Introducción
El anarquismo como una flor extraña
El 9 de septiembre de 1897, en la casa donde trabajaba como mucamo, José María Acha recogió el ejemplar de La Prensa que, al igual que todas las mañanas, un diariero había depositado en el zaguán. Aprovechando que sus patrones dormían, Acha se acomodó en un sillón del lujoso vestíbulo, hizo a un costado el plumero y la escoba que llevaba en sus manos, y se dejó llevar por la lectura. Pasó las páginas de los avisos clasificados que concentraban ofrecimientos y demandas de trabajo, ventas y alquileres de viviendas. No es posible saberlo, pero era difícil que tuviera tiempo para entretenerse con los extensos editoriales y folletines de la página 3. Lo que seguro capturó su atención estaba en el Boletín Telegráfico de la página 4. Allí, un gran titular daba cuenta de un atentado contra el ministro español Cánovas del Castillo perpetrado por el anarquista italiano Miguel (esto es, Michele) Angiolillo. La “sensacional información” lo puso al tanto de algo de lo que nunca había oído hablar: “No sabía entonces lo que eran esos señores anarquistas, ni lo que tal nombre significaba”.
Con el tiempo, el joven mucamo colmó de significados la palabra “anarquista”, cuando se transformó en fiel representante del movimiento libertario rioplatense en su momento de esplendor. Cincuenta y cuatro años después del asesinato de Cánovas, Acha decidió que había llegado el momento de dejar por escrito algunos trazos de su biografía, como muchos de sus compañeros de ideas. Pero su punto de partida era distinto al de las memorias militantes que, por regla general, subrayaron el impacto directo que tuvo la propaganda en favor de un mundo sin explotación y sin estados en los contactos iniciales con el anarquismo. No era eso lo que le había pasado a Acha: en su caso, la irrupción fue mediada por lo que sus camaradas del futuro despreciaban como “prensa burguesa”.
Este libro se propone elucidar esa escena íntima para conectarla con las experiencias de una infinidad de lectores y lectoras que también se enteraron por los diarios e impresos de Buenos Aires de la existencia de una flor extraña llamada anarquismo, cuya aparición enigmática excitó la imaginación mundial hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX. En ese contexto, una de las ideas que aquí se defienden es que cuando los porteños y porteñas tomaron contacto con “los señores anarquistas” no lo hicieron desde la realidad local de un movimiento en ciernes, sino por influjo de una geografía y de acciones internacionales. La prensa fue clave en ese proceso que puso en contacto la realidad de Buenos Aires con las ciudades de París y Barcelona, donde en la última década del siglo XIX se desató una verdadera fiebre de atentados que involucraron a anarquistas. Siguiendo el hilo de la crónica internacional publicada en los grandes diarios de la capital argentina, el presente libro sostiene que el nacimiento del anarquismo en la ciudad no obedeció principalmente a la dinámica del conflicto social ni al desarrollo del propio movimiento libertario. Fue, en primer lugar, la expresión de un imaginario social tramado en íntima relación con la modernización periodística. Al señalar la importancia de este fenómeno –el anarquismo como representación–, el libro toma distancia de las interpretaciones más habituales sobre los orígenes y las características de su expresión porteña.
La historiografía sobre el anarquismo en Buenos Aires es abundante y diversa. Sin embargo, puede dividirse en dos grandes líneas de indagación. La primera, ofrecida por la historia social de fines de la década de 1970, tuvo como principal preocupación desentrañar cuánto incidió la presencia anarquista en la conformación del movimiento obrero argentino. De este modo, el devenir del anarquismo fue estudiado considerando la forma paulatina en que sus militantes –a fuerza de huelgas, protestas y confrontaciones– ganaron peso en el mundo gremial. Según esta lectura, su realización más importante fue imponerse primero en la Federación Obrera Argentina (FOA) y luego en la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), en cuyo congreso de 1905 se consolidaron “los principios económicos y filosóficos del comunismo anárquico” como horizonte de expectativas. Correlativamente, este enfoque interpretó el ocaso del anarquismo como resultado de la pérdida de esa hegemonía gremial en manos del sindicalismo revolucionario y del comunismo.
