Pulpa es un suplemento de ficción semanal editado por El Cuaderno Azul que publica textos breves y potentes, directo de nuevas voces para lectores hambrientos. Recibimos textos de manera abierta, a través de este link.
La lengua, pedazos de músculo sanguinolentos perdidos entre huesos astillados, indiferenciables entre sí el maxilar y el occipital. Una cara sin rasgos, un cráneo detonado.
pared manchada Archivo iStock
Maxine Maiolino
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Lo último que sé es que viajó con mi prima en el tren y se bajó en Villa Adelina. La semana pasada mi viejo le estaba dando de tomar mates por primera vez a mi hermanita. A ella no le gustó, hasta que logró ponerle una cucharada de azúcar y quedó fascinada. El jueves, me mandó un video sobre El Indio Solari que no ví porque estaba cursando un teórico en la facultad. El viernes a la mañana, le dijo a la abuela que estaba cansado y que iba a dormir una siesta en la oficina.
Ahora mira las flores crecer desde abajo.
Pablo, un amigo de él, nos regaló un ramo de claveles porque no pudimos pagar la corona. Mi hermana, Clara, los desarmó y acomodó pétalo por pétalo arriba del cajón, decorando la muerte. Llora en silencio a mi derecha, tiene el cuello de la remera blanca mojado, y la cara llena de mocos. Me aprieta fuerte la mano, los dedos me duelen, y la suelto.
El cedro plastificado del cajón reluce bajo las luces cálidas, y los pétalos forman pequeñas sombras allí donde se posan. Mi abuela está sentada en una silla, una mano sobre el cajón, la cabeza hundida entre los hombros. Mi papá; el que sabía disparar, el tío kuka, el técnico que entendía todo ya no está más. Sabía tanto y no sabía nada. Solo dejó un cuerpo inservible y una cara sin rasgos.
No me acuerdo qué fue lo último que comí. Las últimas veinticuatro horas son un manto amorfo de sucesos que aún no comprendo. Pablo me trajo una bolsa llena de comida que compró en el superchino para que no me desmaye. Cené un pucho, nadie se dio cuenta.
Villa Adelina: papá caminó las diez cuadras que separaban la estación de su oficina. Cuando llegó, barrió y acomodó el escritorio. Se sentó en la computadora y escribió durante horas una carta que no terminó y que solo yo alcancé a leer. Ni la Tía Laura, su hermana, que apareció por primera vez en doce años, quiso saber qué tenía para decir su hermano: asume que como estudio psicología, soy el único que puede enfrentarse a ese análisis.
Supongo que la agonía de perder un marido y un hermano borran cualquier pelea o desencuentro posible. Solo por este ratito las une un dolor, insoportable.
El viernes al mediodía, mientras rendía Psicoanálisis, el cerebro de papá ya estaba desparramado sobre las paredes del baño de la oficina. La materia la había preparado con él, incluso la noche anterior le recité, me escuchó atento, sobre “los vasallajes del yo”. Como si el fuego de la bala trajera paz, se reventó la cabeza de un corchazo.
La tía Laura me alcanza un vaso de agua. Clarita insiste en agarrarme la mano. Tengo que hacer fuerza para soltarla y tomar al menos unos sorbos del líquido insípido que no pasa por mi garganta. Mamá se acerca, como si notara que no es ella quien nos está cuidando. Nos quedamos mirando el cajón, en silencio.
Hay distintos tipos de ataúdes. Los más comunes son los de metal y los de madera. Hay, además; de bronce, de cobre, de fibra de vidrio, y ecológicos. Mi papá quería ser cremado y que resguarden sus cenizas en uno de éstos últimos, para que al enterrarlo crezca un árbol. Lo que él no sabía es que si te morís tragándote una bala en movimiento no te pueden incinerar. Por ley vas al piso, por si la familia decide exhumar para hacer más pericias. Ese y un montón de otros detalles estúpidos son los que te cuenta la policía forense mientras tratas de entender por qué tu papá agarró un arma, acomodó el cañón niquelado entre sus dientes y apretó el gatillo.
La Thunder semiautomática calibre .380 que siempre odié estuviera en casa y ahora se quedó la policía. Esa estructura negra, 168 milímetros de largo, medio kilo de peso, acabado niquelado, cañón de 90 milímetros, espacio para ocho balas y que dejó agujero en su cara demacrada. El hueco donde debería estar la boca, es ahora una masa de carne y dientes podridos. La lengua, pedazos de músculo sanguinolentos perdidos entre huesos astillados, indiferenciables entre sí el maxilar y el occipital. Una cara sin rasgos, un cráneo detonado.
Al pasar por la sala principal los “invitados” me miran. Unos pocos familiares, y todavía menos amigos clavan sus ojos cargados de pena en mi cara hinchada, en la ropa manchada de mocos propios y ajenos, en la postura derrotada. Le aviso a Pablo que si quiere puede pasar a despedirse. Me agradece con un murmullo y veo que le tiemblan las manos cuando se apoya para levantarse del sillón. Al pasar, mi tía me pide que sea fuerte, que le haga frente al dolor y siga adelante: por mi hermanita, por mi mamá. No le respondo y pienso en el cuerpo flaco, descolorido de mi papá contorsionado en un ángulo extraño, en la masa encefálica desparramada y en la bala clavada en la pared. Él no fue fuerte.
