Carta Abierta, que lo tuvo de animador intelectual, como desde diversas columnas en los diarios.
Después pasaron cosas y llegó Macrí; Horacio regresó a la enseñanza pública, a dictar seminarios en la UBA y en todos los lugares donde lo convocaban. Nunca se subió a la loma, nunca permitió que le cambiaran el jean por un Armani. Nunca dejó de intercambiar con las nuevas generaciones, de leer la última literatura argentina, de pensar cualquier nueva idea que irrumpía.
Nos cruzábamos en presentaciones de libros, mesas redondas, cumpleaños de amigos. Una obra sobre la crisis del 2008, “Las batallas por la renta” (Ed. Las Cuarenta), nos juntó por primera vez en un libro. No fue el único, hay otro que atesoro: cuando Cristian Suksdorf organizó Qué queda de Los cuatro peronismos (Ed. Octubre), él y Eduardo Grüner comentaron con generosidad las vetas de mi libro. Leyéndolos, tuve un privilegio: espiar a los integrantes más interesantes de mi generación mientras pensaban mi caja de herramientas.
Escribo todo esto y pienso cuánto construyó Horacio en una sociedad que mayoritariamente refuta el pensamiento, cuántas preguntas dejó escritas en un país al que las preguntas le molestan, cuánta gente nueva lo leyó y lo admira, cuánta fue alentada por su entusiasmo y su audacia. Nos lega la honestidad intelectual, el compromiso político, el amor al conocimiento sin fronteras ni prejuicios y esa capacidad de ser modesto pero hacerse escuchar sin estridencias. Siempre.