Una segunda línea de investigación, más reciente, señaló que no era posible reducir la existencia histórica del anarquismo a la puja entre obreros y patrones, sino que su incidencia se debía a sus intervenciones culturales, que involucraban a otros actores de origen no proletario. Sin desentenderse de los tiempos del conflicto social, esta aproximación colocó en primer plano un sinfín de iniciativas políticas y culturales como la edición de folletos y periódicos, la organización de actos y conferencias, la construcción de un denso tejido asociativo, la ocupación del espacio público y las propuestas pedagógicas anarquistas. Con los trabajos de Dora Barrancos y Juan Suriano, se abrió un camino más fértil y complejo para comprender sentidos inexplorados y novedosos que resituó la presencia del anarquismo en el panorama social y cultural porteño del cambio de siglo. Sin embargo, esa apertura interpretativa, con el paso del tiempo, declinó en una agenda de investigación fragmentaria atravesada por la idea de que el anarquismo –por su propia predisposición doctrinaria– debía tener algo para decir sobre cualquier asunto y que sus opiniones fueron contrarias a los valores de su tiempo. Así, por ejemplo, con resultados muy desiguales, los anarquistas fueron emplazados a pronunciarse sobre la sexualidad, el amor, el arte, la lectura, la familia, la educación, la niñez, la violencia, el militarismo, la ciencia, la sexología, la salud, la muerte o la ley. En definitiva, se los vio como protagonistas de una cultura contestataria, situada al margen y en oposición a la cultura “burguesa” dominante.
Ya fuera una expresión del movimiento obrero o de una cultura propia, tomados en conjunto, los estudios sobre el anarquismo de Buenos Aires compartieron ciertos trazos en común. El primero es haber exagerado su endogamia: con pocas excepciones, antes que analizar contactos, cruces y contaminaciones con otras corrientes ideológicas o culturales, las dos perspectivas terminaron por coincidir en que el desenvolvimiento del movimiento libertario implicó una suerte de proyección de adentro afuera, como si se tratara de una entidad autónoma. Este efecto se vio potenciado por el tipo de fuentes utilizadas, mayormente elaboradas por los propios anarquistas en su prolífica cultura impresa. El segundo elemento compartido ha sido un recorte geográfico que, más allá del evidente origen migratorio de muchos de los prosélitos de la anarquía, pocas veces se refirió a la conexión que ligó la realidad de Buenos Aires con la de otras ciudades del mundo. En los últimos años, esta inflexión fue subsanada por otra historiografía académica –principalmente producida en el exterior– que destacó que el anarquismo en realidad fue un movimiento transnacional de proliferación simultánea por fuera de los grandes centros europeos, en puntos tan distantes entre sí como Egipto, Perú, Sudáfrica, China, Brasil o la Argentina. La clave de esa dispersión habría estado en la capacidad de los anarquistas de generar redes de intercambio y en el nomadismo de sus propagandistas. Sin embargo, esta sugerente perspectiva no tuvo en cuenta que esa diseminación no se debió solo a la perseverancia y el internacionalismo de su militancia, sino que en gran medida fue resultado de la circulación de noticias y discursos que, como atinadamente observó Lila Caimari, hizo del anarquismo “el primer grupo disidente cuya descripción transcurre a escala global”.
Prestando atención a ese complejo caleidoscopio cultural y social conformado por matutinos como La Nación y La Prensa, vespertinos como El Diario o revistas ilustradas como Caras y Caretas, se puede oír el eco de las explosiones de París o Barcelona y comprender el estupor que el asesinato de un presidente francés o de un monarca europeo causó en los porteños. La evidencia es tan abrumadora que invita a pensar que en la ciudad, así como en casi todo el planeta, un ingrediente fundamental de la constitución del anarquismo fue su condición mediática, mucho más poderosa que la de su contemporáneo, el llamado socialismo científico. De este modo, también en Buenos Aires, con sus peculiaridades, se confirma una idea de Uri Eisenzweig: gracias al periodismo, en la época de los grandes atentados parisinos, el anarquismo se “transformaría de un fenómeno más o menos ignorado por el gran público en un factor, si no mayor, al menos siempre presente […] en el debate, o, para ser más precisos, en el imaginario político occidental”. Siguiendo esa propuesta, el punto de partida del libro, entonces, está dado por la lectura sistemática de la prensa diaria de Buenos Aires en un momento muy particular de su historia.