Salimos a fumar. La tía se apoya en la pared y yo me siento en el piso. Ella amaga con acercarse; le pido distancia. Todo me da vueltas, siento que voy a vomitar bilis en cantidades industriales y me falta el aire. Reconozco el ataque de pánico, junto con la certeza absoluta de que no puedo hacer nada para frenarlo, como no pude frenar lo que hizo papá. Tengo la boca llena de gusto a metal, el corazón golpea con fuerza contra mis costillas y pienso que me las va a quebrar, que me voy a infartar, que me voy a morir en el velorio de mi papá y que es lo mejor que podría pasar porque no entiendo cómo voy a hacer para levantarme mañana y lavarme los dientes: cómo evitar un trastorno depresivo persistente, como el que ví en mi papá durante años, quizás décadas, y decidí ignorar.
Eran ocho balas. Solo hizo falta una.
Mi mamá sale de la funeraria y me mira, pálida. Tiene bolsas negras bajo los ojos; parece que envejeció veinte años en las últimas horas.
—¿Qué haces fumando? —me inquiere, pero no hay fuerza en su voz.
Veo el escote de su remera azul, la tela estirada donde los hilos se rindieron, y me pregunto cuántas veces habrá tirado del algodón en el intento de respirar mejor. Mi propia remera tiene el cuello estirado. Un gesto tan de ella, un gesto tan mío. Rozo con la mano izquierda la costura, siento la viscosidad de los mocos de Clarita todavía frescos en el cuello, la tela deformada, el nailon vencido.
Tenía esta misma remera cuando la policía me pidió por teléfono que viniera rápido, que tenían que tirar la puerta abajo y necesitan un testigo. ¿Qué tipo de testigo podía ser yo, que miré para otro lado ese día, en esa oficina y todos los días anteriores? Yo que no vi nada, que no vi las señales obvias. No vi que mi padre, como yo aquel día frente al oficial Gomez, estaba ido y ausente.
Le doy una nueva calada al cigarrillo, mirando fijo a mamá. Tengo el impulso de desafiarla, echarle la culpa de todo.
—Te va a bajar la presión.
—Ya la tengo baja —respondo con tono hostil y apagó la colilla con saña contra el piso.
No puedo mirarla a la cara. La odio. La odio por no llamar a la policía, por decirme por teléfono que lo haga yo y cortar la llamada. La odio por no darle bola a mi viejo. La odio por parirnos y traernos a este mundo de mierda donde los padres se suicidan. La odio porque murió él y no ella.
Empiezo a tener frío. Hace horas que floto en un estado de abulia que aún no tiene forma de palabra. Todo el dolor es carne, se me instaló en el estómago y está haciendo metástasis en todos mis órganos. Tengo un único pensamiento coherente, que emerge de a ratos, cuando el viento se apoya calmo sobre las hojas de los árboles. Una frase de mi psicólogo repitiéndose en espirales: fue una decisión del momento con consecuencias permanentes.
También hablamos de cuán común es esto: en el corriente año hubo un aumento en la tasa de suicidios. Un 6% en correlación con el 2022. En total, se registraron 4125 suicidios, de los cuales uno tiene el nombre de mi papá. El 80% corresponde a hombres mayores de 18 años, y una gran parte (aún indeterminada) con causa de depresión por factor económico. Pensarlo en números, tablas y estadísticas me ayuda a disociar el dolor, a alejarme lo suficiente de la situación para fingir que esa mancha negra no es mía, que es solo un caso clínico más para catalogar, memorizar y explicar en un examen de la facultad.
Cuando vuelvo a entrar, Clarita se acerca y me abraza fuerte, apoya su cabeza sobre mi corazón. La envuelvo con todo mi cuerpo y me apoyo en su coronilla. Su pelo huele a shampoo Johnson y transpiración infantil. Siento su hipo constante. Enredo mis dedos en su pelo y le masajeo el cuero cabelludo como sé que le gusta. Cuando era bebé lo único que la calmaba era que papá la acaricie de esa forma. Pasaba horas arrullándola después de sus ataques de llanto, esos que ponían nerviosa a mamá. Todavía puedo percibir, muy lejos en mi memoria, su olor a bebé, sus manitas que tiraban de mi pelo, su risa escandalosa cuando papá le cantaba.
Con suerte, ella se quedará con esas imágenes cargadas de inocencia infantil. Yo tengo otras que vienen, como flashes, de a momentos: Mi tía Laura llegando desesperada en el auto. Sus gritos descarnados, rebotando contra las casas bajas de la cuadra. El ruido que hizo su vómito al chocar contra la zanja. Las luces de la patrulla que todavía puedo ver en la periferia, en los bordes de mis ojos, en cada esquina y cada recoveco. Ella, abrazándome para que no vea cuando sacaban el cuerpo de su hermano en una bolsa.
Pienso en la pistola que siempre me dio miedo, en el peso del metal negro sobre mi mano derecha, su forma borrosa, la bala de la recámara. Bersa grabado en el mango, en la cubierta negra, antideslizante. Me pregunto cuándo me la van a devolver.
Sobre este blog
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