A veces pasa que la lectura de algunos autores ayuda a entender la obra de otros. ¿Es una afirmación muy evidente? Quiero decir, en el revés del cuento de tal autora termino de entender el por qué de la búsqueda de aquella otra. Qué tienen en común sus búsquedas que hace que cierto tono se inaugure a partir de ellas. Y no me refiero necesariamente a un género literario, sino más bien a un espacio, un terreno nuevo donde buscar. Una especie de patio de atrás. Leyendo el nuevo libro de cuentos de Samantha Schweblin, El buen mal, hubo algo, un destello, que me hizo pensar todo el tiempo en la escritura de la chilena Nona Fernández. Más allá de si escriben realismo mágico, fantástico, o terror, de si son escritoras latinoamericanas y contemporáneas, como si fuera otra cosa, difícil de nombrar, que las une. Algo en sus afinidades de ahora o de la infancia, algo de la resolución de algunas de sus obsesiones, del trabajo que hacen sus inconscientes al dormir y también al despertar. Cierta tendencia a la oscuridad, a los fantasmas como miembros de la familia, a la presencia de objetos que no habían estado antes ahí.
Llegué a los seis cuentos nuevos de Samantha con el entusiasmo que caracterizaba a ciertos años de mi vida que ya no se parecen en nada a los de ahora. A eso de completar un álbum de figuras, o al nuevo capítulo de aquella tira diaria. Llegué como quien llega a un lugar seguro. Siempre me gustaron mucho sus cuentos. Incluso podría decir que lo que más me gusta de su escritura son las decisiones de corte, ahí donde decide interrumpir la narración. Donde no necesariamente hay un final confeccionado como tal, y tampoco un final deliberadamente abierto. Son decisiones drásticas, algo se desenchufa, al cuento le saltan los tapones. Quizás es eso lo que define para mí, más bien, lo que hace Schweblin. Quizás ser cuentista tenga que ver más con eso. Con saber retirarse a tiempo de la propia historia. Y detrás de esos personajes que andan adormilados y oscurecidos, con tragedias grandes o minúsculas a cuestas, estuvo todo el tiempo implantado, en mi lectura, el cuento Marion de Nona Fernández. Un relato que leí hace unos años y con el que me reencontré el último verano, en el libro de cuentos El Cielo editado por el sello Caballo Negro. Creo que soy el personaje de un cuento, arranca diciendo el protagonista de esa historia. Alguien que acaba de mudarse a un departamento nuevo, con cierto pasado impregnado en el aire, y al que unos días después se le instala una extraña en su cama. Una mujer que dice tener un vínculo con alguien del pasado del inmueble. Y entonces esa presencia, esa especie de apéndice del cotidiano, se queda ahí por un tiempo indeterminado, infinito, demasiado incómodo. Una mujer amable, tranquila, alguien que podría venir a hacer compañía, de un momento al otro se transforma en un mal sueño. En una miel pegajosa, en algo repugnante que hay que evitar. ¿Qué es ese síntoma inolvidable que dejó ese cuento de Fernandez en mí? ¿Qué manifiesta una presencia extraña en un lugar propio? ¿Es acaso el tiempo que esa intrusa permanece en la casa que hace que todo lo demás pierda criterio? ¿Cómo se llama esa incomodidad? ¿Qué es lo que volvió a la lectura de este cuento, e incluso de los otros que componen la antología, tan inolvidable?
Nona Fernandez apareció como una presencia fantasmal al momento de leer los cuentos de Samantha. Por eso muchas veces pienso que es imposible hacer lecturas individuales. Hacer juicios inmediatos sobre algo que vi, leí o escuché. Que la experiencia sensible de la obra de un artista se ciñe, muchas veces, al efecto que va dejando la estela de otro. Que a partir de leer los cuentos de Samantha entendí por qué me habían impactado tanto las historias de Nona. Y esa demora es imprescindible para armar el mapa del propio parecer.
CF/JJD